Lo que comenzó siendo un principio de lealtad a las leyes de la Naturaleza, la tribu y la moralidad instintiva, es ahora un imperativo de obediencia a todo tipo de orden público estatal. La tradición legalista choca con la función civilizadora de una República Constitucional que, basada en valores de lealtad a la naturaleza, la sociedad civil y la moral racional, fundamentará el moderno orden repúblico, que no será de orden estatal, en la legalidad república, que no es la indistinta legalidad monarca-republicana.

Mediante la vis coactiva y coercitiva de las leyes, el principio de legalidad ha universalizado el imperio de la ley. Nadie repara ya en lo que significa esta expresión terrorífica, que no cesa de ser usada por todos los ministerios de poder no derivados de la libertad política, para amenazar con el peso de la ley a los que se salgan de ella. Lo punitivo prima sobre lo normativo. Pero, como dijo Ihering, eso no expresa el derecho normal, sino su patología.

El imperialismo de la ley hizo estables y duraderos a los antiguos Estados absolutos; glorificó, con legalismos nacionalistas, las aberraciones del Estado totalitario o dictatorial; y, actualmente, sostiene, con el sagrado respeto a la legalidad, los corrompidos Estados de Partidos. El jurisdiccional imperio de la ley no es más que nomenclatura invertida de la inmoral ley del imperio político.

Bajo cualquier forma de Estado, el imperio de la ley garantiza el orden público-estatal por el temor que inspira la infracción de la legalidad. Cuyo énfasis no está puesto en la idea de que todas las leyes han de ser legales, es decir, constitucionales, verídicas y morales, sino en el mandato incondicional de obedecer a las leyes por principio, y no por ser resultado final de un proceso regular donde haya sido decisiva la intervención de los que han de obedecerlas. Por ello, cada forma de Estado se dota de legisladores, policías y jueces adecuados a la naturaleza de su poder. Y los de esta Monarquía son legisladores, policías y jueces de naturaleza partidista.

El principio de legalidad tomó conciencia de su dramática pugna con el de justicia en el inverosímil relato de la muerte del maestro del pensamiento griego que, pudiendo huir con dignidad de una sentencia injusta que lo condenaba a beber la cicuta, prefirió morir por amor a las leyes de su patria. El sabio inmortal murió pretextando razones de imbecilidad mortal.

Los que comparan la muerte de Sócrates con la de Cristo ignoran que nada era más inconcebible para el mundo griego que la idea de una culpa original de la humanidad necesitada de redención. Lo que Sócrates redime de pecado, con su suicida aceptación de la pena capital, es nada menos que la injusticia legal.

Sócrates menosprecia a su discípulo Critón, que le había preparado la huida en nombre de la idea de Justicia que él mismo le enseñó, haciéndole creer la idiotez moral de que la legalidad es un valor preferente al de la justicia. Y por ello decidía entregar su vida a la patria que se la dio y alimentó con sus leyes. Platón no hace la apología de la nada heroica muerte de un sabio, sino de la utilidad patriótica de la ley injusta y de la injusticia legal.

Ante tal negación de la ley moral, el moderno escepticismo no comenzó dudando de la verdad que distingue a los productos de la naturaleza, como a lo dulce de lo amargo, sino de la posibilidad de una idea universal de la justicia, cuando lo justo a un lado de los Pirineos es injusto al otro. Pero Montaigne no era escéptico moral. Leal a la liberadora causa vital de su joven amigo, Etienne de la Boethie, muerto en sus brazos, publicó su excelsa teoría de servidumbre voluntaria: el tirano solo tiene el poder que le damos.

La respuesta a la relatividad espacial de la justicia legal la dio Montesquieu, con su doctrina climática y geográfica del espíritu de las leyes. Que no era el del legislador, sino el de las naciones. Relatividad que no puede existir en los derechos naturales, a los que acudió Locke, junto con la separación de poderes, para dar el primer hachazo a la legalidad de las leyes injustas, contra las que opuso, en ultima instancia, el derecho de insurrección. Aquí terminó la quimera política del idealismo platónico.

La antinomia entre la idea de justicia y el principio de legalidad, entre la razón técnica de ésta y la razón natural de aquella, no la podía conocer, y mucho menos resolver, la concepción del mundo greco-romano. La democracia griega identificó la concepción de la República con la idea de la justicia conmutativa. Por eso, el valor supremo de su derecho positivo fue la equidad. La república romana transformó las antiguas costumbres en leyes civiles de refinada técnica jurídica, frente a los peregrinos sometidos a un derecho de gentes basado en la ley natural. Dar a cada uno lo suyo presuponía que la justicia distributiva había sido establecida con el derecho de propiedad y el sinalagma (reciprocidad) en la autonomía contractual. Por eso, el valor supremo de su derecho positivo era la legalidad. La antinomia entre legalidad técnica y moralidad natural fue el legado romano al mundo occidental.

Esta antinomia no la resolvió el iusnaturalismo de la Reforma, inspirador de la Constitución de los EEUU, ni el formalismo de la teoría pura del Derecho, legitimadora de la legalidad en todas las formas de Estado, salvo en el parlamentarismo británico, donde el imperio de la ley está atemperado, pues la Ley constitucional no engendra allí los derechos ciudadanos, nacidos de las libertades que les confirió el derecho común (Dicey).

Kant creyó resolver la antinomia legalidad-moralidad de un modo original, pero que no evita caer en un círculo vicioso. Llamó legalidad a la voluntad que obra según la ley moral, y moralidad, a la que lo hace por amor a la ley. La legalidad era la acción conforme al deber, mientras que la moralidad, la acción por el deber. Lo que le llevó a excluir la moralidad de las acciones para recluirla, tópicamente, en el terreno de las intenciones.

El círculo argumental aparece cuando, consciente Kant de la necesidad de pureza en la ley moral, tiene que separarla externamente de la legalidad, para unirlas solamente en el terreno de la conciencia, donde la moralidad se identifica con ¡el respeto a la ley! Menos mal que dejó una puerta de escape a los impulsos morales, reconociendo que éstos pueden desarrollarse no solo por contemplación interior, sino también por ejercicio externo.

La crítica del principio de legalidad ha de partir, para ser rigurosa, del principio de contradicción, en cuya virtud no puede ser principio lo que es consecuencia. La ley no es principio de existencia de la realidad social ni de su conocimiento. Pues no puede ser principio lo que es reductible a otro principio, dentro del mismo orden o de otro distinto del que derive. La ley es fruto, y no razón de ser de la existencia social o política, de las que tampoco puede dar razón que las explique. Por eso están separadas las ciencias sociales, con principios propios de cada una. Y la legalidad no es principio en ninguna de ellas.

La crítica del principio de legalidad queda pues limitada a saber si la legalidad es principio del orden jurídico o del orden político. El primer aspecto está resuelto en la propia ciencia jurídica, donde la legalidad, que no figura entre los principios generales del derecho, solo tiene valor descriptivo del respeto a la ley por los poderes estatales encargados de elaborarla, aplicarla y juzgarla.

Pues bien, la legalidad la dictaminan, en esta Monarquía de Partidos, los legisladores, que no respetan la prohibición constitucional del mandato imperativo, junto con los juzgadores que dan validez a leyes radicalmente nulas; y los gobernantes, que burlan el principio jurídico de la generalidad de las leyes, decretando privilegios y generalizando la corrupción moral.

Es en el orden político o público, donde cobra todo su sentido el concepto de legalidad como antinomia de moralidad. Una contradicción que no ha podido ser resuelta en la filosofia moral, ni en la teoría política, porque ambas han desconocido el axioma de que la verdad política es la libertad colectiva. Axioma, constituyente del orden repúblico, del que se deriva la armonía entre legalidad república y moralidad pública.

La antinomia la resuelve el principio de lealtad constitucional a lo natural y lo moral, constituyentes de lo civil y lo civilizado, a través del reconocimiento de los derechos naturales (llamados redundantemente derechos humanos) como derechos positivos, y de la equidad como hermenéutica legal.

El examen de la constitucionalidad de las leyes implicará, en la República Constitucional, la posibilidad de la anulación de las mismas, por la jurisdicción ordinaria, cuando vulneren el proceso normativo de su elaboración, aprobación y promulgación, o cuando infrinjan la moralidad incorporada al derecho positivo a través de la equidad y los derechos naturales.

Los procedimientos judiciales de inconstitucionalidad de las leyes comprenderán, pues, la revisión de la moralidad de las normas comprendidas en la legalidad. Y esto requiere, ciertamente, una judicatura adecuada a la naturaleza democrática del nuevo poder político que las reglas de la República Constitucional legitimen .

Si Kant creyó resolver la antinomia metiendo la moralidad en la conciencia, para que allí se identificara con el respeto a la legalidad, la teoría de la República Constitucional la resuelve, de modo más coherente y eficaz, extrayendo la moralidad del terreno de la conciencia individual donde se reproduce, para meterla en la Constitución de la legalidad de las leyes que la garantizan. De este modo, la República Constitucional será el puente de unión entre el reino de lo que debe ser y el reino de lo que es. Y su teoría adquiere el carácter revolucionario de lo verídico, como en los descubrimientos de las verdades científicas.

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