Con los conocimientos científicos de la evolución natural de las especies, parece imposible creer que pueda haber contradicción entre determinismo y azar, o entre Naturaleza y libertad. Si, antes de Darwin, unos humanistas prodigiosos extrajeron de la materia universal derechos universales iguales, ¡cómo no va a ser posible deducir la acción política de libertad, la propia libertad, de la naturalidad de los pueblos, de sus pasiones “liberistas“ en igualdad de derechos naturales!

Mientras se pensó que el mundo estaba creado, ordenado y sostenido por una causa sobrenatural, no se podía imaginar siquiera que los seres humanos pudieran regularse a si mismos mediante derechos naturales. Del derecho divino y de su orden providencial emanaba el derecho natural de los reyes a regir el destino de sus pueblos. Tan fuerte tradición teológica explica que el patriarca de la Iglesia anglicana sea Rey de Inglaterra.

Las singularidades de los acontecimientos revolucionarios, las aparatosas rupturas de la tradición política que aparentan, nos impiden ver el hecho cultural de que la mayor revolución de la humanidad europea sigue siendo la realizada por el humanismo republicano. Unas pocas mentes atrevidas, en momentos de crisis políticas y espirituales, fundaron el derecho natural, contra la tradición del imperio de la ley positiva y del dogma cristiano, en la confianza del hombre en su razón natural, es decir, en el humanismo. La razón técnica del derecho romano y la ley imperial no podían contradecir la razón natural de la república.

Es asombroso. Una nación vencedora, Roma, se humaniza con la recepción de la cultura del pueblo vencido, Grecia, y crea el primer humanismo, esencialmente republicano. Pero lo que importa es saber distinguir entre humanismo, derecho natural y jusnaturalismo. Pues la herencia ciceroniana no se activó, como se cree, en el renacimiento florentino, que buscaba la verdad en los textos antiguos, sino en los humanistas medievales que despertaron la esperanza republicana con la traducción de “La política“ de Aristóteles, en las ciudades-estado del norte de Italia (siglos XIII y XIV).

Uno de ellos, el dominico fray Remigio de Girolami, obscurecido por la fama de Marsilio y Maquiavelo, debe ser incorporado a la tradición republicanista. Además de precursor de nuestro maestro Marsilio de Padua, Remigio define al hombre como “animal cívico“ (“quien no es ciudadano no es hombre“), y precisa la causa del patriotismo -que la sociología redescubrió tras la guerra de Vietnam- en esta frase: “no hemos nacido para actuar solo en nuestro bien, sino en el de nuestro país y nuestros amigos“.

Aquella idea republicana medieval sobrepasaba las posibilidades del humanismo cristiano posterior, cuyo postulado de Redención o Gracia le impedía concebir al hombre como salvador de sí mismo, como realizador por si solo de su íntegra personalidad. Los que llevaron a cabo esta proeza mental, aunque fueran humanistas cristianos, fundaron el derecho natural en la razón, y no en la revelación de la igualdad de los hombres por decreto de la Providencia. El derecho natural racional no legitimaba ya las monarquías derivadas del derecho natural-divino de los reyes. El Estado monárquico, basado en la teología de la desigualdad, no podía ser laico sin contradecir su legitimación original.

Pero aquella razón natural, desasistida de la ciencia antropológica, tuvo que acudir a la ficción de un contrato social para justificar tres opciones políticas: 1. Renuncia a la libertad natural del hombre lobo para el hombre, a favor de un soberano absoluto (Hobbes); 2. Libre consentimiento a leyes emanadas de un parlamento elegido por los que han de obedecerlas (Locke); 3. Conversión del pueblo en soberano absoluto y su voluntad general en único criterio de acción democrática (Rousseau).

Aunque la ficción de un contrato social, que tanto valía para legitimar el despotismo, la libertad individual o la igualdad común, pareció ser el pacto constituyente de las comunidades protestantes emigradas a Nueva Inglaterra, la tesis contractualista del Estado está desahuciada, sin que ninguna otra teoría natural o científica la haya sustituido. A la necesidad de ocupar esta vacío responde la nueva tesis naturalista que está construyendo la Teoría Pura de la República Constitucional.

Del mismo modo que los “iusnaturalistas“ republicanos revolucionaron la concepción de los derechos naturales, basándolos en la hipótesis antropológica de una misma razón universal en los individuos, la revolución científica operada en las ciencias de la naturaleza obliga a distinguir los derecho naturales que afectan a la supervivencia de la especie humana, y los derechos naturales para el mejor estar de los individuos. Pues la razón natural de aquella determina y gradúa la extensión y la intensión de la razón natural de estos. Y hay razón suficiente para sostener que la lealtad a la especie, fundamento de la ecología y de la República, ocupa el primer rango en los derechos naturales, percibidos hoy no por la razón natural, ni por la técnica jurídica, sino por la razón científica.

Para superar la razón natural, mediante la razón científica, hemos de conocer los límites históricos y culturales que no pudieron traspasar los humanismos republicanos del siglo XVII, aunque llegaron a incorporarse al constitucionalismo de EEUU, desde Holanda e Inglaterra.

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