Estrechamente vinculada con la sociedad laboral, la actividad de los empresarios empleadores, junto con la de profesionales autónomos, forma el tejido de relaciones económicas y valores culturales en la llamada sociedad burguesa. Las nociones de burguesía y proletariado cristalizaron en una época donde la sociedad civil era campo de Agramante de la lucha de clases. Desde las revoluciones europeas de 1848 (año del Manifiesto Comunista) hasta la caída del muro de Berlín en 1988, han transcurrido 140 años de efervescencia ideológica, conflictos sangrientos, descubrimientos científicos, progresos tecnológicos y conocimientos sociales, que nos hacen mirar al último siglo y medio como se miraba la Edad Media en el XVIII.

Pero el cambio de perspectiva exterior no ha ido acompañado de un cambio correlativo en las mentalidades sociales que reproducen, con otro alcance y en otros términos, el conflicto entre empleadores y empleados. Mucho más difícil que cambiar las relaciones externas de dominio, objetivo de todas las revoluciones políticas, ha resultado la adaptación de la mente a las nuevas realidades del mundo económico y social. Por eso apremia una verdadera revolución cultural (democrática y republicana), que retire de la circulación social los prejuicios ideológicos derivados del pasado, y adapte las mentalidades al mundo real en el que viven hoy, sin comprenderlo.

Ha sido la mentalidad anacrónica de la Transición la que ha implantado, con la fuerza residual de la dictadura, el anacronismo de una Monarquía de Partidos que consagra el predominio demagógico de lo social sobre lo civil, y de la heteronomía oligárquica sobre la autonomía empresarial, cuando el problema económico de España era la creación de empleo y el aumento constante de la competitividad, mediante una innovación tecnológica sistemática, una revaloración de la excelencia profesional y una visión del mundo industrial, común a patronos y trabajadores, que preservara el medio ambiente y renovara los recursos humanos con el sistema educativo.

Los intereses creados en el Estado de Partidos y de Autonomías no permiten que el capital financiero se subordine al capital industrial, ni que el empresario encuentre el clima de respeto social y el marco legal idóneo para asumir los riesgos inherentes a la inversión de capital, sin depender de la corrupción administrativa, del favor del partido gobernante ni de la demagogia obrerista. La organización patronal, tan politizada como la sindical, constituye un órgano estatal que asegura el dominio de la oligarquía en el Estado de Partidos. Sus poderes reales, delegados por las empresas del gran capital, se manifiestan en los Convenios Colectivos como los del gobierno visible de la oligarquía invisible.

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