Nadie, absolutamente nadie, dice la verdad sobre la naturaleza de la decisión del Presidente del Gobierno de reconocer el derecho del pueblo vasco a separarse de España. No por miedo. Simplemente por indiferencia ante lo esencial, por la costumbre de no tomar en serio lo que dicen los fraudulentos políticos de la Transición o, lo más probable, por ignorancia de lo que significa que los vascos decidan libremente su futuro.

Antes de que la internacional socialista creara, al final del siglo XIX, el derecho de autodeterminación, sin precisar qué pueblos podrían invocarlo, la literatura romántica creó la expresión “derecho a la libre determinación de los pueblos”, para apoyar la cruzada europea en favor de la independencia de los griegos en su guerra de liberación contra el imperio turco. Antes de la segunda internacional, Carlos Marx precisó que el derecho a la libre determinación no era aplicable a los pueblos que lograron su unidad nacional antes de la Revolución francesa, con la excepción de Irlanda, por razones de división religiosa. Tanto Lenin como Stalin exigieron cinco requisitos para que un pueblo pudiera tener derecho de autodeterminación. De esos requisitos el pueblo vasco solo cumple uno: ser fronterizo con una nación (Francia) diferente de la que lo integra. Después de la guerra mundial, la ONU reconoció el derecho de los pueblos colonizados a independizarse o separarse de la metrópoli colonizadora.

El complejo de culpabilidad franquista padecido por el Rey Juan Carlos y por el Presidente Suárez, unido a la ley del péndulo que los pueblos siguen cuando carecen de dirigentes políticos responsables, impulsaron la fuga hacia una descentralización del Estado que, en lugar de racionalizar la Administración y desconcentrar el poder, parió de la nada 17 Autonomías y tres nacionalidades, multiplicó el gasto público, fomentó 17 concentraciones de poder oligárquico, hizo de la corrupción el primer factor de la acumulación de capital y propició la creación de un oligopolio mediático al exclusivo servicio de la nueva oligarquía política.

Zapatero no improvisa ni imagina algo nuevo. Lleva a sus consecuencias lógicas la demagogia que ha regido, desde el primer día del consenso entre los traidores a Franco y a la democracia, la formación del sentimiento apático hacia lo español. Los nacionalismos separatistas han sido alimentados en Madrid. No solo por las alianzas electorales, sino sobre todo por la idea dominante, fabricada por la frivolidad de Ortega y Gasset y hecha suya por el fascismo joseantoniano, de que la nación es algo subjetivo, un proyecto dependiente de la voluntad, y no un hecho objetivo que nos impone la historia sin consultarnos.

Del mismo modo que las Autonomías de Suárez no podían dar satisfacción a diferencias sentidas como históricas en los modernos nacionalismos catalanes y vascos, y las aumentaban (Estatut), así también el derecho a la libre determinación, proclamado por Zapatero, no dará satisfacción democrática al nacionalismo vasco, sino que lo exacerbará hasta que consiga la secesión de España, con un Estado Vasco.

En nombre de la unidad de España, en nombre de su historia, en nombre de la libertad política y de la democracia, denuncio ante la opinión pública, a través del Movimiento Ciudadano por la República Constitucional, las siguientes evidencias:

1. Zapatero ha cometido contra España el más grave atentado desde la guerra civil y ha destruido la legalidad de la institución parlamentaria. Aunque no ha cerrado las puertas del Parlamento y llevado las llaves en bolsillo, como el dictador Cromwell.

2. Zapatero, al reconocer la penúltima aspiración de ETA, hace irrisoria la negociación con el terrorismo. Le ha pagado ya el más alto precio político que podía concebirse: el derecho nacionalista a separarse de España.

3. Zapatero ha cometido un delito de lesa Majestad, al violar el símbolo de la unidad y permanencia de España, que el artículo 56 de la Constitución atribuye a la Corona.

4. El Rey Juan Carlos, con su ominoso silencio ante el golpe de Estado de Zapatero, ha dado un golpe de Majestad, contra la unidad de España y la institución parlamentaria, sin arbitrar ni moderar el funcionamiento regular de las instituciones (art. 56.1 CE)

5. El golpe de Estado de Zapatero y el golpe de Majestad de Juan Carlos, sitúan a las Fuerzas Armadas ante el mandato constitucional (art. 8.1) de garantizar la soberanía e independencia de España, de defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.

6. El MCRC se opone a que las fuerzas armadas intervengan militarmente en el proceso. Este asunto lo ha de resolver la sociedad civil española, en su conjunto, mediante un movimiento político, cuando llegue el momento.

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