La balsa de la Medusa. Théodore Géricault, 1819.

Nací en el año 1970, tenía cinco años a la muerte de Franco. Pues bien, tras las autocelebraciones y conmemoraciones de la Constitución y la «democracia», habiendo transcurrido ya casi medio siglo, sociológicamente, la práctica totalidad de los españoles sigue bajo el influjo y mentalidad del franquismo, marcando buena parte de su vida y sin que ni siquiera se percate de ello. En parte, a una buena dosis de temor que trae causa de cuarenta años de dictadura ideológica.

Si hacemos un análisis serio, riguroso y documentado, nadie puede negar que, como dijo el dictador antes de su muerte, quedó todo «atado y bien atado». Así, designó como su sucesor a la jefatura del Estado al otrora rey de España don Juan Carlos I, el cual, según las reglas monárquicas, traicionó a su padre don Juan de Borbón (contrario éste a Franco). De igual manera, y ya fallecido Franco, se convocaron unas elecciones a Cortes legislativas y los jefes de los partidos —desde el traidor Carrillo al autoritario Fraga, por no mencionar al protegido Isidoro (más conocido como Felipe González), liberales, democristianos, etc.— decidieron hacer un pacto que es un oprobio para la nación española. Ello supuso que de una pequeña comisión de esas Cortes salieran los denominados «padres de la Constitución» para que, sin ninguna legitimación ni carácter constituyente alguno, redactaran una constitución que rige desde 1978, y que, no obstante, si hablamos con propiedad, no puede denominarse constitución como tal.

Ello viene avalado por varias razones y hechos incontestables. Ya establecía la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa que para que exista constitución se precisan dos condiciones: la primera es la separación real y efectiva de poderes entre ejecutivo y legislativo. A nadie se le escapa que esos 350 diputados que ponen sus reales en el Congreso ningún español los elige de forma directa sino que se sientan ahí según la posición otorgada por el jefe de cada partido en una lista. El pueblo vota listas elaboradas por cada jefe de partido político y con mandato imperativo de dicho partido político. Todos los diputados, a su vez, y también bajo mandato imperativo, votan a favor del jefe que los ha instalado en esa Cámara, con los numerosos privilegios que ello conlleva. Por tanto, la primera condición no se cumple pues no hay separación de poderes, y además los elegidos a dedo por cada jefe o aparato de partido político deben mandato imperativo y obediencia ciega a dicho jefe.

La segunda condición sin la cual no puede existir una Constitución es que haya una representación política con mandato imperativo de los representados. ¿En qué se basa esta representación política? Pues sencillamente en crear distritos electorales de aproximadamente 100.000 habitantes. Cualquier nacional, con mayoría de edad y sin ningún tipo de impedimento especial, ha de tener la posibilidad de postularse como representante de su propio distrito. Segundo, que los diputados deben responder de que su actuación sea conforme al programa por el cual se le ha elegido ante los ciudadanos de su distrito. Si el representante no cumplen con lo prometido –que eso sí es un mandato imperativo del pueblo hacia ese representante–, a éste se le sustituye de inmediato por su suplente, de forma que ya no obedecerían a jefes de partido sino a sus representados que tienen el poder de expulsarlos en el caso de deslealtad a su compromisos.

En cuanto a la falta de legitimidad de las Cortes españolas de 1977. Debemos recordar la figura de Antonio García-Trevijano, que aglutinó a todas las fuerzas políticas opositoras a Franco, logrando que se comprometieran a una serie de principios democráticos básicos para formalizar la ruptura con el autoritarismo y promover un período de libertad constituyente que permitiera a los españoles elegir la forma de Estado y de gobierno. ¿Qué ocurrió? Pues que una vez muerto Franco los jefes de los partidos de la oposición traicionaron aquel compromiso para instalar una oligarquía de partidos o partidocracia, para repartirse el poder del Estado, y que unas Cortes formadas por el sistema proporcional de listas de partido, que impide la representación, y sin ser fruto de unas elecciones constituyentes, redactaran una constitución en secreto, maniobra clandestina descubierta y publicada por Pedro Altares, director de la revista Cuadernos para el Diálogo.

La constitución dió lugar a un Estado autonómico contrario a la realidad histórica y política de España. De aquellos polvos vienen estos lodos. El régimen de 1978 ha provocado el crecimiento exponencial de un separatismo que invoca un derecho de autodeterminación sin base jurídica alguna, que fue previsto por el Derecho internacional para el fenómeno colonial. Alegan que son una nación, que son republicanos, pero ocupando cargos públicos de la Monarquía de partidos, y con la colaboración y el pacto con todos los sucesivos presidentes del Gobierno de España, afectando gravemente a la conciencia nacional, creando en Cataluña una sociedad dividida. Todo ello por no mencionar la escandalosa intromisión de la política en los tribunales encargados de conocer de los delitos de rebelión y sedición.

En definitiva, en la Transición debería haberse llevado a cabo una ruptura con el pasado franquista, haber dado paso tras un periodo de tiempo razonable a que el pueblo español eligiera en referéndum entre las distintas formas de Estado y de Gobierno que se plantearan en ese período de libertad; para elegir posteriormente unos diputados constituyentes mediante el único sistema electoral válido, que elaboraran una constitución de acuerdo al modelo que resultara del referendum. Se optó por una «chapuza» que, aunque es evidente que ha supuesto un avance respecto a las libertades individuales, estas no están garantizadas, son derechos conferidos que igualmente se pueden suprimir, porque no están garantizados por una constitución democrática.

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