Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA

Que me perdone Bauman por el hurto intencionado de su expresión, mal que le pese, ya clásica, de su modernidad disuelta, o licuefacta (palabro que se me antoja más apropiado que el de la académica y correcta licua, quizás menos cercana de la real y sonora putrefacción que vivimos), que no es otra cosa, a mi entender, que el eterno tránsito entre lo clásico y lo barroco que advirtiera con tanto acierto Eugenio D’Ors hace ya décadas. Época barroca esta, la que vivimos. Pero España, como siempre sigue su senda innovadora de vanguardia. Mal hacemos en adelantarnos a nuestro tiempo con una persistencia dolorosa a lo largo de la Historia. Siempre a descompás de nuestra civilización y de nuestro entorno. Parece que no nos gusta seguir los derroteros ni los surcos de nuestros vecinos europeos, y como mula o buey, testarudos, nos salimos siempre de la normalidad para marcar una nueva tendencia; no por nuestro bien, ciertamente.

España se disuelve. Fue sólida como la que más. Baluarte de lo clásico, indagando en sus entrañas históricas para recuperar una solidez que le fue arrebatada desde el 98, para convertirse en Ella: España. Orgullosa frente a corrientes exógenas, se refugió en sí misma: en su tradición, su religión, en su bandera, en sus grades gestas…; recordó aquella España que sometió a medio Europa y dominó el universo conocido y desconocido, desbordando el Mare Nostrum por las Mares Océanas, haciendo verdad el clásico urbi et orbi del Imperio Romano. Esa España donde no se ponía el sol, y cuyo rico idioma hoy sigue dando fe de ello. Esa España que como Castilla, corazón de la Nación, hacía hombres y los gastaba. La España digna, recia, firme, sobria, que premiaba el esfuerzo y el trabajo, la honorabilidad y la honradez, el patriotismo y la entrega, y que cumplía la palabra dada: ni un hogar sin fuego ni una mesa sin pan, e iba más allá.

La España sólida devino líquida de la noche a la mañana; tarde, para los que la rodeaban o demasiado pronto o rápido para otros. En Europa aún se guardaba un cierto decoro conservador y clásico, pese a que las calles parecieran vociferar otra cosa de la mano de aquellos pijos barbudos sesentayochistas, cabreados con papá y mamá por tener coche e ir a la Universidad, un día cantando al Ché y otro escondiendo el Libro Rojo de Mao, antes de ocupar los puestos de responsabilidad que habría de corresponderles en el nuevo Orden. Eran los principios de una progresía elitista que hoy padecemos en forma de masa estúpido-amorfa nominalmente democrática, social y justa. Y en eso, nosotros cogimos la vanguardia a toda mecha. En un pispás, nos divorciamos, abortamos, cambiamos nuestra bandera, disgregamos el territorio e inventamos naciones y nacionalidades bajo un mismo techo; nos hicimos los reyes del pelotazo mientras alzábamos el puño en las cuencas mineras, y la jefatura del Estado, por fuerza monárquica, se declaraba republicana en una de sus chanzas tan bien conocidas. Y tan republicana: su vástago, heredero en nombre del llamado a suceder al Gran Delfín de Francia y del que fuera nieto de su Cristianísima Majestad, casaba con señora de aparente moyenne vertu y supuestamente reo de excomunión, con el plácet de la ultraconservadora Iglesia Católica de Rouco Varela que tanto concedía indulgencias como llamaba al orden y a la ortodoxia. Y así juró, laicamente, ante unas Cortes sin Cruz y sin Evangelios. Hoy nos indulta hasta de la bandera en sus discursos navideños. Decoración de Zarzuela cursi, apelando a no sé qué colores borgoñones con una flor de pascua a la siniestra, y, a la diestra, unas fotos de arrumacos con su Compañera en el avión de las FFAA que el Gobierno de España pone al servicio de Su Majestad para viajes oficiales, supongo –lo del avión de las FFAA, digo–.

La España líquida, licuefacta o liquidada en 36 años de esforzado olvido de sus tradiciones, dejó ver a los de la beautiful people arramblar con las arcas del Estado, con el beneplácito de la afición que veía en ello una España moderna, alejada de la sobriedad calificada de casposa por los que buscaban su hueco posibilista en las altas instituciones. Pues éstos eran merecedores de las mayores glorias de los nuevos tiempos en premio a sus denodadas luchas contra el agostado Régimen. Todos hubieron de correr delante de los grises, ya se sabe.

Eran tiempos donde los nobles y Grandes de España se descalzaban para bailar sevillanas, se hacían socialistas, y se dejaban ver por aquellas horteras fiestas marbellíes, mientras el presidente del Gobierno montaba una bodeguita en Moncloa y el cachondeo se instalaba en el Ministerio de Economía y Hacienda, y en el de Industria, para repartir entre amiguetes –privatizar, decían– los buques insignia de la hasta entonces octava potencia  industrial del mundo.

¡Ay!, qué razón tenía el tal Arfonzo, hoy tan jaleado por las altas instituciones democráticas con aquel a España no la va a conocer ni la madre que la parió. Orgulloso estará de su deconstrucción gastronómica de licuefacción hispánica que exportamos con tanta fruición bajo el palio de la Marca España.

 

Y en 2015, seguro que podemos pasar del Estado líquido al Estado gaseoso, adelantándonos de nuevo a toda Europa, en nuestra demencial carrera por ser los primeros en destruirnos. Eso sí que podemos hacerlo. La nación más antigua –dicen–, esfumada. Ciertamente, 2015 llega con ventoleras gaseosas, como digo: lo Barroco vence a lo Clásico, y Babel arrecia sobre Roma. Europa no nos salvará. Nosotros destruiremos Europa. No por el lado de los buenos, sino de los malos, pues no reivindicaremos valores ni cultura ni civilización ni Occidente. Curiosa jugada de la Historia, junto con nuestros hermanos griegos, puede que no dejemos piedra sobre piedra.

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