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domingo 21 diciembre 2025
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Carta II: La igualdad que estrangula la libertad

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Estimado lector:
‘Crónicas de un cadáver adornado’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta al Omar ibn Hassan, viajero persa que desmonta los mitos democráticos de Europa con ironía coránica y bisturí trevijanista.

El espejismo europeo que confunde justicia social con democracia

Querido hermano Naser al-Din:

En el zoco de Barcelona —donde los indignados venden sueños revolucionarios junto a pulseras hippies—, un joven de rastas enmarañadas como serpientes me dijo: «Aquí construimos la verdadera democracia: sin jerarquías, sin propiedad». Lo seguí a un edificio ocupado llamado «Utopía 3.0», donde el olor a cannabis y pizza fría se mezclaba con gritos sobre «opresión capitalista». Observa, hermano mío, cómo estos europeos han convertido la noble aspiración a la igualdad en un látigo contra la libertad. Hoy te demostraré que su «democracia social» es el ataúd donde entierran la democracia política.

El joven, que respondía al nombre de «Libre» (¡ironía que hasta un asno del desierto detectaría!), me presentó su asamblea horizontal. «Aquí todos decidimos todo», proclamó mientras un camarada barbudo imponía el orden del día. Trevijano, ese lúcido español que estudiamos en Isfahán, lo anticipó: los europeos confunden democracia política (reglas para controlar el poder) con democracia social (quimera igualitaria). En su obsesión por el igualitarismo, han creado monstruos: Estados que reparten migajas sociales mientras los partidos saquean las instituciones como beduinos en caravana desprotegida.

Te relataré una escena reveladora. Durante la asamblea, una mujer propuso turnos para limpiar los retretes. «¡Eso es fascismo!» —gritó un tipo con pañuelo palestino—. Tras tres horas de discusión estéril, los baños seguían siendo un pantano. ¡Oh sabio al-Farabi! Cuánta razón tenías: «La justicia sin orden es como un mercado sin reglas: todos venden nada». Estos jóvenes, hermano, son víctimas de la gran trampa ideológica que Trevijano denuncia: la izquierda europea levantó la bandera de la democracia social contra la democracia política. Buscaban igualdad en el reparto del botín, mientras entregaban las llaves del reino a oligarcas con bandera roja.

En un rincón, una chica traducía a Marx a lengua de signos. «El Estado burgués es la dictadura del capital», afirmaba. Le pregunté: «¿Y vuestro centro okupado? ¿No es acaso la dictadura de los que gritan más fuerte?». Su silencio fue la respuesta. Europa, hermano, vive la paradoja más grotesca: mientras derriban estatuas de colonizadores, arrodillan su libertad ante nuevos sacerdotes: los expertos en igualdad, los comisarios de lo políticamente correcto. Trevijano lo sintetiza con precisión: «La democracia social ha sido el gran obstáculo igualitario […] contra la posibilidad misma de la democracia política».

Fíjate en el engaño: llaman «conquistas sociales» a lo que un burócrata otorga y otro puede arrebatar mañana. Como el Estado de bienestar que ahora desmantelan —«concesión desde arriba», diría Trevijano—, no surgido de instituciones libres. ¡Contrástalo con nuestra shura! En la tradición islámica, consulta y justicia son dos pilares de un mismo templo. Ellos los han separado: regalan justicia social como limosna, mientras venden la consulta política al mejor postor.

Aquella noche, «Libre» me confesó entre vapores de hachís: «Odiamos el parlamento, pero queremos sanidad universal». ¡Ah, hermano! Qué bien retrata su esquizofrenia: anhelan los frutos de la libertad política (derechos sociales estables) mientras dinamitan sus raíces (instituciones representativas). Como quien quiere higos sin plantar higuera. Trevijano lo explica con amarga claridad: «Lo que se concede desde arriba […] desde arriba se puede revocar». Sin democracia política, hasta la justicia es un juguete en manos de cínicos.

Al despedirme, vi pintado en un muro: «¡Viva la democracia real!». Pregunté a «Libre» qué significaba. «Que el pueblo mande», respondió. «¿Y cómo se revoca a un mal gobernante aquí, en vuestra asamblea?». Su risa incómoda fue más elocuente que cien tratados. En ese instante comprendí la profecía de Trevijano: Europa ha creado un espejismo moral. Creen que la pureza de los fines (igualdad) santifica la vileza de los medios (oligarquía partidista). Como si un médico usara veneno para curar la fiebre.

Conclusión:
Mientras caminaba hacia la mezquita de Barcelona —isla de cordura en este mar de confusiones—, recordé las palabras de nuestro poeta Saadi: «Quien construye su casa sobre sombras, habita en el reino de la intemperie». Europa ha edificado su justicia social sobre las arenas movedizas de la tiranía partidista. Cuando llegue la tormenta (¡y Trevijano anuncia su cercanía!), veremos si entienden que sin libertad política, la igualdad es solo un pastel de barro: hermoso a la vista, pero veneno al paladar.

Tu hermano que ve trampas donde ellos ven alfombras rojas.
Sheij Omar ibn Hassan.
*Barcelona, a 17 de Rajab de 1419*

Anomalías y soluciones (II)

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Continuando con las «anomalías» del sistema que impiden la independencia de la Justicia, y si bien la eliminación del Tribunal Constitucional (TC) contribuye decisivamente al avance de esta última, tal medida por sí sola resulta insuficiente. A la atribución de competencia sobre la materia constitucional a los juzgados y tribunales ordinarios, deben sumarse otras, que a modo de guía sintética y por su utilidad —pese al detrimento de calidad periodística— son las siguientes:

1. Sustitución del CGPJ por un Consejo de Justicia, cuyo presidente sea elegido por todo el mundo del derecho. Desde jueces y magistrados, pasando por abogados, procuradores, peritos judiciales y fiscales, así como personal funcionario de la Administración de Justicia, notarios, registrados y profesores de las facultades de derecho.

2. Independencia económica del Consejo de Justicia, mediante un presupuesto elaborado por el mismo y sometido a la aprobación y enmienda de una comisión mixta formada por miembros escogidos a partes iguales por la Asamblea legislativa y el Ejecutivo.

3. El control deontológico, de acceso a las profesiones libres del derecho (abogados y procuradores), de honorarios, la justicia gratuita y turno de oficio dependerán de la Sala de Gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia de cada demarcación, quedando los colegios profesionales como asociaciones de libre adscripción.

4. La fiscalía y la judicatura se unifican como una sola carrera a la que se accede exclusivamente por oposición, siendo una u otra simples puestos de destino. El puesto de fiscal general del Estado debe desaparecer.

5. Desaparición del Ministerio de Justicia y las consejerías autonómicas del ramo. Sus competencias han de quedar en manos del Consejo de Justicia.

6. Creación de una auténtica Policía judicial que no dependa del Ministerio del Interior, sino del Consejo de Justicia y al servicio exclusivo de jueces y magistrados para la investigación criminal, diferenciando así la función de policía represora del delito, de la investigadora de las causas judiciales una vez incoadas.

Esta independencia de la facultad judicial del Estado, no supone poder ilimitado. Dentro de la jurisdicción hay varias de las denominadas «profesiones» (jueces, abogados, funcionarios…), todas ellas con su estatuto propio e intereses contrapuestos, que se compensan y dirimen precisamente a través de su integración en la misma, por las instituciones jurisdiccionales y por la elección conjunta del presidente del Consejo de Justicia.

El control externo a la Justicia es múltiple. Además de la vigilancia y función estatal de policía (policía administrativa) se sigue a través de la potestad legislativa de la cámara y también con la aprobación presupuestaria de su economía de forma mixta, entre otros mecanismos.

El peligro de corporativismo de los «altos estamentos judiciales» queda neutralizado por la propia proporción de los electores del censo electoral específico de la Justicia en la que los miembros de la élite son franca minoría. Sólo hay que darse cuenta de la proporción entre jueces y secretarios y personal administrativo de los juzgados. El voto de cada uno de éstos vale lo mismo, neutralizándose cualquier posibilidad de corporativismo.

En USA y los países de derecho anglosajón en que el derecho es de producción consuetudinaria y no codificado la intervención de los ajenos al mundo de la Justicia está justificada precisamente por esa forma de creación del derecho. Es el precedente y no la ley la que rige la construcción jurisprudencial, por lo que queda justificada la integración electoral de toda la ciudadanía. Sin embargo en nuestro derecho, de origen romanista y codificación a la francesa, la jurisprudencia no es fuente del derecho (artículo 1 del Código Civil) sino que sólo sirve de guía interpretativa de la ley que se aplica con carácter técnico. Ello impide su creación consuetudinaria más allá de los principios generales del derecho y la costumbre supletoria. Por eso se precisa de un cuerpo electoral también técnico que sea controlado por la ciudadanía ex ante al ser ésta quien nombra con mandato imperativo a los legisladores que fijan las normas de acceso a tal cuerpo técnico y la pérdida de la condición de miembros de la jurisdicción.

Pero aún existe otro control externo. Y es la institución del jurado en el ámbito del enjuiciamiento de la prevaricación, el cohecho y en general los delitos cometidos por los políticos, funcionarios y jueces en el ejercicio de sus funciones. Actualmente, la generalización del jurado en el proceso penal y sobre todo para los delitos más graves es fruto de una moda más extraña a un derecho codificado de origen romanista, como es el nuestro, en el que el precepto legal determina el ilícito y sus consecuencias y no el precedente. Se trata de una institución característica de los países anglosajones, con derecho consuetudinario.

De la mima forma que en estos sistemas jurídicos la elección de los cargos en la fiscalía y judicatura por votación popular es lo característico, nuestro derecho codificado exige como regla general un enjuiciamiento por técnicos. Sin embargo el jurado sí y sólo quedaría justificado en los presupuestos en que el bien jurídico lesionado fuera general y no individualizable, es decir, en aquellos delitos cometidos contra los intereses generales de la sociedad civil, como el cohecho, la prevaricación o el tráfico de influencias, así como en general los cometidos por funcionarios públicos, jueces o políticos en el ejercicio de sus funciones.

Alta velocidad y larga espera: un país incendiado donde la culpa siempre es de los otros

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Este mes de agosto en el que, como suele ser habitual durante el periodo estival, las noticias escasean y los escándalos de corrupción ya son cosa del pasado, el twitterólogo a tiempo completo Óscar Puente se está dedicando a incendiar la red social Twitter para reírse de los afectados por los incendios. Una muestra más de que cuando ocurre una desgracia, la prioridad de la clase política española no es solucionar el problema, sino aprovechar la catástrofe para polarizar aún más a la sociedad e intentar sacar rédito político de la situación. Mientras España arde hasta las cenizas, canalizan las tensiones sociales con sus tweets, echando gasolina en las redes y la culpa «los unos» a «los otros».

La adicción a las redes sociales del ministro de Transportes y Movilidad Sostenible de España —cuanto más inútil, más largo es el nombre— sería irrelevante si no fuera por el deterioro y la falta de mantenimiento de la red ferroviaria que depende de su gestión, lo que está ocasionando los retrasos e incidencias a los que ya empezamos a estar acostumbrados. El calor veraniego hace que el metal de los rieles se dilate, causando varios problemas en las vías, lo que unido a la falta de mantenimiento hace que vibren y se deformen, con el riesgo de descarrilamiento que ello conlleva. Por eso, los maquinistas se han visto obligados a reducir la velocidad de los trenes entre 50 y 85 km/h.

Si Puente dedicase a Renfe una décima parte de la energía que destina a sus poco ingeniosas publicaciones, seguramente las estaciones de tren no estarían colapsadas de viajeros atrapados esperando a sus trenes de alta velocidad y larga espera. Al menos, cuando se acuerden del ministro, les quedará el consuelo de poder leer sus tweets, pero lo que ya no podrán hacer es reclamar la devolución del importe de su billete con las mismas condiciones que hace un año. Efectivamente, hasta el 1 de julio de 2024 los retrasos en larga distancia de más de media hora eran indemnizados con el 50% del importe del billete y los de más de una hora con el 100%. Sin embargo, a partir de esa fecha sólo se indemnizan los retrasos de como mínimo una hora, con el 50%, debiendo transcurrir más de 90 minutos para recuperar el importe íntegro del billete.

El Estado de partidos no ha parado de expandirse desde 1978 —se calcula que en 1978 había 765000 empleados públicos y en la actualidad hay casi 3’5 millones, suma que va en aumento—. Algunos, por ignorancia o mala fe, hablan de Estado fallido, pero el Estado, cuando quiere, es una máquina eficiente, como demuestran los récords históricos de recaudación que está batiendo Hacienda. Sin embargo, aunque los impuestos no han parado de subir, el gasto en prevención de incendios forestales ha sido reducido en un 51% en los últimos años con los Gobiernos del PSOE y el PP. El resultado es el de siempre: la duplicidad del gasto propia del Estado de las Autonomías no multiplica por dos el bienestar de los contribuyentes, sino que divide a la mitad la eficiencia de los servicios públicos y da excusas a los políticos para eludir responsabilidades, echándose la culpa los unos a los otros, sobre todo aquellos twitteros más empedernidos. Pero, cuando no echan la culpa a la cogobernanza lo justifican con el mantra del cambio climático antropogénico.

No obstante, es curioso que en las cumbres del calentamiento global, pese a la amenaza climatológica, las elites viajen en aviones y jets privados a los palacios de lujo donde deciden los impuestos que van a imponer a los trabajadores. Allí no se habla de prevenir incendios, pero sí de cómo controlar al ciudadano de a pie. La iglesia de la calentología es eficiente al calcular minuciosamente lo que contamina el coche de cada trabajador, pero olvida calcular el gasto de los aviones gubernamentales; debe de ser que desde sus despachos y laboratorios de ideas financiados con capital privado son eficientes dictando a los agricultores y ganaderos cómo deben gestionar el entorno rural, pero estériles a la hora de recordar al Gobierno de España que no es buena idea reducir el gasto en prevención de incendios forestales.

Es lo bueno que tienen los enemigos que, como el cambio climático, son invisibles. A la clase política le encantan, pues permiten recortar derechos, imponer impuestos y vender un relato catastrofista, a la par que posibilitan recortar el gasto público en prevenir el apocalipsis. Estos enemigos, además de intangibles, son particularmente selectivos, puesto que en este caso se han cebado con los parques naturales —futuros yacimientos mineros— de la zona noroeste de la península ibérica —casualmente la más húmeda—.

La falta de planificación a largo plazo, la ineficiencia administrativa y la ausencia de preparación de los políticos —por mucho currículum que adornen o falsifiquen— no son un fallo del sistema sino que son características idiosincrásicas del Estado de partidos que padecemos en España. Cuando el poder no tiene control, tampoco tiene límites. Y cuando un señor como Óscar Puente es ministro (poder ejecutivo) además de diputado (poder legislativo), como ocurre con muchos miembros del Gobierno, es solo una prueba más de que no hay separación de poderes. Eso explica que pueda estar jactándose de los damnificados por los incendios sin ningún tipo de responsabilidad. Lo mismo aplica para los dirigentes autonómicos, como ya sabemos por experiencias anteriores como la DANA. Mientras ellos se esconden en restaurantes de lujo o disfrutan sus vacaciones en palacetes, a los bomberos les reparten bocatas de mortadela.

Hasta que no se derribe el régimen del 78 y su Estado de las Autonomías, seguiremos atrapados esperando trenes que no llegan, mientras unos apagan fuegos y otros incendian las redes sociales.

Anomalías y soluciones (I)

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Pasados ya catorce años, en junio de 2011, antes de comenzar su conferencia en la Universidad Ramón Llul, el anterior presidente del Tribunal Constitucional (TC) don Pascual Sala admitía ante los periodistas que el Alto Tribunal presentaba ciertas «anomalías» por el retraso en la renovación de sus magistrados, a propuesta de los partidos, pero negaba que se tratara de un «órgano secuestrado» como su vicepresidente don Eugenio Gay manifestara tras su dimisión en grado de tentativa.

Lo que sin embargo es una anomalía es la propia existencia del órgano que el señor Sala presidía por aquel entonces. Es una anomalía al principio de unidad de jurisdicción, es una anomalía a la independencia judicial, y es desde luego una anomalía al principio de separación de poderes en que debe sustentarse todo sistema político que se reclame democrático. Una anomalía que, como matrioska, se inserta y vive dentro de la Gran Mentira de la parajusticia partitocrática. En el presente artículo y en el siguiente se ofrecerán las soluciones tangibles que deben adoptarse con resolución para acabar con un sistema judicial que en sí mismo es una anomalía.

Comenzaremos por lo que refiere al propio TC, que debe desaparecer inmediatamente: La inconstitucionalidad de la ley, acto administrativo o resolución judicial debe poder ser declarada por cualquier juzgado, creándose una Sección Especial en el Tribunal Supremo que resuelva en firme como última instancia por vía devolutiva de recurso. La existencia de un tribunal político elegido por los partidos supone el filtro último de su voluntad, absolutamente impresentable. Además, niega el principio de unidad de jurisdicción por el que el mismo imperium estatal (fuerza ejecutiva) reside en la firmeza de las resoluciones judiciales de todos los tribunales y juzgados, independientemente de su jerarquía.

La desvergüenza de Sala era inigualable, ya que a la vez que echaba balones fuera apelando a la responsabilidad de los partidos, negaba siquiera la posibilidad del mandato vitalicio de jueces y magistrados del TC, como ocurre en la jurisdicción ordinaria, excusando que se trata de «algo más propio de la cultura judicial anglosajona que de la europea». Claro que nada oponía a la generalización de otras instituciones, como el jurado, cuya implantación a discreción en nuestro ordenamiento es fruto de una moda televisiva exclusivamente norteamericana.

En algo había que darle la razón a don Pascual: que nuestro sistema es ejemplo de la cultura judicial europea de la posguerra, que descansa en el control absoluto por los partidos del Estado, Justicia incluida, según resulta consagrado por la nefasta jurisprudencia del Tribunal de Bonn y el inefable Leibholz.

Carta I: Los tramposos del tablero europeo: sobre el arte de llamar democracia a la oligarquía de partidos

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Estimado lector:
‘Crónicas de un cadáver adornado’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta al Omar ibn Hassan, viajero persa que desmonta los mitos democráticos de Europa con ironía coránica y bisturí trevijanista.

Querido hermano Naser al-Din:

Desde que mi camello holló este pútrido continente llamado Europa, no ceso de evocar las palabras del sabio al-Ghazali: «El pez no descubre el agua hasta que la arena le quema las agallas». Estos occidentales nadan en un océano de ilusiones políticas cuyas orillas —¡ay!— son acantilados de mentira. Hoy te desvelaré su pecado capital: llamar democracia a lo que en Qom reconoceríamos al instante como oligarquía de ladrones con corbata.

Paseaba ayer junto al Sena (¡que Alá purgue sus aguas de versos decadentes!) cuando un catedrático de la Sorbona —cargado de títulos y vacío de lucidez— me confesó: «Nuestros jóvenes ya no creen en la política». Le respondí con Ferdousí: «El árbol podrido atrae gusanos, no pájaros». Su silencio olía a naftalina ideológica. ¿Cómo creer en un sistema donde los partidos —esas cofradías de trepas— han convertido el Estado en su harén privado? García-Trevijano, un pensador ibérico que lee a Tucídides como nosotros al Hafiz, lo denuncia: «Estado de partidos». Jaula dorada donde la voluntad popular es engordada con retórica hasta el sacrificio.

Te estremecería, hermano, la mecánica de su fraude. Estos demócratas han inventado un dualismo demoníaco:

  • Democracia empírica: Su sistema corrupto.
  • Democracia normativa: Un fantasma inalcanzable.

¡Como si un tahúr moviera piezas a su antojo y llamara «ajedrez en evolución» a su timo! Trevijano desmonta la farsa: Las reglas democráticas son como las del ajedrez: constitutivas o inexistentes. No hay término medio entre juego limpio y estafa.

Pero lo más vomitivo es su teatro de la obediencia. Los ciudadanos votan como quien tira dados cargados, sabiendo que el resultado se pacta en sótanos del poder. Trevijano lo desnuda: «El engaño ideológico hace creer que obedecer al gobierno es obedecer a los jefes de tu tribu partidista». ¡Vergüenza debería abrasarles! Hasta el mendigo más ruin de Samarcanda sabe que obedecer no es arrodillarse.

En el bazar de Bruselas —donde se venden sueños comunitarios a precio de saldo—, un joven idealista gritaba: «¡Por qué toleramos corruptos!». Un viejo escéptico respondió: «Porque el pueblo tiene los gobernantes que merece». ¡Error letal, hermano! Como sentencia Trevijano: «Donde hay gobiernos corrompidos no hay democracia». La corrupción no brota de la libertad, sino de su ausencia.

Recuerda las lecciones de Ibn Khaldun: «Cuando la tiranía se viste de costumbre, la rebelión viste de locura». Europa lleva dos generaciones anestesiada: primero por los horrores bélicos, luego por el consumo obsceno. Pero Trevijano —con mirada de astrónomo persa— profetizó un terremoto juvenil hacia 1998-2000. Maastricht no fue un tratado, hermano: fue el ataúd sellado de su soberanía.

Al anochecer, en un café de Montmartre, un excomunista me susurró entre vapores de absenta: «La izquierda sacrificó la democracia política en el altar de la quimera social». ¡Verdad como un puñal! Persiguieron igualdades etéreas mientras los partidos devoraban instituciones. Ahora entiendo por qué Trevijano compara el sistema con el «vaso impuro de Horacio»: todo lo que toca se pudre.

Parto hacia Aquisgrán, donde murmuran que Carlomagno aún agita sus cadenas en la tumba. Al empacar mis libros, la sentencia de Al-Hallaj me atraviesa: «La peor prisión es aquella cuyos barrotes no se ven». Los europeos se creen libres porque eligen cada cuatro años entre carceleros con distintos eslóganes.

Si Montesquieu resucitase, reconocería en esta «democracia» la misma tiranía muelle que denunció en los serrallos otomanos. Pero al menos nuestros sultanes no disfrazan de libertad el látigo. Aquí el engaño es tan perfecto, que hasta los esclavos bendicen sus cadenas llamándolas «derechos humanos». ¡Que Alá nos guarde de tan letal maya!

Tu hermano que camina entre espejismos.
Sheij Omar ibn Hassan.
*París, a 12 de Jumada al-Akhira de 1419*
Próxima parada: Barcelona, donde la igualdad estrangula la libertad.

Del elogio o el silencio

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El elogio hundió sus raíces en la finura de espíritu. Extraña planta que nunca arraigó en suelo patrio. Se diría que el español nació abrazado a la envidia como motor de su bajo espíritu y vive y vivió toda su vida aferrado y dominado por ella.

Se nace o no con el don del elogio. Elige bien los espíritus que adorna. Porque no solo es reconocimiento o gratitud. Habla mucho más de quien lo expresa que de quien lo recibe. De ahí que el maestro Trevijano hablase del elogio al elogio.

Porque, efectivamente, quien elogia algo elogiable, tiene su mirada puesta y clavada en la grandeza de su propio espíritu; no mira a los lados; sigue su camino con la mente siempre en las estrellas; y ese orgullo que es virtud, permite reconocer a los iguales en el camino. Esas otras antorchas encendidas en la noche oscura y larga en la que buscan lo mejor. Con la mirada y la mente siempre puesta en la libertad política.

El que reconoce al igual merece el elogio. Senda vedada al español. Pertinaz en una bajada a los infiernos en la que solo cuenta la bajeza moral. En esa carrera, cada generación supera a la anterior. Más cerca de la meta infernal. Incapaz de ver más allá de si alguien le adelanta en su depravada carrera a la nada.

Sin virtud no hay elogio. El alma podrida envidia. Y la española grita y envidia.

Y vive cobijada por la tristeza. Tristeza por el bien ajeno y por la virtud lejana. No soporta el progreso moral del que merece elogio. El envidioso nunca vive una vida verdadera y auténtica. Vive volcado en la vida del ajeno que trata de destruir.

Hace tiempo que el español quebró su identidad. Se perdió en las generaciones pasadas lo que alguna vez nos definió. Los genes de cortesía y audacia, caballerosidad y nobleza, no podían nacer en los espíritus serviles, resignados a una dictadura primero y vendidos a la mentira de la Gran Mentira del 78 después.

España dejó de ser tierra de elogio. Su tierra dejó de ser terreno fértil para la magnanimidad del elogio. Las almas tibias callaron. Las valientes murieron o huyeron al exilio interior. O exterior.

Un espíritu noble anima, enciende a los iguales, ayuda al que se nubla un momento. Mantiene el rumbo y con afines salva a su generación.

Pero en la ausencia de elogio, o de reconocimiento, se siembran, crecen y arraigan los dos grandes vicios del español. Verdaderas pasiones de la no libertad. Su antítesis: la envidia y la vulgaridad de espíritu.

Todo es grito, ruido y exhibicionismo del mal gusto, vida impúdica que a ningún espíritu escogido importa. No hay espacio para el elogio verdadero. La vida buena renacerá del silencio, de la desconexión de lo conectable, verdadera prueba del alma distinguida. Las almas laocráticas tendrán que recorrer el camino que las lleve del silencio al elogio verdadero.

Legislación, jurisdicción y república constitucional (II)

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Si los legisladores fueran auténticos representantes de la ciudadanía, las leyes que estos propusieran y aprobaran responderían eficazmente a las necesidades sociales. La demanda social de regulación de nuevas situaciones antes inexistentes se plasmaría en la propuesta legislativa correspondiente, cubriendo el vacío legal. En el Estado de partidos, donde estos son los únicos agentes políticos, la producción normativa se caracteriza por la extravagancia ideológica del posmodernismo, obedeciendo sólo a razones particulares de clase política como la permanencia en el poder, el impacto mediático o la simple originalidad en la resolución de conflictos.

Las sentencias que dictan los juzgados y tribunales, inseparados del poder político, adolecen de la correlativa extravagancia, siendo, como son en muchas ocasiones, la simple consecuencia de la norma en vigor, por mucho que luego escandalicen a la opinión pública. Si el control político del funcionamiento de la Justicia como mero departamento administrativo del poder resulta evidente y fácilmente demostrable por grosero e indisimulado, los efectos de la ausencia de representación en la producción normativa son aún más perniciosos. Sin auténtica representación, la cadena de lo legal y lo justo se rompe irremisiblemente.

Cuando las cámaras legislativas representan a los partidos y no a los ciudadanos, su producción normativa obedece tan sólo a los intereses ideológicos de aquellos, dejando sin respuesta jurídica las necesidades sociales. Entonces el derecho y la sociedad corren caminos no sólo dispares, sino opuestos, debido a la propia naturaleza coactiva de la ley positiva. Leyes absurdas o contrarias a los más básicos principios generales del derecho se interpretan al hilo de una jurisprudencia servil y dependiente, que necesita retorcer la letra y el espíritu de la norma para darles validez o aun su posible aplicación, siempre mirando y buscando el aplauso de la mayoría de turno.

Desde Estatutos de Autonomía imposibles, hasta la lesión del principio básico de igualdad por razón de sexo a la hora de castigar el crimen, representan una voluntad ideológica, la partidista, ajena a necesidades sociales claras, ya que, por su propia irrepresentatividad, los legisladores carecen de la información eficiente siquiera para intuirlas. Por la misma razón, las lagunas legales son la regla y no la excepción, siendo especialmente apreciables en el ámbito de las nuevas tecnologías, donde esa información imprescindible se genera a una velocidad de vértigo, es difícilmente articulable y notablemente más dispersa.

Si perdemos la capacidad para sobrecogernos cuando el analfabetismo de los gobernantes de esta monarquía de partidos es seguido por una entusiasta salva de aplausos de un público entregado, todo habrá acabado. Pero si además la farfulla analfabeta del iluminado o iluminada, por utilizar la dualidad políticamente correcta, atenta directamente contra los más básicos principios que el ordenamiento jurídico establece para la protección de las mínimas garantías personales, y permanecemos callados, seremos no ya cómplices o encubridores, sino autores por omisión.

Legislación, jurisdicción y república constitucional (I)

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La independencia judicial no se podrá alcanzar nunca si la facultad jurisdiccional se subordina al poder político en la elección de sus órganos de gobierno. Además, esa independencia funcional queda vacía de contenido si no existe una correlativa independencia económica garantizada al margen del decurso político, ni si la investigación penal se encarga a la policía administrativa dirigida por los mismos titulares gubernamentales encargados de la represión delictual y seguridad interior.

Una de las consecuencias de la falta de independencia judicial es la impunidad de la corrupción política. La contención del poder político por parte de la Justicia sólo puede estar legitimada por la representación de la sociedad civil gracias a mecanismos, verdaderamente representativos, de producción normativa, sustituyendo al arbitrario y desfasado concepto de orden público —aún presente en el vigente ordenamiento jurídico—.

Así la ley, por fin manifestación de la voluntad ciudadana, junto con la elección democrática del órgano de gobierno de los jueces de forma mayoritaria por el amplio cuerpo electoral técnico de todos los operadores jurídicos —no sólo magistrados—, canalizaría los intereses contrapuestos que se crean en el ejercicio de esa facultad estatal ordenando su vida diaria, que queda así higiénicamente constreñida al ámbito de actuación que le es propio y ningún otro más, evitando a la vez tanto las perniciosas injerencias políticas, como el juicio social paralelo y preconcebido, por muy repugnante que sea el ilícito juzgado. Sin esa sincronía entre la ley y la representación, el concepto de Estado de derecho queda reducido a su simple equiparación con el de imperio de la ley positiva, sin importar la forma de producción normativa ni su control constitucional efectivo.

Nada que ver con su enunciación original (Rechtsstaat) por Robert Von Mohl en su brillante formulación para conseguir la limitación del Estado policía. Para darnos cuenta del actual significado raquítico del término, hoy de tan manido uso propagandístico, ha de contrastarse con la definición de Adams de «República de Leyes». En este último concepto es pieza clave el deber de obediencia a la norma como consecuencia ineludible de su producción a través de verdaderos representantes de la ciudadanía mediante los mecanismos de propuesta y promulgación legislativa. Sólo en la medida en el que intervienen en ese proceso representantes con mandato imperativo de los ciudadanos, exclusivamente, la norma alcanza su carácter coercitivo.

Ejemplares Estados de derecho, desde la actual y devaluada concepción posmoderna del término, serían la Alemania nazi o la URSS de Stalin, donde la sujeción de la sociedad a la legalidad estatal era de una pulcritud insalvable, sin importar, eso sí, ni su contenido ni su forma de producción. La conducta torticera del legislador, al escondite de la relevancia de una norma despegada de la sociedad por su propia falta de representación, se materializa en la utilización de «puertas traseras» para producir leyes que obedecen al interés particular de los sectores favorecidos por el poder político de turno, ajeno así a cualquier lealtad institucional. Las famosas leyes de acompañamiento a las presupuestarias han sido claro ejemplo de cómo «de rondón» se erige en legalidad la arbitrariedad del poder político sobre materias de enorme trascendencia, hurtando a la sociedad civil del imprescindible debate público.

Estado: origen de la forma histórica de lo político (y V)

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Conclusión: lo que es el Estado

El proceso complejo de institución de la forma histórico-política Estado resumido en los apartados anteriores resulta en una forma político-jurídica soberana, secularizada y «mecanicista», una «comunidad particular» de «un orden centrado en sí mismo»[i]. Un Estado de paz que excluye el derecho de resistencia y la violencia «legítima» (y legal) y establece reglas —con forma de normas— que normalizan su actividad[ii], y ordena lo social en perspectiva estatalista.

Es un «macrocosmo unitario che tende a porsi come struttura globale munita d’una volontà onnicomprensiva»[iii] que supone «el triunfo del particularismo, la burocratización (construida gradualmente en la medida que aumentó la complejidad estatal), el mecanicismo político con su neutralidad y la despersonalización del poder», «sustitución del pueblo natural por la sociedad», «el paso de la concepción natural de la existencia humana de un orden objetivo universal a la de un orden artificial» y, especialmente, la superioridad «de la potestas sobre la auctoritas; del poder sobre la verdad del orden natural»[iv].

La implantación institucional del Estado supuso el paso del orden (medieval) a la ordenación (moderna) político-jurídica. Su «artificialidad» se refiere a la formalización racional de las instituciones, «hecho a fuerza de razón»[v]. No es que con anterioridad al Estado el orden político fuera ontológicamente «natural», es decir, instituido sin mediación de voluntad humana, sino que la mitificación como medio de comprensión del mundo suponía su adaptación política, configuradora de los esquemas de poder —bien como «transfiguración» del poder, bien como justificación comprensiva de la relación mando obediencia (por qué obedecer a otro que se afirma como mandante)—[vi].

Es, pues, una forma política sin precedentes. Autoafirmada, lo puede todo. Ya no existe otro orden social que el territorial —después nacional—, ni otro orden jurídico que el ordenamiento —en forma de legislación—, ni otro poder que el estatal monocéntrico. Aun cuando permanecieron elementos laicos, civiles, estaban subordinados al orden del Estado que monopoliza el deber ser con su ser.

En tanto que totalizador deviene uniformador y se configura, en su propia lógica, «una volontà totalitaria che tende ad assorbire e a far sua ogni manifestazione almeno intersoggettive che in quel territorio si realizzi»[vii]. La tendencia «naturelle» del poder a «sa croissance»[viii] se constató en un proceso de monopolización sin precedentes. Ocupaba, a principios del siglo XVIII, el lugar —al menos terrenal y finalístico— de Dios, se autoidentificaba con el orden natural y jurídico de la sociedad circunscrita al territorio y disponía de los medios técnicos, materiales, humanos y financieros para la violencia (legal y legitimada). Aún más, y sobre todo, era ya soberano[ix].


[i] Dalmacio Negro, Gobierno y Estado, VIII, p. 59, Madrid, Marcial Pons, 2002.

[ii] Ibid., X, 1, p. 72.

[iii] Paolo Grossi, «Un diritto senza Stato: La nozione di autonomia come fondamento della costituzione giuridica medievale», II, p. 270, Quaderni Fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, Núm. 25, 1996, 267-284 (trad. española de Ana Matilde Kissler Fernández, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, N.º. 9, 1997, pp. 167-178).

[iv] Dalmacio Negro, Sobre el Estado en España, 2, pp. 19-20, Madrid, Marcial Pons, 2007.

[v] Francisco Javier Conde, «Sociología de la sociología II: La revolución. Constitución del orden por concurrencia», p. 242, recogido en Escritos y fragmentos políticos, vol. I, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1974, pp. 233-260 (original en Revista de Estudios Políticos, N.º 65, septiembre-octubre, 1952, pp. 15-36, cita en la p. 21).

[vi] Vid. Manuel García-Pelayo, Los mitos políticos, Madrid, Alianza, 1981. Esta obra, como algunas otras citadas, es una recopilación de estudios. Como introducción general a la cuestión del mito y la mítica políticos, véase el primero titulado «Mito y actitud mítica en el campo político» (original de 1974). Sobre la «transfiguración», «referido al descubrimiento de las relaciones de poder» («Prólogo», p. 9), véase el segundo: «La transfiguración del poder» (original de 1957). Los restantes cuatro estudios tienen como objeto mitos políticos concretos, «el reino feliz de los tiempos finales», «la lucha por Roma», «el Reino de Dios» y «las culturas del libro».

Baste como síntesis de la perspectiva de García-Pelayo sobre el mito político la siguiente cita del Prólogo: «estimo que con mayor o menor patencia, manifiesto o soterrado, en formas simples o complejas, el mito está siempre presente o a punto de irrumpir como una fuerza movilizadora de la acción política». Continúa, «la mentalidad mítica es una forma de percepción y de posición ante las cosas que no deja tampoco de estar permanentemente presente». Y concluye que aunque ambos fenómenos sean «opuestos a la razón», «no impide que en la realidad de las cosas o bien la razón instrumental esté al servicio de una imagen o de un substratum mítico, o bien que razón y mito se encuentren amalgamados en unas mismas actitudes o estructuras de la realidad política» (p. 10).

[vii] Paolo Grossi, «Un diritto senza Stato…», Opus cit., II, p. 270.

[viii] Bertrand de Jouvenel, Du Pouvoir: Histoire naturelle de sa croissance, Ginebra, Les Éditions du cheval ailé, 1945.

[ix] El proceso de formación del Estado como soberano expuesto es una síntesis sistemática y político-institucional, más que conceptual o discursiva. No se pretende sugerir que es un proceso lineal con un final inevitable, sino un proceso complejo heterogéneo y que se puede formalizar con tipos ideales y referencias historiográficas [Michael Stolleis, «La idea del Estado soberano», 4, en el compendio en español La textura histórica de las formas políticas, pp. 13-35, traducción de Ignacio Gutiérrez Gutiérrez; original en alemán, «Die Idee des souveränen Staates» en R. Mußgnug (ed.), Entstehen und Wandel verfassungsrechtlichen Denkens, Der Staat (Actas del Congreso de la Asociación de Historia Constitucional celebrado en Hofgeismar del 15 al 17 de marzo de 1993), Berlin, Dunker & Humblot, 1997, pp. 63-85]. No es, pues, una visión del pasado como una linealidad de acontecimientos, sino una aproximación a la formación político-jurídica institucional del Estado como forma política-histórica (Bartolomé Clavero, «Institución política y derecho: Acerca del concepto historiográfico de “Estado moderno”», Revista de estudios políticos, N.º 19, 1981, pp. 43-58).

Para una historia del término y del concepto de Estado, vid. Joaquín Abellán, Estado y soberanía, Madrid, Alianza, 2014. La perspectiva tanto de Michael Oakeshott, en Lectures in the History of Political Thought, Exeter (UK) – Charlottesville (USA), Imprint Academic, 2006, pp. 363-521 (lecciones universitarias en la London School of Economics en los años 1960s) y «On the Character of a Modern European State», Cap. 3 de On Human Conduct, Oxford University Press, 1975, como de Dalmacio Negro, p. ej. en La tradición liberal y el Estado (discurso de recepción como académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas), Madrid, RACMP, 1995, integra las perspectivas historiográficas de las instituciones con la de las ideas políticas, resultando una formulación conjunta de las «formas».

Los típicos falsos currículums de la partitocracia

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 275 de «La lucha por el derecho» nos explica por qué el falso currículum de Noelia Núñez no es un caso aislado.

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