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domingo 21 diciembre 2025
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Representación política y tragedias naturales

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En España, cada verano, el fuego arrasa miles de hectáreas, devora casas, arrincona pueblos y se lleva consigo vidas humanas. Y cuando no es el fuego es el agua. Inexorablemente las autoridades reaccionan tarde, con torpeza y con la misma retórica hueca de siempre: «medidas excepcionales», «recursos extraordinarios», «la climatología adversa»… Pero al margen del factor natural, en la magnitud de la tragedia concurre, con la misma reiteración, un factor humano como es la existencia de una estructura de poder que impide la responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados.

La clave está en la ausencia de representación política. En España no elegimos a personas, sino que ratificamos listas elaboradas por las cúpulas de los partidos. El ciudadano no vota a su diputado, vota al aparato. De este modo, los legisladores no se sienten compelidos por el deber de responder eficazmente, por las personas de un territorio concreto. Y cuando no hay responsabilidad política individual, tampoco hay previsión ni cuidado eficaz de lo que es común.

En los sistemas donde rige la representación uninominal de distrito, cada diputado se debe a su circunscripción. Si en su distrito se producen incendios devastadores o riadas arrolladoras por negligencia en la prevención, el diputado sabe que los ciudadanos le retirarán su confianza y no saldrá elegido en la próxima ocasión, si es que llega a entonces. Esta presión es el motor de su diligencia. No se trata de moralidad personal, sino de un mecanismo institucional que vincula la supervivencia política del representante a la seguridad material de sus representados.

En España, al contrario, ¿qué sucede? Que cuando arden los montes de Galicia, de Ávila o de Castellón, ningún diputado se siente interpelado directamente. Los partidos, como máquinas cerradas, reparten culpas entre gobiernos autonómicos y central, mientras que el ciudadano mira impotente cómo se esfuma su presente y su futuro. La política de listas convierte la tragedia en mera estadística administrativa.

El fuego y el agua, en este sentido, son metáfora y realidad de la irresponsabilidad política: donde no hay representación, solo queda propaganda. Se improvisan brigadas cuando el humo ya asfixia o la inundación ahoga, se anuncian presupuestos que nunca se ejecutan, y se promete una reconstrucción que llega tarde o no llega nunca. Hasta allí acude el rey, aunque no apague ni una cerilla.

La naturaleza no perdona la irresponsabilidad institucional. Allí donde falta representación, falta previsión. Y allí donde falta previsión, las catástrofes son consecuencia directa de la eliminación de la relación de causa y efecto entre el voto del ciudadano y la acción del gobernante.

Mientras no exista una democracia representativa, la tragedia seguirá siendo doble: la natural y la del ciudadano condenado a la impotencia política.

La constitución material de España

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La unidad de la nación española garantiza la continuidad de España al margen de un Estado de partidos que constantemente intenta integrar masas en este.

Fuentes del audio:

Radio libertad constituyente: https://go.ivoox.com/rf/25624470https://go.ivoox.com/rf/21758987

Música: Andante. Allegro. BWV 1052. J.S.Bach.

Carta III: El arte europeo de arrodillarse con la cabeza erguida

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Estimado lector:
‘Crónicas de un cadáver adornado’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta al Omar ibn Hassan, viajero persa que desmonta los mitos democráticos de Europa con ironía coránica y bisturí trevijanista.

Sobre la paradoja de una rebelión que obedece y una ciudadanía que, creyéndose libre, abraza sus cadenas con fervor burocrático.

Querido hermano Naser al-Din:

La paz sea contigo. Ayer, en una plaza de Bruselas donde se alza una estatua de Europa cabalgando un toro —¡símbolo pretencioso como gato con corona!—, presencié un espectáculo que habría horrorizado a nuestros ancestros. Miles de jóvenes coreaban consignas contra la tiranía financiera cuando, de pronto, surgieron furgones blindados escupiendo gases lacrimógenos. Lo revelador, hermano, no fue la represión, sino lo que siguió: entre toses y ojos enrojecidos, los manifestantes recogían botellas vacías para «no ensuciar la vía pública». Era la coreografía perfecta de la sumisión posmoderna: la rebelión como ritual de aquiescencia. Hoy te desvelaré el gran misterio europeo: su obediencia patológica disfrazada de virtud cívica, ese mismo mal que el filósofo hispano Trevijano desenmascara al denunciar la «Gran Mentira» de su Estado de partidos.

Un sociólogo flaco como un espárrago invernal me explicó, con aire doctoral: «Aquí protestamos por deber, pero obedecemos por educación». Su frase me golpeó como un relámpago, pues era la ilustración viviente de la tesis de Trevijano: las tres fuentes de la obediencia —la coacción (el garrote), el engaño (el espejismo) y la libertad (elegir y revocar)— aquí se confunden. Europa ha perfeccionado el engaño hasta hacerlo indistinguible de una libertad fantasmagórica. Su «democracia» es el harakiri mental que Trevijano denuncia: votan creyendo que eligen, cuando solo ratifican a los amos del serrallo partidista. Es la Gran Mentira de la que nos advierte: confundir el «Estado de partidos» con la libertad verdadera.

En un café cerca del Parlamento Europeo —edificio que parece un ataúd de cristal—, una diputada socialista me confesó entre sorbos de whisky: «El secreto es hacerles creer que obedecerse a sí mismos es lo mismo que obedecernos a nosotros». ¡Subhanallah! Jamás escuché herejía tan elaborada. Flotaba en el aire el credo perverso de una teología secular. Trevijano lo denuncia con ira sagrada: «El engaño ideológico ha conducido a la servidumbre voluntaria». Y observa el mecanismo diabólico: Antes, en el régimen parlamentario, se decía «obedezco porque el gobierno representa mi voluntad». Ahora, en el Estado de partidos, se profesa «obedezco porque el gobierno es de mi tribu política». ¡Como si un cordero siguiera alegremente al matarife porque este lleva puesto un lazo de su mismo color!

En la mezquita de Bruselas, un anciano marroquí que limpiaba los zapatos de los fieles me susurró con voz que sabía a menta y a desengaño: «España es la reina del disimulo. A lo que llaman su Transición, nosotros lo llamamos taqiyya política: ocultar la verdad para preservar el poder». Y me contó el trueque de amos que Trevijano, único en su valor, narra con amargura: cambiaron un dictador militar por setenta y siete príncipes de partido, y llamaron «Reconciliación» a aquel pacto entre herederos del franquismo y verdugos reconvertidos. Constituyeron la Gran Mentira en ley fundamental. ¡Hasta el bufón de Harun al-Rashid tenía más dignidad! La prueba, hermano, está en su monumento a la cobardía: la Constitución que consagra el Estado de partidos como un destino divino.

Pero lo más grotesco lo vi en la comisaría. Jóvenes esposados cantaban el himno europeo mientras un policía les leía sus derechos. «¿Por qué no se rebelan?», pregunté al comisario, un hombre con ojos de hielo. Su respuesta heló mi sangre: «Porque creen que el sistema los redimirá si juegan sus reglas». ¡Ah, Trevijano! Cuánta razón tienes: «La coacción y el engaño no son modos primitivos […] sino la manera habitual de conquistar y mantener el poder». Europa ha convertido la rendición en un ritual burocrático.

Dejé el hedor de la comisaría y me dirigí al sanctasanctórum de su dios dinero, la Bolsa. Frente a su fachada, un filósofo anarquista me espetó: «¡La verdadera obediencia es la insumisión!». Error peligroso, hermano. Como advierte nuestro maestro, la solución no está en la anarquía (hija del engaño romántico), sino en la obediencia digna: aquella que solo se rinde ante autoridades elegidas y revocables. Nuestra tradición lo sabe desde la shura del Profeta (la paz sea con él): consultar no es adulación, y obedecer no es servilismo. La verdadera democracia, la Teoría Pura, es la que hace imposible la mentira.

Al caer la noche, en un burdel legal —¡símbolo perfecto de su civilización!—, una mujer rumana me dijo entre lágrimas que parecían perlas falsas: «Pago impuestos a un Estado que me explota. ¿No es eso locura?». Pensé en la sentencia de Trevijano que resume esta tragedia: «Donde no hay democracia, no puede haber moralidad de gobierno, ¡aunque fuera de santos!». Europa, hermano, ha invertido el orden natural: los ciudadanos obedecen al verdugo, el verdugo desobedece a la ley, y la ley sirve a los saqueadores.

Mientras caminaba hacia la estación, vi a un niño dando monedas a una máquina expendedora. Tras engullir su dinero, la máquina no soltó el chocolate. El niño, en vez de enfadarse, ¡se disculpó! «Perdón, no inserté bien la moneda», murmuró. En ese instante comprendí el genio perverso del sistema europeo: han educado a sus hijos para culparse de las injusticias que sufren, el colmo del engaño del que nos previene la Teoría Pura.

Como escribió Attar: «El siervo que besa los grilletes jamás probará la miel de la libertad». Europa seguirá arrodillada mientras confunda dignidad con resignación. ¿Acaso no dice el Corán que Alá no cambia la condición de un pueblo hasta que este cambia lo que hay en sí mismo? He aquí un pueblo que ha cambiado su anhelo de libertad por la comodidad de la servidumbre, y llama a eso progreso. Que el Altísimo nos libre de imitar su «civilización»: aquella donde los esclavos, creyéndose arquitectos, diseñan sus propias cadenas y las llaman «derechos humanos».

Tu hermano que prefiere el desierto de la verdad al jardín de las mentiras.

Sheij Omar ibn Hassan.
*Bruselas, a 28 de Sha’ban de 1419*

La anomalía política que une a España y a Hispanoamérica

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Este 12 de septiembre Marcelino Merino, asociado del MCRC y colaborador en medios, ha conversado con Eric G. Cárdenas en su canal de YouTube México Antes de México sobre la anomalía política que comparten los países de habla española.

Cárdenas es un divulgador que, entre otras cosas, plantea que la Hispanidad es un fenómeno cultural vivo y espontáneo, no fruto de ideologías ni de proyectos políticos, sino de una raíz común que une a pueblos de ambos lados del Atlántico. Frente a la Leyenda Negra y los mitos fundacionales, reivindica la labor de autores que, con rigor histórico y científico, están sacando a la luz el verdadero legado compartido de «las Españas».

Marcelino Merino enlaza la visión de Cárdenas con el presente político: lo que hoy se llama democracia es, en realidad, una partitocracia. Un sistema en el que los partidos sustituyen la representación ciudadana, controlan las listas electorales y subordinan a la judicatura al poder político. En él, el ciudadano ha sido apartado de la vida pública y reducido a mero espectador de consignas y liderazgos.

Ambos coinciden en señalar que esta anomalía atraviesa por igual a España y a Hispanoamérica, revelando un problema común: la ausencia de libertad política colectiva. Y concluyen que solo con la recuperación de la verdadera representación y la separación de poderes será posible que la comunidad hispana despliegue todo su potencial en el siglo XXI.

A vueltas con la apertura del año judicial

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El ceremonial con que se abre el año judicial no es sino la prolongación del engaño en el que España permanece desde la fundación de la monarquía de partidos. Bajo la pompa vacía de togas y solemnidades, lo que se escenifica no es el inicio de curso de una función estatal independiente (comúnmente llamada poder judicial), sino la representación degradada de un orden político en el que la Justicia ha sido reducida a órgano burocrático de la Administración.

El discurso de Perelló, como presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, es la voz de un magistrado cautivo, no la de una institución independiente. Una vez más, sus palabras han carecido de la audacia necesaria para denunciar la colonización del órgano de gobierno de los jueces por los partidos políticos. Se ha limitado a la admonición cortés, a la recomendación tibia, con la esperanza de que el legislador —es decir, los partidos— se dignen a reparar la ruina que ellos mismos han causado.

Un verdadero rector de la vida judicial no solicita ni ruega: afirma con autoridad su independencia. Perelló, en cambio, se pliega al guion que lo reduce a funcionario del régimen.

Más grave aún resulta la intervención del fiscal general del Estado, cuando, en un ejercicio de malabarismo verbal impropio de quien debe ser garante de la precisión conceptual, afirma que «cree en la verdad», para justificar su presencia en el acto estando próximo su enjuiciamiento por un delito de revelación de secretos.

La verdad no admite creencia. O se es veraz o se es mendaz. La verdad no depende de un acto de fe, sino de la correspondencia entre el discurso y los hechos, entre la afirmación y la realidad. Decir que «se cree en la verdad» equivale a convertirla en objeto de convicción subjetiva, como si la verdad fuera opinable, relativa o contingente.

Un fiscal cualquiera que confunda el terreno de la fe con el de la verdad desnaturaliza la función esencial de su cargo. El deber del Ministerio Fiscal no es creer, sino probar; no es adherirse, sino demostrar. La fe pertenece al ámbito religioso, la verdad al campo racional. Cuando se mezcla lo uno con lo otro, el resultado es el relativismo: que todo sea reducible a un acto de voluntad, que la verdad dependa de la fe del fiscal.

No hay que engañarse: estos deslices retóricos no son inocentes. La trivialización conceptual es siempre instrumento del poder para domesticar a la opinión pública. El pueblo español se habitúa a escuchar frases solemnes que nada significan, y al cabo de repetirlas termina aceptando como naturales la corrupción de los conceptos y la subordinación de la Justicia.

Cuando un fiscal habla de «creer en la verdad» en lugar de exigir la veracidad de las pruebas, lo que está haciendo es trasladar el campo de la justicia mutando la objetividad en subjetividad, pasando de la demostración a la creencia. Y con ello se confirma que en el régimen actual la justicia es ideología, no institución.

La apertura del año judicial de 2025 nos ha dejado, una vez más, un testimonio nítido del deterioro institucional: jueces que se quejan pero no se emancipan; fiscales que confunden la fe con la verdad. Todo ello enmarcado en una liturgia que pretende dar apariencia de solidez a lo que, en realidad, es solo un edificio carcomido por dentro.

En un Estado de partidos, la justicia independiente no existe: hay, en su lugar, un servicio jurisdiccional sometido, y la «apertura del año judicial» no es más que un rito vacío, sostenido por palabras huecas y por conceptos adulterados.

La anomalía que nos une

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No es algo novedoso que los hechos históricos sean cuestionados una y otra vez por el discurso político. Los procesos por los que se configuran y nacen las naciones y los Estados son tan complejos como numerosos. Pero todos coinciden en un punto: la creación de mitos fundacionales.

Las valientes, originales, bien documentadas y primorosamente redactadas obras —narradas según los usos característicos de nuestra lengua común, en cada uno de nuestros países— que hablan hoy de la Hispanidad, lo hacen desde una perspectiva científica: sea ésta histórica, en el análisis de calidad de la moneda, en las pruebas documentales, en los monumentos o mediante los más avanzados estudios empíricos de las ciencias sociales.

Estos autores, luz y avanzadilla de una Hispanidad para el siglo XXI, han descubierto el sepulcro del pasado común y, al levantar la pesada losa que lo cubría, desvelaron una verdad sepultada bajo la escombrera de la Leyenda Negra.

La verdad, bajo la capa de broza, era bien distinta de la del relato político. Una verdad incómoda en la que los mitos fundacionales se tambalean, iluminando con su destello un pasado en el que la mayor prosperidad de las Españas se daba en las provincias de ultramar. El conocimiento recíproco y el reconocimiento mutuo conformaron las sociedades hispanas del Nuevo Mundo que, junto con la transmisión de los saberes de la época, convirtieron a la América española en el centro del mundo.

Nuestros autores hablan también de la pujanza y el impulso que está tomando la comunidad hispana en toda su diversidad a través de Internet y las plataformas digitales, considerándolo como un fenómeno de creación espontánea y no como fruto de una voluntad política o ideológica.

Este pasado compartido nos arrolla con su verdad y, querámoslo o no, nos envuelve e integra en su torbellino. «¿De qué pueden hablar un nigeriano, un indio, un neozelandés o un gentleman británico?» se preguntaba Eric G. Cárdenas. Esta pregunta carece de sentido en el mundo hispano: somos ramas de un mismo árbol. Un español, un chileno, un venezolano o un salvadoreño comparten algo más profundo que la lengua común.

En los últimos días, en España se escucha incesantemente desde las vocerías partidarias de la oposición hablar de «anomalía democrática», para referirse a la heterodoxa manera de conducirse del señor presidente del Gobierno en su objetivo de conservar el poder, poniendo en almoneda los recursos del Estado para la consecución de tal fin. Pero, en realidad, se trataría de la anomalía de una anomalía. Toda vez que estas actuaciones heterodoxas se producen porque no existen mecanismos eficaces de control al poder, lo cual nos advierte sobre la verdadera naturaleza de la anomalía fundacional.

Una anomalía que une aún más, y desde una perspectiva diferente, a la comunidad hispana, pues los regímenes de poder que padecemos anulan y conculcan la libertad política.

En las partitocracias u oligarquías de partidos, ya sea en forma de república, monarquía o —como en el curioso caso de las partitocracias presidencialistas hispanoamericanas—, son los partidos los únicos y exclusivos sujetos políticos admitidos por el sistema. Se arrogan para sí la representación política del ciudadano mediante las listas de partido, sustituyendo la verdadera representación por la identificación ciega con el líder que mejor se balconee ante sus seguidores. El interés concreto del ciudadano se diluye en un mensaje político simple y reduccionista, mediante consignas y eslóganes. Cualquier asunto de carácter civil, una desgracia colectiva o el trágico suceso de una persona concreta pasa de inmediato a ser materia política en la que, además, se exige posicionarse.

Esta ‘nueva’ imagen de la representación ciudadana ha quedado como la única admitida por estos regímenes, enterrando su carácter y significado originales y suprimiendo de un plumazo todos los matices, la riqueza y la diversidad propias de la representación genuina. El representante de distrito ya no representa al elector: representa al partido o, por mejor decir, al jefe del partido —que es quien lo puso en la lista—, convirtiéndose en su deudor.

El ideólogo boliviano Álvaro García Linera llegó a afirmar que «una Constitución se redacta siempre en contra de alguien», legitimando de esta manera la vía de la dictadura y la tiranía, en nombre de vaya usted a saber qué cosa. Pero, sin llegar a tal extremo, se redactan constituciones de derechos otorgados que, de manera ladina, consagran la exclusión de la ciudadanía de la participación política, imponiendo, con uno u otro matiz, un Estado de partidos. El mundo hispano es tan rico y diverso que sólo mediante la libertad política de sus naturales en sus países de origen se puede proyectar en su verdadera dimensión para dar el impulso definitivo.

Podemos concluir que, sin excepciones, en todos los países de habla española gobiernan oligarquías de partidos maquilladas como democracias o, directamente, dictaduras. Es en el terreno de la confusión donde mejor lucen los afeites de la mentira política que compartimos.

Las palabras, a fuer de ser repetidas e introducidas maliciosamente en contextos ajenos a su significado, comienzan por adoptar una polisemia ambigua que, indefectiblemente, acabará sepultando su significado original. Bajo el fuego incesante de una miríada de conceptos y proclamas confusos, adoptan nuevas formas y terminan significando otra cosa.

La palabra «democracia», que contiene en sí misma un pensamiento complejo, significa hoy cualquier cosa. De los tres pilares originales que habían de sustentarla (representación política del ciudadano, separación de los poderes ejecutivo y legislativo, e independencia judicial) tan sólo quedan los nombres.

¿Qué entendemos hoy como separación de poderes? Podemos buscar la respuesta en boca de cualquier diputado, cargo público, periodista de cualquier tendencia, ciudadano de a pie, catedrático de Derecho Constitucional o magistrado del Tribunal Supremo. Todos entenderán la pregunta y darán la misma respuesta: la separación de poderes se refiere exclusivamente al poder judicial.

El tal poder judicial que, en puridad, no debería ser un poder, sino una facultad del Estado cuya finalidad y cualidad debe ser la independencia frente al poder político: el tantas veces reiterado pouvoir presque nul enunciado por Montesquieu. Lo cierto y verdad es que, tras la apariencia de la incontenible logorrea de «hay que respetar la separación de poderes», esgrimida desde todos los ámbitos sociales y de poder, se oculta precisamente la subordinación política de los órganos de gobierno de jueces y fiscales. Los primeros, último reducto de la independencia de los jueces, dejarán de instruir las causas por corrupción, que pasarán a manos de la Fiscalía, un órgano jerárquico encabezado por un fiscal general del Estado nombrado por el Gobierno de turno. Los magistrados del Consejo General del Poder Judicial y los del Tribunal Supremo son nombrados por consenso entre los partidos políticos para asegurarse su agradecimiento posterior. Lo estamos viviendo. Jueces y ministros entran y salen de la judicatura para integrarse en la clase política y volver después, como si nada, a la carrera judicial. No existe, pues, independencia judicial en España: su sometimiento al poder político queda evidenciado por los hechos.

En México, asistimos a un proceso similar de intromisión del poder político en la judicatura, ofreciendo cursillos de pocos días a los candidatos a «juzgadores».

Respecto del poder ejecutivo, podemos apuntar que, en el caso español, la manera de detentarlo es mediante el reparto del botín del Estado, expandiendo la industria política de una manera nunca vista. Lo estamos viviendo. Lo que nos advierte de que el ejecutivo también legisla, usurpando esta facultad a la cámara legislativa, y lo hace precisamente para convertir en ley el ignominioso reparto. En las partitocracias, quien accede al poder obtiene todo el poder: gobierna, legisla, controla la cámara y nombra a los jueces.

Todas estas palabras y conceptos que definen la democracia y sus características han sido desalojados de su álveo original. Ni las palabras significan lo mismo, ni tampoco los conceptos. Ahora se nos aparecen como cenotafios devorados por la espesura nemorosa de la confusión y el olvido. De lo que llegaron a significar o representar ya nadie sabe qué es qué. Ni siquiera los integrantes de las listas de partido, por lo demás, gente poco instruida, sin experiencia vital ni profesional, amamantados desde niños por la Luperca estatal al calor del partido.

De México a la Tierra de Fuego, haciendo escala en España, la anomalía política une a nuestros pueblos.

Apertura teatral del curso judicial

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 277 de «La lucha por el derecho» analiza la apertura del año judicial.

La oligarquía precede a la democracia

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La monarquía de partidos no es una degeneración de la democracia. La corrupción y la sed de poder de los partidos estatales ha degenerado el régimen de partidos instaurado en 1978.

Fuentes del audio:

Radio libertad constituyente: https://go.ivoox.com/rf/25624339

Música: Allegro. BWV 1052. J.S.Bach.

Del hecho nacional a la conciencia republicana de España

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 276 de «La lucha por el derecho» nos explica el concepto de conciencia republicana de España.

Conciencia republicana de España

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La conciencia republicana de España no es un fruto de la voluntad caprichosa ni una invención retórica de doctrinarios que se ilusionan con formas abstractas de gobierno. Antes que un acto de querer, es un hecho del ser como la propia existencia de la nación española. Se trata de la percepción clara de que mientras que la democracia se construye, el hecho nacional no.

Las naciones, en tanto que comunidades fruto de la historia, no eligen su conciencia: la padecen. Es la sedimentación de experiencias políticas, y también de traiciones y esperanzas truncadas, lo que va constituyendo su memoria profunda.

El hecho republicano no se reduce a la proclamación efímera de dos regímenes que no fueron democráticos ni a la tragedia posterior de la Guerra Civil. Su verdad más honda reside en su factor liberador de la servidumbre voluntaria que reveló, tras la coronación de Juan Carlos y por primera vez en la historia contemporánea de España, que la legitimidad política no podía provenir ya de la herencia dinástica ni del pacto entre facciones de poder, sino de la libertad constituyente del pueblo entero. Esa revelación de que la corona trajo de la mano la oligarquía de partidos, actuando simbióticamente, una vez producida, no puede borrarse: constituye el núcleo irreductible de la conciencia republicana.

Pero esa conciencia, por pertenecer al orden de la existencia y no al de la voluntad, no desaparece aunque sea reprimida, difamada o ignorada. O lo que es peor, tergiversada ideológicamente hasta la confusión. Subyace como un hecho latente, incluso cuando los españoles se resignan a vivir bajo la farsa consensual de una monarquía de partidos sin representación ni separación de poderes. El hecho de que exista una «cuestión republicana» permanente en España no es obra de partidos ni de ideólogos: es la consecuencia inevitable de que el país vivió, en carne viva, la posibilidad frustrada de ser dueño de su destino político.

De ahí que la conciencia republicana no necesite justificarse en encuestas ni en la mayoría numérica de ciudadanos que hoy puedan declararse republicanos. Su existencia es anterior a toda opinión. Se impone como se impone la evidencia de una herida abierta en la historia. Es un dato innegociable de la existencia nacional, como lo es la de la propia España.

La falsedad del nacionalismo, la ideología de que el hecho nacional depende de la voluntad, mutó en estatalismo. Paralelamente, la idea de la república se enterró en la nostalgia de experiencias fracasadas y en la apropiación ideológica de los monarquicanos, los falsos republicanos de la monarquía.

La tarea, por tanto, no es convencer a los españoles para que «quieran» la república, como si se tratase de un programa electoral más. La tarea es hacer que reconozcan en sí mismos esa conciencia, que despierten del letargo en que los ha sumido la propaganda consensual, y que comprendan que solo con la libertad constituyente puede nacer la dignidad colectiva de España.

En este sentido, la república constitucional es una necesidad histórica que está inscrita en la verdad de lo ya acontecido. Y contra la verdad de la existencia, ninguna propaganda ni consenso de élites puede prevalecer indefinidamente.

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Podrás ejercitar tus derechos en cualquier momento y sin coste alguno, indicando qué derecho quieres ejercitar, tus datos y aportando copia de tu Documento de Identidad para que podamos identificarte, a través de las siguientes vías:
  1. Dirigiendo un correo electrónico a nuestra dirección: [email protected]
  2. Dirigiendo una solicitud escrita por correo ordinario a la dirección Calle Alondra 1, Prado de Somosaguas, Pozuelo de Alarcón, 28223, Madrid.
  3. Además, cuando recibas cualquier comunicación nuestra, clicando en la sección de baja que contendrá esa comunicación, podrás darte de baja de todos envíos de comunicaciones del MCRC previamente aceptados.
  4. Cuando te hayas suscrito a la recepción de mensajes informativos a través de Whatsapp podrás cancelar la suscripción desde el formulario del Diario donde te diste de alta, indicando que deseas darte de baja.
Si consideras que hemos cometido una infracción de la legislación en materia de protección de datos respecto al tratamiento de tus datos personales, consideras que el tratamiento no ha sido adecuado a la normativa o no has visto satisfecho el ejercicio de tus derechos, podrás presentar una reclamación ante la Agencia Española de Protección de Datos, sin perjuicio de cualquier otro recurso administrativo o acción judicial que proceda en su caso.

¿Están seguros tus datos?

La protección de tu privacidad es muy importante para nosotros. Por ello, para garantizarte la seguridad de tu información, hacemos nuestros mejores esfuerzos para impedir que se utilice de forma inadecuada, prevenir accesos no autorizados y/o la revelación no autorizada de datos personales. Asimismo, nos comprometemos a cumplir con el deber de secreto y confidencialidad respecto de los datos personales de acuerdo con la legislación aplicable, así como a conferirles un tratamiento seguro en las cesiones y transferencias internacionales de datos que, en su caso, puedan producirse.

¿Cómo actualizamos nuestra Política de Privacidad?

La Política de Privacidad vigente es la que aparece en el Diario en el momento en que accedas al mismo. Nos reservamos el derecho a revisarla en el momento que consideremos oportuno. No obstante, si hacemos cambios, estos serán identificables de forma clara y específica, conforme se permite en la relación que hemos establecido contigo (por ejemplo: te podemos comunicar los cambios por email).

Resumen de Información de nuestra Política de Privacidad.

Responsable del tratamiento MOVIMIENTO DE CIUDADANOS HACIA LA REPÚBLICA CONSTITUCIONAL (MCRC) Calle Alondra 1, Prado de Somosaguas, 28223, Pozuelo de Alarcón, Madrid. NIF: G-86279259
Finalidades de tratamiento de tus datos personales - Atender tus solicitudes de información, comentarios, peticiones y/o consultas en el marco de tu relación con el MCRC. - Atender las solicitudes para el ejercicio de tus derechos. - Enviarte todas las comunicaciones a las que te hubieras suscrito, incluido el boletín (si te hubieras suscrito) y comunicaciones por Whatsapp. - Enviar cualquier compra realizada en la Tienda del MCRC.
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