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viernes 19 diciembre 2025
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Falsa izquierda

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El actual Estado de partidos es producto del consenso con el franquismo. No haber roto mediante la apertura de un período de libertad constituyente a la muerte de Franco provoca que la guerra civil esté en boca constantemente de la falsa izquierda. Como ejemplo de la falsa izquierda, Felipe González.

Referencia al pensamiento de Antonio Gramnsci sobre el enriquecimiento de los jefes de los partidos de izquierda.

Fuentes del audio:

Radio libertad constituyente: http://www.ivoox.com/rlc-2016-09-28-hoy-pagamos-precio-no-audios-mp3_rf_13092645_1.html

Música: Presto. BWV 1056. J.S.Bach.

Enemigo total, Estado total, guerra total: Los ejemplos de Rusia e Israel

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«Das dabei zu befürchtende Endergebnis erinnert an das schon im 19. Jahrhundert erfundene Wort eines sterbenden Machthabers, der auf dem Sterbebett von seinem geistlichen Berater gefragt wird; „Verzeihen Sie Ihren Feinden?” und der mit bestem Gewissen antwortet: „Ich habe keine Feinde; ich habe sie alle getötet» (Carl Schmitt[i]).

Advertencia preliminar: el presente es un tema actual dado a la polarización (que es lo que pretende explicar). Mi escrito no se posiciona, no es normativo. En lo que sigue intento analizar, con mayor o menor resultado, cómo el monopolio de lo político en la forma histórica Estado presupone la soberanía, ergo la decisión en la amistad-enemistad. El carácter total del Estado de los siglos XX y XXI ahonda en la decisión, y su lógica autoidentificativa se proyecta en el enemigo, significándose individuo–sociedad–Estado como uno (unidad por identificación y como enemigo). Es, pues, enemigo existencial (total) por su amenaza, al que se enfrenta por todos los medios (guerra total).

Lo político y la enemistad.

La gradualidad en la diferenciación amigo–enemigo es la ontología de lo político[ii] que monopoliza el Estado[iii], institucionalización de la decisión y del derecho —tanto su definición (iuspositiva) como su «creación» (legislativa)—.

Como forma de lo político, artificial, neutral y soberana[iv], es unidad de decisión de la enemistad. Como antítesis de la guerra civil (Behemoth), la despolitización ad intra implica que la decisión de la enemistad se establece ad extra, respecto de otros Estados o formas de lo político ajenas al territorio en el que se impone[v].

La posición de la decisión no es procedimental ni enunciativa. No es ejercicio de retórica o estrategia política. No es figurada o discursiva. Es constitutiva del ser de lo político y de su unidad, es «existencial»[vi].

Enemigo total, guerra total.

La radicalidad de la decisión amistad-enemistad, que presume un momento o «intensidad extrema» de la gradualidad en su antítesis[vii], dispone el ser del enemigo por exclusión dialéctica. En tanto que ontológica —constitutiva— es enemigo vital (total) o existencial[viii]. El enemigo es contravenido. Empero, si la hostilidad se concreta en amenaza, en posibilidad de beligerancia, los conceptos amigo, enemigo y guerra «adquieren su acepción real», es «la realización extrema de la hostilidad»[ix]: enemigo total en guerra total.

La ocultación oportunista del enemigo no es más que un «indicio del carácter antipolítico y antirrealista del neutralismo moderado», insinuando —quizá por su ingenuidad, quizá por la representación de su función política[x]— que «su eclipse semántico disolverá su hostilidad». También suele alterarse «maliciosamente su estatuto» («acaso un adversario que se aviene al diálogo») o se niega su existencia[xi]. El pacifismo rampante (irrealismo político) es impotente ante la factualidad de la «experiencia política»[xii].

Estado total.

El carácter —como momento y no como forma[xiii]— vigesimónico y actual del Estado, en su «forma histórica» de «Estado minotauro»[xiv], es el de «Estado total» que identifica sociedad y Estado[xv]. Siendo un todo en la posición del soberano —por subsunción (legalidad) y por identificación—, la declaración de enemistad de otro Estado implica ipso facto la declaración de enemistad de esa sociedad autoidentificada.

La nacionalidad —con carácter expansivo en la actualidad en la mayoría de los Estados de occidente como «ciudadanía»— es el criterio de inclusión individual (de cada individuo que coexiste en el espacio territorial y de dominación del Estado en cuestión). Si es nacional es parte constitutiva e indisociable —en términos estatales— de la sociedad y, en consecuencia, de su Estado.

Por tanto, el par dialéctico individuo–Estado se diluye en el par autoidentificado sociedad (civil[xvi] y política[xvii])–Estado (total) y se radicaliza en la simplificación de enemistad. El enemigo del Estado decisor no diferencia los pares, constituye la enemistad total como enemistad tripartita: del individuo nacional en el Estado en cuestión, de la respectiva sociedad como agregación de los nacionales y del Estado enemigo.

Los conceptos intermedios: entre guerra total y «paz efectiva».

La situación política internacional se dirime (o debe dirimir), según los pacifistas, en términos jurídicos —en aplicación continua del Derecho Internacional Público, International Law, Droit International—. Incoa su desarrollo iuspositivo continuo. Presumen su coactividad, subsunción en la norma del hecho. Aplican (en su retórica) sus consecuencias o efectos jurídicos.

Sin embargo, la posibilidad de guerra total, aun proyectada, «sugiere la formación» de «conceptos y momentos intermedios» entre su facticidad y la «paz efectiva», entre la guerra y la paz[xviii]. Esta es la efectividad de la «distinción propiamente política» amigo-enemigo[xix].

Dos ejemplos actuales: Los Estados de Rusia e Israel.

En Occidente hay dos frentes abiertos: las «guerras» en Ucrania y Gaza (ahora en armisticio). En la primera, el enemigo de los Estados coaligados en la European Union o Union Européenne y en la NATO (OTAN) es Rusia —como Estado, como sociedad, como individuo[xx]—. En la segunda, la enemistad es latente, aun velada, implícita. Lo es en tanto aliado geopolítico del hegemón occidental. Empero, algunos de los políticos que conforman la élite —o las élites— europeas dicen posicionarse con el «enemigo», o con el «terrorismo», o con el «islamismo radical» —según sus adversarios o rivales en la lucha por el poder—.

La lógica totalizadora se extiende a su teología política. La visión religiosa es constitutiva de su orden político existencial. Identifican judaísmo y Estado de Israel, ergo judaísmo e Israel (individuo–grupo religioso–sociedad). Quien declara su enemistad se autoidentifica contra todo judío, en facciones dialécticas. La decisión se ha constituido en la enemistad. No lo es de la amistad, sino negación en la enemistad. No afirma su ser, niega al declarado enemigo (Rusia/Israel/Hamás).

La negación de la negación de la enemistad propia del irrealismo político pacifista les condena a no entender la ontología de la política, ergo a fracasar en su saber y su práctica. ¿No es paradójica su incapacidad?[xxi]

Conclusión.

La disociación entre el enemigo y el Estado–sociedad–individuo (declarado enemigo) constituye la simplificación de la cuestión. Si ese concreto Estado es enemigo del Estado decisor que es soberano en el territorio del que observa, la autoidentificación Estado-sociedad-individuo propia se proyecta al enemigo. Por tanto, todo individuo, todo grupo social, étnico o nacional y el respectivo Estado soberano será el enemigo. Sin diferenciación.

El modo de pensamiento ideológico[xxii], que «da prioridad al deseo», proyecta como idea mundi su pacifismo en la deseabilidad del «reino feliz de los tiempos finales»[xxiii] —«el orden social definitivo»—, tan «perfecto, pacífico y conformista» que erradicaría los conflictos «al desaparecer el deseo de poder»[xxiv]. El Estado es, en sí mismo, despolitizador en tanto que neutralizador y, en cierta medida, impregna de tal carácter toda su realidad: «[u]n macrocosmo unitario che tende a porsi come struttura globale munita d’una volontà onnicomprensiva»[xxv]. La volontà omnicomprensiva es total, en sus propios términos.

«Y es que, ¿quién podría decidir?»[xxvi].


[[i]] „Die legale Weltrevolution: Politischer Mehrwert als Prämie auf juristische Legalität und Superlegalität“, 6, p. 339, Der Staat, vol. 17, No. 3, 1978, pp. 321-339. La versión española («La revolución legal mundial: Plusvalía política como prima sobre legalidad jurídica y superlegalidad», 6, p. 24, Revista de estudios políticos (Nueva época), N.º 10, julio/agosto, pp. 5-24) difiere ligeramente:

Podemos temer un resultado final que recuerda un cuento del siglo XIX. Un soberano está moribundo en su lecho de muerte. Su padre espiritual le pregunta: «¿Perdona usted a sus enemigos?» Y el soberano contesta, con la mejor conciencia del mundo: «No tengo enemigos; los he matado a todos».

[[ii]] Carl Schmitt, «El concepto de la política», 1, p. 97, en sus Escritos políticos, Doncel, Madrid, 1975, pp. 95-166, ed. de Francisco Javier Conde. Es reimpresión de la edición en Cultura española, Madrid, 1941 (original en alemán: Der Begriff des Politischen, Hanseatische Verlgasanstalt, Hamburg, 1933). En adelante me referiré, entre paréntesis, a la versión y edición que cito.

[[iii]] Carl Schmitt, El concepto de lo político, versión de 1927, 1, p. 30, Res Publica: Revista de Historia de las Ideas Políticas, Madrid, separata, 2018, IV, pp. 30-66, ed. de Santiago M. Zarria y Günter Mashke (primera versión del original en alemán: «Der Begriff des Politischen», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, 58 Band/1 Heft, 1927, pp. 1-33).

Véase lo curioso de las dos citas anteriores, más allá de lo notable del título en el contexto schmittiano: «lo político» (des Politischen) frente a «la política» (die Politik). En los estudios sobre la obra de Schmitt, el análisis de las ediciones sucesivas de Der Begriff des Politischen es una cuestión muy relevante por las modificaciones en el texto que el autor introdujo. La primera edición data de 1927, la segunda de 1932 (en su Mit einer Rede über das Zeitalter der Neutralisierungen und Entpolitisierungen, Duncker und Humblot, München-Leipzig, pp. 7-65) y una tercera de 1933 (ya citada, vid. supra ii). Transcurridos treinta y cinco años de la primera edición, Schmitt publico una nueva obra de «acotación»: Theorie des Partisen: Zwischenbemerkung zum Begriff des Politischen, Duncker & Humblot, Berlin, 1963 (ed. española de su hija Anima Schmitt de Otero: Teoría del partisano: Acotación al concepto de lo político, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1966; reed. en Trotta, Madrid, 2013). Ese mismo año volvió a editar la obra y fijó, de alguna forma –nótese la ambigüedad–, la edición que debería perecer (Text von 1932 mit einen Vorwort und drei Corollarien, Duncker und Humblot, Berlin).

Las ediciones en español de Der Begriff des Politischen son, quizá, lo más problemático de toda la obra (vastísima) de Schmitt en español, país que tan próximo le resultaba –recuérdese que su hija Anima (Louise) Schmitt (1931-1983) se casó y vivió en Santiago de Compostela con un profesor español de historia del derecho, Alfonso Otero Varela (1925-2001), o su conocida cita «No olvide nunca que los enemigos de España han sido siempre también mis propios enemigos» (carta a Francisco Javier Conde fechada el 15 de abril de 1950, cito la traducción de Jerónimo Molina Cano, «Carl Schmitt – Javier Conde: Correspondencia (1949-1973)», p. 338, Razón española: Revista bimestral de pensamiento, N.º 131, mayo-junio, 2005, pp. 318-348)–. Una primera y cercana traducción de la versión de 1933 por uno de sus discípulos españoles y «amigo», Francisco Javier Conde, apareció en el compendio Carl Scmitt, Estudios políticos, Opus cit. De la versión de 1932 resultó la edición española más conocida en la actualidad: la de Rafael Agapito como El Concepto de lo Político: Texto de 1932 con un prólogo y tres colorarios, Alianza, Madrid, 1991; aunque hay otra de Dénes Martos de la edición de 1963 (Duncker und Humblot, Berlin) con idéntico título. De la versión de 1927 solo me consta la edición citada en el primer párrafo de la presente referencia, que se completa con un análisis introductorio y comparativo de las ediciones bastante completos, vid. Ibid., II, pp. 19-25.

[[iv]] El Estado como forma artificial, «máquina» o «mecanismo» se refiere a su diseño, a su configuración e implementación deliberada «como instancia neutral», «capaz de arbitrar las diputas» y «acabar con la guerra civil». En sus sucesivas formas, la despolitización y neutralización comprendió (1) la religión (en las guerras civiles de religión en Europa, SS. XV-XVI), (2) la metafísica política (S. XVII), (3) la moral (S. XVIII), (4) la economía (S. XIX), (5) la técnica (S. XX) y (6) la cultura (S. XX) (Dalmacio Negro Pavón, «La neutralización de la cultura», Altar Mayor, N.º 190, 2020, pp. 191-192).

Han existido, y existirán, innumerables formas de lo político. Pierre Manent, en Cours familiar de philosophie politique, Fayard, Paris, 2001, propuso una distinción entre formas naturales (ciudad, nación e Imperio) y artificial (Estado). Esta división no implica que las primeras fueran resultado de la naturaleza o inmanentes a la coexistencia humana, sino de la visión organicista de esa cosmovisión política y de su imaginario autocromprensivo –en parte constitutiva de la interpretación del mundo, en parte «transfigurativa de poder» (Cfr. Manuel García-Pelayo Alonso, «La transfiguración del poder», I, p. 231, Revista de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico, vol. I, Núm. 2, junio, 1957, pp. 231-255; después incluida como «La transfiguración de poder», en su compendio Los mitos políticos, Alianza editorial, Madrid, 1981, pp. 38-63, referencia en su apartado 1, p. 38)–. Para una formulación conceptual completa de las formas de lo político, vid. Dalmacio Negro Pavón, Sobre el Estado en España, 5, pp. 46-47, Madrid, Marcial Pons, 2007, y, sobre todo, Ibid., Historia de las formas del Estado: Una introducción, El buey mudo, Madrid, 2010, Primera parte, Cap. III.

[[v]] El Estado es, «en la historia europea de los últimos siglos», «la forma clásica [hegemónica, imperante] de la unidad política, trata de concentrar en su mano todas las decisiones políticas, para instaurar la paz interior.» La soberanía, concentración de la decisión, «relativiza» y «resume en sí» todo antagonismo interno (en el territorio dominado por ese Estado). El antagonismo particular de la antítesis amigo-enemigo es, también, el «principio constitutivo del concepto de la política» interna, pero relativizado, suprimido el «extremo antagonismo dentro de la unidad» (en su «grado» y «proximidad», no en su «antítesis»). Carl Schmitt, «El concepto de la política» (versión de 1933, ed. de F. J. Conde), Opus cit., 2, pp. 102-103.

[[vi]] Ibid., 2, p. 99. El concepto enemigo presupone «hostilidad» y «la posibilidad, existente en la realidad, de una contienda armada, o sea, de una guerra [entre facciones o formas políticas]». No obstante, Schmitt explicita una cautela que, como es previsible, los no lectores y citadores del concepto de lo político no consideran: «No es que la existencia política sea siempre una lucha sangrienta y toda acción política una acción militar de combate, ni tampoco que cada pueblo esté colocado ininterrumpidamente frente a los demás en la alternativa de enemigo o amigo o que, a veces, no sea políticamente más acertado evitar la guerra. […] Tampoco se propone ensalzar la guerra o la revolución como el “ideal social”». Ibid., 3, pp. 107-108.

[[vii]] Carl Schmitt, «El concepto de la política» (versión de 1933, ed. de F. J. Conde), Opus cit., 1, p. 98. Cursiva en el original. Esta dinámica de enemistad y, en general, la sociologie du conflit fue analizada en detalle por uno de sus discípulos más notables: Julien Freund. Vid. p. ej. su artículo «Philosophie et sociologie politiques», Archives Européennes de Sociologie, vol. 8, N.º 1, 1967, pp. 129-151; y su Sociologie du conflit, Presses Universitaires de France, Paris, 1983 (hay ed. española: Sociología del conflicto, Ediciones ejército, Ministerio de Defensa, España, 1995, trad. de Juan Guerrero Roiz de la Parra).

 [[viii]] Carl Schmitt, «El concepto de la política» (versión de 1933, ed. de F. J. Conde), Opus cit., 1-2, pp. 98-100.

[[ix]] Ibid., 3, p. 107.

[[x]] Con «representación de su función política» no me refiero de forma alegórica a su posición política, sino al espectáculo de la política, vid. Guy Debord, La sociedad del espectáculo, I, tesis, 1-4, 6, 8-10, Pre-textos, Valencia, 1999, ed. de José Luis Pardo (primera edición original en francés: La Société du spectacle, Buchet-Chastel, Paris, 1967). Me refiero al concepto espectáculo desarrollado en la obra [«[t]odo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación» (tesis 1), «[e]l espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes» (tesis 4)], y no la construcción ontológica –de tradición marxista– de «las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas», la teoría crítica y el mouvement situationniste.

 [[xi]] Jerónimo Molina Cano «Lo político, morada del enemigo», 1, pp. 61-62, Razón española, N.º 141, enero-febrero, 2007, pp. 55-81.

 [[xii]] Ibid., 1, pp. 55-57.

 [[xiii]] Vid. Georg Daskalakis (discípulo griego de Carl Schmitt), «El Estado total como momento del Estado», Empresas políticas, N.º 4, 2004, pp. 107-111, trad. de Jerónimo Molina Cano (original en alemán: „Der totale Staat als Moment des Staates“, Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, vol. 31, No. 2, 1937/38, pp. 194-201); y el análisis clarificador y conceptual de Carmelo Jiménez Segado y Jerónimo Molina Cano en su artículo «Carl Schmitt ante el Estado total: Un apunte sobre la polémica del Estado totalitario», 1, pp. 289-294, Revista de ciencias sociales, volumen monográfico extraordinario Carl Schmitt: Análisis crítico, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso, Chile, 2012, pp. 289-301.

 [[xiv]] Dalmacio Negro Pavón, Historia de las formas del Estado…, Opus cit., Cuarta parte, C. XXXIII. El término es originario de la obra de Bertrand de Jouvenel, Du Pouvoir: Histoire naturelle de sa croissance, Ginebra, Les Éditions du cheval ailé, 1945, «Présentation du Minotaure» (hay ed. española con prólogo de Dalmacio Negro: Sobre el poder: Historia natural de su crecimiento, Unión editorial, Madrid, 1998, trad. de Juan Marcos de la Fuente). Es en este prólogo a la traducción española de la obra de Jouvenel en el que Dalmacio Negro esboza el concepto «Estado Minotauro».

 [[xv]] Carl Schmitt, «Hacia el Estado total», p. 141, Revista de Occidente, N.º 95, 1931, pp. 140-156 (original en alemán: „Die Wendung zur totalen Staat“, Europäischen Revue, vol. 7, no. 9, 1931, Dez., pp. 146 y ss.; incluido en Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar Genf – Versailles, 1923-1939, Hanseatische Verlagsanstalt Aktiengesellschaft, Hamburg, 1940, pp. 146-157).

[[xvi]] Según Dalmacio Negro Pavón, hasta la obra de Thomas Hobbes, el conjunto político se entendía como «Pueblo», término organicista y ordenador. Hobbes «lo sustituyó» por el de «Sociedad como conjunto de individuos dispersos», «un modelo científico a fin de cuentas» (artificialista y organizador). Después, John Locke empleó el término societas civilis como traducción «inexacta» del koinonia politiké (comunidad política) aristotélico. Por tanto, pueblo y sociedad, comunitas y societas, no son términos equiparables, sino por el contrario propios de dos visiones contrapuestas de la existencia humana: la organicista y la mecanicista o artificialista. Id. «Pueblo, sociedad y partidos», 29-30, pp. 779-780, Verbo, núm. 549-550, 2016, pp. 749-787.

[[xvii]] La confusión en Europa –extendida en su decadencia del y al continente americano–, su pacifismo rampante, la forma oligárquica de gobierno que requiere continua legitimación, los Estados totales y el «modo de pensamiento ideológico» han influido de forma decisiva en una situación de apoliticidad (por «despolitización») y neutralidad (por «neutralización»), Dalmacio Negro Pavón, «La neutralización de la cultura», Opus cit., p. 192. Mayor consideración requiere la «desintegración del êthos y el Estado», que también confluye como causa de la crisis, o quizá resultado. Vid. Ibid., La situación de las sociedades europeas: La desintegración del êthos y el Estado, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales «Francisco de Vitoria» (IIESFV)-Unión Editorial, Madrid, 2008; reed. Unión Editorial, Madrid, 2023.

Nótese que los términos descriptivos de la «situación» son inequívocamente schmittianos, vid. p. ej. Carl Schmitt, «La época de las neutralizaciones y de las despolitizaciones», 1929 (); Ibid., «Resumen de los diversos significados y funciones del concepto de la neutralidad política interna del Estado», 1931 ().

[[xviii]] Carl Schmitt, «El concepto de piratería», p. 138, Theoría: Revista del Colegio de Filosofía, núm. 40, junio-diciembre, 2021, pp. 130-138, presentación y trad. de Yuri Notturni (original en alemán: „Der Begriff der Piraterie“, Völkerbund und Völkerrecht, 4. Jahrgang, 1937, pp. 351-354; incluido en Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar – Genf – Versailles, 1923-1939, Hanseatische Verlagsanstalt Aktiengesellschaft, Hamburg, 1940, pp. 240-243).

[[xix]] Carl Schmitt, «El concepto de la política» (versión de 1933, ed. de F. J. Conde), Opus cit., 1, p. 97.

[[xx]] La mayor constatación es la exclusión de deportistas y entidades deportivas rusos de competiciones internacionales como medida «de presión» o represalia.

[[xxi]] «Nada importa tampoco para la determinación conceptual de la política que se desee o no como estado ideal ese mundo sin política.» Carl Schmitt, «El concepto de la política» (versión de 1933, ed. de F. J. Conde), Opus cit., 3, p. 110.

[[xxii]] Sobre los «modos de pensamiento político» vid. Dalmacio Negro Pavón, «Modos de pensamiento político», sesión del 16 de enero de 1996, Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, N.º 73, 1996, págs. 525-568.

[[xxiii]] Manuel García-Pelayo Alonso, «El reino feliz de los tiempos finales», 1. 3, p. 67, en su compendio Los mitos políticos, Alianza editorial, Madrid, 1981, pp. 64-110. Es un mito político o «forma mítica» en que, «al final del tiempo [que en el modo de pensamiento ideológico será la consecución o establecimiento mundial o universal de la ideología] vendrá un reino feliz [un estadio sociopolítico] en el que la humanidad se verá libre de los problemas que le agobian, un reino en el que regirá la justicia y, por ella, la paz».

[[xxiv]] Por todo el párrafo, Dalmacio Negro Pavón, «Prólogo», pp. 9-10, a Pedro M. González, La justicia en el Estado de partidos: Dependencia político-judicial española. Desde la Transición hasta Ruiz Gallardón, Editorial MCRC, Madrid, 2019, pp. 9-24.

[[xxv]] Paolo Grossi, «Un diritto senza Stato: La nozione di autonomia come fondamento della costituzione giuridica medievale», II, p. 270, Quaderni Fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, Núm. 25, 1996, pp. 267-284 (trad. española de Ana Matilde Kissler Fernández en Anuario Mexicano de Historia del Derecho, N.º 9, 1997, pp. 167-178).

[[xxvi]] Dalmacio Negro Pavón, Gobierno y Estado, XIII, 1, p. 87, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2002.

Honor monárquico y virtud republicana

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 282 de «La lucha por el derecho» nos habla del principio moral que sostenía a la monarquía y el que debe sostener a una república.

Virtud republicana versus honor monárquico

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En toda forma de Estado se halla ínsita un principio moral que la sostiene. Ninguna estructura institucional puede subsistir si no se apoya en una idea reguladora del comportamiento de sus gobernantes y de sus gobernados. La monarquía encontró ese principio en el honor. La república, en cambio, sólo puede sostenerse sobre la virtud cívica.

El honor fue, en el origen de las monarquías, la medida del valor personal y político, era la norma interna de la conducta aristocrática, el resorte invisible que sustituía al control público. Un rey deshonrado perdía el derecho moral a mandar, y un noble sin honor quedaba expulsado del cuerpo político. Así se mantenía la cohesión del orden jerárquico. Pero ese mundo se extinguió.

El honor como fundamento político sólo puede existir donde hay una desigualdad esencial reconocida como legítima, donde la posición social confiere dignidad y la pérdida de reputación implica desposesión. Hoy, en las sociedades modernas, el honor se ha socializado como cualidad personal antónima del interés, y la jerarquía se ha sustituido por la masificación y la integración de esas masas en el Estado.

En el Estado de partidos, los hombres públicos no se rigen por la moral del deber ni de la lealtad, sino por el cálculo del provecho. El honor, que exigía sacrificio personal por una causa superior, ha sido degradado a un ritual vacío de cortesía y medallas en esta monarquía. Por eso, el honor monárquico no puede ser restaurado: no porque falte el rey, sino porque falta la estructura moral y social que lo hacía posible.  De su propia genética hereditaria se desprende que la mácula del deshonor monárquico sea imborrable, mientras que el principio electivo permite que la existencia de una pasada república que no fuera virtuosa no impida que otra después sí lo sea.

El ejemplo más claro de esta disolución moral lo ofrece la monarquía reinstaurada (no instaurada ni restaurada) por Juan Carlos de Borbón. Su reinado nació de una doble traición que selló, desde su origen, la pérdida irrecuperable del honor monárquico. Traicionó a Franco, quien lo designó sucesor bajo juramento de continuidad del régimen; y traicionó a su propio padre, don Juan de Borbón, al aceptar la corona mientras éste aún vivía, violando el principio dinástico y la palabra empeñada. No fue una ruptura liberadora, sino una sucesión ilegítima, sostenida por el engaño, el oportunismo y la conveniencia.

La monarquía juancarlista nació, pues, sin honor y sin moral. Su triunfo fue fruto del consenso oligárquico entre los herederos del franquismo y la oposición domesticada. El honor monárquico, antaño vinculado a la palabra dada, quedó reducido a una retórica de reconciliación hipócrita. Desde entonces, la monarquía ya no representa el ideal caballeresco del deber, sino el cálculo de la impunidad.

La virtud, en cambio, no es atributo de clase ni de cuna. Es un principio universal y racional, propio de ciudadanos iguales en derechos. Montesquieu comprendió que, si la república debía sobrevivir, su motor no podía ser ni el miedo (como en el despotismo) ni el honor (como en la monarquía), sino la virtud cívica: la disposición del ciudadano a anteponer la lealtad a su conveniencia.

Y así, la democracia formal —esto es, la libertad política colectiva expresada en la separación de poderes y la representación verdadera— hoy sólo puede alcanzarse con la forma republicana del Estado. La monarquía de partidos, como la española, carece de principio moral fundante. Ya no se sostiene en el honor, y tampoco puede sostenerse en la virtud, porque la virtud requiere libertad política e igualdad de derechos para acceder a los cargos públicos, y no servidumbre voluntaria. Hoy, la monarquía se sostiene por el consenso de los partidos, por el miedo y por la ignorancia de los gobernados.

La república, en cambio, devuelve al ciudadano su dignidad política. No se trata de una forma sentimental ni de un cambio de bandera, sino de una transformación radical del fundamento moral del Estado: pasar del privilegio a la responsabilidad, del honor heredado a la virtud elegida.

Por eso, la libertad política no puede venir de la restauración, de la instauración ni de la actual reinstauración de la forma monárquica de Estado, sino de la república constitucional, donde la virtud ciudadana sustituya al honor cortesano como principio rector del poder. Solo entonces podrá existir la moral pública y con ella la dignidad de la nación regida por el elemental principio de lealtad.

Traición a los ideales

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Anécdotas de encuentros con Felipe González y el Rey Juan Carlos I.

Durante la Transición española los partidos de la oposición traicionaron los ideales de la libertad política colectiva que previamente firmaron en la junta democrática de España.

Fuentes del audio:

Radio libertad constituyente:
https://www.ivoox.com/rlc-2013-31-01-crisis-estado-crisis-la-audios-mp3_rf_1752434_1.html

Música: Presto. BWV 1056. J.S.Bach.

Carta final (V): El gran invierno que viene

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Estimado lector:
‘Crónicas de un cadáver adornado’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta al Omar ibn Hassan, viajero persa que desmonta los mitos democráticos de Europa con ironía coránica y bisturí trevijanista.

Epílogo sobre el crepúsculo de una civilización que confundió comodidad con libertad

Querido hermano Naser al-Din:

Desde el puerto de Estambul —donde el Cuerno de Oro besa las sombras de Bizancio—, contemplo las luces de Europa palidecer como velas ante un viento helado. Mi equipaje guarda cuatro tesoros amargos: las verdades que Trevijano talló como lápidas para su propia civilización. Permíteme, antes de volver a Isfahán, grabar en esta carta el epitafio de un continente que eligió el espejismo sobre la libertad.

I. El engaño institucionalizado

Recuerdas mi primera carta, ¿verdad? Aquella donde comparé su democracia con un ajedrez donde los peones creen mover las piezas. Hoy lo confirmo: Europa no sufre una crisis política, sino un suicidio metafísico. Han convertido las reglas del poder —que Trevijano exigía inmutables como las del ajedrez— en plastilina moldeable por burócratas de Bruselas. ¡Hasta un mercader de Isfahán sabe que un bazar sin reglas es cueva de ladrones!

II. La igualdad que encarcela

En Barcelona vi cómo su democracia social —esa quimera que estrangula la libertad política— se reduce a un teatro donde los pobres aplauden las migajas arrojadas por los oligarcas. Trevijano lo resumió con dolor: «La izquierda europea sacrificó la democracia en el altar de la igualdad». Como quien cambia el sol del desierto por una linterna de juguete.

III. La obediencia patológica

Aquella escena en Bruselas —jóvenes limpiando escombros tras ser gasificados— reveló su mal ancestral: creen que la sumisión educada es virtud. Trevijano desnudó el mecanismo: «Les hacen llamar libertad a la servidumbre voluntaria». Hasta nuestros camellos rebeldes muestran más dignidad al negarse a cargar fardos injustos.

IV. Las rebeliones estériles

Pero fue en Bolonia donde comprendí su tragedia definitiva. Esa juventud que Trevijano esperaba hacia 1998 como un vendaval purificador, hoy pide espacios seguros donde refugiarse de las palabras ásperas. ¡Ironía! Sus abuelos lanzaban piedras en París; ellos lanzan tuits desde cafés con soja.

La profecía que se cumple en silencio

Ayer, en el bazar egipcio de Estambul, un vidente ciego me dijo: «Europa morirá de calor en su invierno moral». Recordé entonces la advertencia más lúcida de Trevijano: «Cuando faltan la novela crítica y la historia nueva, las generaciones se superponen sin hallar su sentido».

¡Mira su invierno, hermano!

Francia: cuyo castillo social, construido con el oro de África, ve cómo se agrietan sus muros al secarse la mina colonial. Ahora, sus señores feudales, en lugar de apuntalar el edificio, salen a buscar nuevos ogros en el Este a quien culpar de la humedad que inunda sus salones.

Alemania: donde el sermón verde sobre el juicio final planetario se pronuncia desde púlpitos de hipocresía, iluminados por el combustible extraído de las entrañas de regímenes que escupen sobre la dignidad humana.

España: donde los nietos de la Transición creen que votar es elegir entre las marionetas del mismo titiritero.

Inglaterra: que creyó encontrar su soberanía tras el muro del Brexit y solo encontró el eco de su propia irrelevancia, suplicando ahora acuerdos a sus antiguas colonias.

Trevijano lo llamó «cementerio intelectual». Yo lo veo como un harén donde las ideas libres son recluidas tras celosías de corrección política.

Conclusión: El regreso a la luz

Mientras embarcaba hacia Esmirna, un diplomático europeo —borracho de raki y soberbia— me espetó: «Ustedes necesitan nuestra democracia». Le mostré mi ejemplar de Trevijano, subrayando una línea sangrante: «Sin instituciones democráticas, todo lo que no es frivolidad o crimen es bribonería política».

¿Saben acaso, hermano, qué les respondí?
«Nosotros tenemos el Corán, ustedes tenían a Trevijano. Y mientras nosotros rezamos cinco veces al día recordando la ley divina, ustedes olvidaron a su único profeta que les habló de libertad real».

Su silencio fue el de un continente que, al perder la capacidad de ruborizarse, perdió el derecho a la redención.

Y sobre el otro coloso occidental cuyas grietas anuncian su futuro desplome, hermano, guardaré ese análisis para nuestra próxima correspondencia, pues esa tragedia merece un relato propio.

Como escribió Saadi en Gulistán:
«No llores por el jardín muerto:
quien olvida regar las raíces,
merece espinas por rosas».

Europa eligió las espinas. Que el Altísimo tenga piedad de su alma.

Tu hermano que vuelve al desierto,
Sheij Omar ibn Hassan
*Estambul, a 1 de Dhul-Qa’da de 1419*

Begoña Gómez frente al jurado popular

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 281 de «La lucha por el derecho» nos habla del jurado popular en relación al enjuiciamiento de Begoña Gómez.

El jurado y el caso Begoña Gómez: argumento constitucional, histórico y operativo

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La implantación o la restricción del jurado popular sólo por principios formales y técnicos deja de lado dimensiones esenciales que son consecuencias de cualquier democracia, como son la participación ciudadana, el control del poder y la legitimidad del derecho penal.

Si aceptamos que el poder político debe rendir cuentas no solo ante instancias especializadas, sino ante los gobernados, entonces delitos como el cohecho o el tráfico de influencias cuando tengan autores en posiciones institucionales —y por supuesto los cometidos por los propios jueces, por evidentes razones de higiene—, merecen ser juzgados por un jurado. El reciente caso de Begoña Gómez obliga a repasar estos principios y a afirmar que, jurídicamente, sí procede acudir al jurado en los casos de corrupción cometidos por la clase política.

El jurado popular es una institución típica de los sistemas jurídicos de tradición anglosajona basados en la costumbre y el precedente. En ellos, la ley escrita (statute) convive con la jurisprudencia y con las normas consuetudinarias que prevalecen sobre aquella, y los ciudadanos tienen un natural papel activo en juzgar tanto los hechos como, en cierto modo, la aplicación de la norma precisamente por emanar directamente del devenir social. En estos sistemas, el jurado no solo decide sobre culpabilidad, sino que funciona como medidor social de lo que consideran justo más allá de la letra fría del código.

Sin embargo, en sistemas como el español, de derecho continental y codificado, con fuerte tradición legislativa, prevalece la ley escrita (Código Penal, leyes procesales), delimitando cuidadosamente qué se juzga, quién lo juzga y cómo se juzga. Eso tiene ventajas (seguridad jurídica, predictibilidad, uniformidad) pero también límites: cuando se trata de delitos de corrupción o delitos cometidos por autoridades, la legitimidad del proceso —y la confianza del público— se ha de alimentar de instituciones que incluyan la participación de los gobernados al tratarse de bienes jurídicos generales, sin afectación concreta y particularizada.

Para tales contados y exclusivos casos, el jurado no puede considerarse un vestigio romántico, sino un contrapeso institucional y de control de la propia Justicia, lo que es evidente en el enjuiciamiento de los propios jueces por los delitos que cometan en el ejercicio de sus funciones. Su aplicación concreta dependerá de la ley, pero la Constitución formal no puede ser extraña a la posibilidad de aplicarse con real eficacia, no como adorno.

En el caso de los delitos como el cohecho o el tráfico de influencias no estamos ante bienes jurídicos particulares, únicos y delimitados como la vida (homicidio) o la integridad física, sino de bienes jurídicos generales y complejos: la integridad de la administración y del erario, la confianza pública, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la imparcialidad, la transparencia. Además del perjuicio económico existe un plus de reprochabilidad en tanto se ataca directamente el esencial principio de lealtad como virtud organizativa del sistema político.

En estos casos, la participación popular —el «veredicto de la sociedad» mediante ciudadanos— se encuentra justificado. Lo mismo ocurre cuando los delitos son cometidos por jueces. Si la judicatura se juzgara solamente entre sí o por magistrados únicamente, los jurisdicentes alcanzarían la impunidad.

Sin embargo, la Ley Orgánica 5/1995, del Tribunal del Jurado, supuso una extralimitación de los principios antes expuestos para introducir a discreción una moda típica de las películas de juicios norteamericanas. Se generalizó el jurado para delitos como el homicidio o el asesinato, e incluso las amenazas condicionales en ciertos supuestos, lo que supone una incoherencia con nuestro sistema de fuentes, mientras que no recoge el control de los delitos de la clase judicial. Eso sí, reconoce la competencia del jurado para delitos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de su cargo, e incluye también el cohecho y tráfico de influencias expresamente.

No estamos hablando ahora de teoría: el marco normativo ya prevé que estos últimos delitos sean juzgados por jurado popular. La ley lo exige, y tanto la jurisprudencia como la doctrina han interpretado esos supuestos con criterios prácticos de conexión y competencia territorial que, aplicados al caso de Begoña Gómez, determinan que, de lege lata, sí procede acudir al jurado.

En efecto, los delitos imputados están en el listado legal del jurado. Se le atribuyen indiciariamente presuntos delitos de malversación de caudales públicos, tráfico de influencias, corrupción en los negocios, apropiación indebida e intrusismo. Algunos de esos delitos —cohecho, tráfico de influencias, malversación— están expresamente incluidos en los delitos sobre los que debe conocer y fallar el tribunal del jurado.

Aunque Begoña Gómez no sea jueza ni funcionaria de carrera, los delitos que se imputan tienen relación directa con el ejercicio de funciones públicas fuera de toda duda. En particular el tráfico de influencias, ya que sin la condición evidentemente pública de ser esposa del presidente del Gobierno la conducta sería imposible. A ello contribuye que estén implicados operadores o funcionarios intervinientes, asesores, instituciones universitarias y gubernamentales, reforzando que es un delito cometido en la esfera pública.

Como conclusión, se puede decir que el jurado popular no es un capricho histórico ni tampoco debe convertirse una moda trasplantable genéricamente de sistemas jurídicos con distinto sistema de fuentes, pero sí se trata de una garantía procesal excepcional de la Justicia como mecanismo de control al poder político y jurisdiccional. En delitos con bienes jurídicos lesionados generales —cohecho, tráfico de influencias—, especialmente cuando los implicados se ubican en el espacio público —jueces, funcionarios de alto nivel, personas cercanas al poder—, ha de ser fundamento legítimo y constitucional que se recurra al jurado. Además, en el caso de Begoña Gómez, se dan actualmente los requisitos normativos formales vigentes en tanto que los delitos imputados están en el catálogo legal.

El Estado español sin Cataluña, ya no es Estado español

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Don Antonio analiza las palabras de Mariano Rajoy el 30 de noviembre del 2014 tras el intento de sedición del llamado 9N.

Fuentes del audio:

Radio libertad constituyente: http://www.ivoox.com/rlc-2014-11-30-discurso-rajoy-cataluna-y-audios-mp3_rf_3798641_1.html

Música: Allegro. BWV 1055. J.S.Bach.

Cultura y conciencia republicanas en «Una vuelta por el mundo»

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Este sábado 4 de octubre el abogado y escritor Pedro Manuel González ha conversado con Isabel Valero en su programa Informa Radio. El enciclopédico colaborador de este diario expone a la audiencia que la nación española es un hecho por encima de cualquier forma de Estado o partido político y que la patria es un hecho dado que no se hace ni depende de la voluntad. Sin embargo, la libertad política ha de ser conquistada y con ella se ha de instituir la democracia como forma de gobierno, con unas instituciones que garanticen el mantenimiento y ejercicio de esa libertad. La corrupción política inherente al régimen del 78 no es una falla del sistema político, sino una característica consustancial a su forma de lo político, es decir, la corrupción no es un defecto del sistema: es el sistema, la corrupción como factor de gobierno.

Los abusos y tropelías sin ningún control del actual Gobierno dejan el camino libre y dan carta blanca a la corrupción de los que vengan después. Da escalofríos pensar en cómo será el que haga bueno a Sánchez. Porque mientras de una sola votación sigan saliendo los tres poderes clásicos, sin separación en origen, la relación de poder seguirá siendo la misma: ningún límite ni control del poder por parte de los gobernados.

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