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martes 23 diciembre 2025
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La monarquía de partidos se disuelve en Valencia

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En la televisión llaman turba a quienes lo han perdido todo mientras tertulianos y youtubers hocican en el fango mediático. Cómo extrañarse de que los gobernados, intuyendo los intereses en juego y el papel arbitral de la monarquía para su reparto entre los partidos estatales, arremetan contra la clase reinante en toda su extensión.

La falta de adopción de medidas de urgencia como el estado de alarma —esta vez sí—, en combinación con la intervención del ejército en aplicación de la Ley Orgánica de la Defensa Nacional, entre otras medidas imprescindibles, obedece a razones de conveniencia política de las facciones que parasitan al Estado. La concurrencia de ausencia de representación, de la organización territorial y del reparto del poder diseñados por el Estado autonómico y la carencia de una jefatura de Estado electiva con atribución del mando supremo del ejército, ha generado la tormenta sistémica perfecta.

Se dirá que es un hecho puntual derivado de una situación extrema, de una causa particular. Sin embargo, en virtud del efecto Montesquieu, si una causa particular es capaz de poner en un brete al Estado, es que había antes una causa general susceptible de hacerlo perecer por cualquier motivo singular.

El Rey, cúspide de esta organización, pide perdón, embarrado por las consecuencias de su funcionamiento. Pero, ¿por qué, o mejor dicho, de qué pide perdón? ¿De no haber hecho nada por su propia impotencia institucional? ¿De lo que han hecho o dejado de hacer quienes escriben sus discursos y dirigen su actuación exterior? ¿De su propio papel de moderador de los apetitos de los partidos que han dado lugar al abandono de la población?

Un Rey no puede pedir nunca perdón sin dejar de ser soberano. Como dijera el siempre añorado Trevijano en su sermón renacentista de 19 de abril de 2012 en Radio Libertad Constituyente dissoluta est monarchia: «Un Rey que pide perdón pierde hasta la condición de reyezuelo de quita y pon. La relación del Rey con los gobernados es de orden sentimental. Si el sentimiento mítico de la Corona se esfuma, aunque solo sea un momento, nada ni nadie podrá ya restituirlo. Un Rey humillado es un Rey muerto en vida».

Y es que las legitimaciones carismáticas o tradicionales solo se sostienen en el amor o en el temor. Si un monarca no es admirado ni temido, no puede ser nunca respetado. Los gobernados han mostrado con hechos por primera vez la esterilidad del amor no correspondido, y que no tienen miedo después de haberse quedado sin nada. La presencia real, con la comitiva del gobierno saliendo de najas, ha tenido el mismo efecto, que no resultado al menos de momento, del «que coman pasteles» de María Antonieta cuando se le decía que los campesinos no tenían pan.

Cuidado, porque si los súbditos han percibido ya la mentira de la monarquía de los partidos es imposible que su descomposición no haya sido antes olida por las oligarquías. Y si estas concluyen que aquella ya no les es útil, la dejarán caer sin la menor duda. Disuelta en el agua de la riada por este acto de humillación, desaparece la razón ontológica de la institución.

Por eso hay que estar alerta para evitar el continuismo de la relación de poder que sustituya la monarquía de partidos por una república también partidocrática. Volviendo a la misma arenga de Trevijano antes citada, y a lo que nos ocupa «esta vez, la República Constitucional, que es la única alternativa pacífica a la Monarquía de los Partidos, no será fruto de improvisaciones ni de ensoñaciones. Producto de la libertad constituyente y fuente de la democracia representativa, será criterio de racionalización modernizadora del Estado». Que así sea.

Lo que el agua nos trae

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Se habla estos días terribles de indignación, de dolosa inacción, de fallos y carencias en la cadena de mando. De la valentía de uno, de la cobardía del otro, de la nadería del de más allá. Se habla de políticos irresponsables y desconectados, de utilizar a las víctimas como herramienta política, de que el pueblo sabe gestionarse mejor que sus dirigentes. Se habla, incluso, de Estado fallido.

Los tertulianos y comentaristas más beligerantes y honrosos arrojan merecido barro a toda la clase política, señalan la babel de las administraciones incapaces de actuar a tiempo, claman contra el presidente de la nación. Pero no se habla del problema real que late en el fondo de este dramático episodio. ¿Cómo es posible en gente tan preparada? Los dardos, como siempre, se quedan a decenas de metros de la diana.

Y es que el problema va a cumplir medio siglo. Hace cincuenta años una riada de fraude y estulticia arrasó nuestra inteligencia y nuestra memoria política. La pregunta es sencilla: ¿a quiénes representan nuestros mandatarios? Salen de unas urnas y de unas listas. Millones de españoles escogen una papeleta refrendando los nombres y apellidos que ahí se ponen. ¿Quién los ha puesto allá? Los jefes de partido y su aparato. ¿Cómo figurar en esas listas que darán acceso a un sueldo estratosférico y a estupendas sinecuras? Pues siendo del agrado del jefe. ¿A quiénes representan verdaderamente los candidatos de las siglas de nuestro gusto, a quién le deben lealtad y obediencia? A su jefe, por supuesto. O a toda la cadena de mando hasta llegar al jefe de partido. Conclusión: no nos representan.

Este sencillo proceso deductivo se resiste, no solo a la población en general, sino a las voces más autorizadas que asoman por los medios de comunicación. Sencillamente, las reglas del juego están adulteradas. Elegimos representantes que no nos representan, que son únicamente tentáculo o flagelo de su jefe de filas. Nuestros intereses no son representados, nuestros problemas son ignorados, no existe voluntad general. Existe el juego de intereses de una decena de jefes de partido con sus cúpulas y los grupos de presión que los apoyan.

Los partidos políticos deben surgir en el seno de la sociedad en virtud de la libertad de asociación. Solo así representarán con legitimidad y coherencia los intereses de sus asociados y simpatizantes. Ahora topamos con otro proceso lógico al que también se resisten todos y que está interesadamente desterrado del debate público. Las relaciones políticas en las sociedades avanzadas se caracterizan por las fricciones entre sociedad y Estado: control de éste y lucha contra sus abusos y arbitrariedades. De ahí la célebre separación de poderes. Para enfrentarse al Estado, peligrosa delegación del poder de todos, se necesitan partidos que sean representativos de la sociedad, organizaciones que puedan oponerse y controlar al Estado. Las personas, como las organizaciones, obedecen a quien les da de comer. ¿A quién obedecerá un partido nacido en el seno de la sociedad? A los que satisfacen mensualmente sus cuotas de afiliación. Ahora tenemos que preguntarnos quién sostiene a nuestros partidos políticos. Pues, en principio, los sostiene el Estado, financiándolos según sean los resultados obtenidos en las votaciones (¿fijo más comisiones?). Aplicando el sencillo axioma de que uno obedece y debe lealtad a quién le paga, está claro a quién sirve la clase política. En efecto: sirven a aquel con quien los ciudadanos se hallan en perpetuo conflicto.

Bien, los políticos no nos representan: representan a sus partidos y éstos a sus jefes y a sus cúpulas. Para poder estar en las listas confeccionadas por los popes hay que hacer toda clase de méritos muy alejados de la voluntad de servicio a los ciudadanos y del continente de la honestidad y las virtudes: oportunismo, servilismo, cinismo, falta de escrúpulos, en diferentes proporciones y grados. Es más: muchos se crían en las juventudes de los partidos en prometedores reservorios aristocráticos. Su desconexión con la vida del resto de los mortales es irremediable. En tercer lugar, los partidos representan los intereses del Estado, su verdadero empleador, por lo que están en clara oposición con la sociedad que dicen representar. Tenemos, por tanto, tres ejes en los que proyectar nuestra figura: lealtad al partido en lugar de al ciudadano, perfil servilista y partidos de Estado. Estas personas son las que toman las decisiones cruciales que afectan a todos los ciudadanos. Si hacen, por ejemplo, una ley hipotecaria o de transición ecológica, la harán en virtud del grupo de presión correspondiente. Si deben consolidar a 800000 interinos públicos en fraude de ley, lo harán siempre en favor de las administraciones públicas y en contra del trabajador. Si deben tomar decisiones urgentes ante un desastre… ¡juzguen por ustedes mismos!

Afirmamos que la clase política no nos representa. Bien, he aquí la explicación técnica que no asoma por ningún sitio. Decíamos que el problema viene ya de medio siglo. A la muerte del Generalísimo (sí, de Franco), España se debatía entre la transición (o reforma) y la ruptura. Un ente determinado que transita hacia otra cosa, no pierde, por mucho que adquiera otros atributos, su esencia. Por eso se quería la ruptura. La querían los partidos de la oposición (PCE, PSOE, nacionalistas, independientes…). Se oponían los partidos del poder (UCD, AP). La historia es ya conocida: todos se repartieron el cadáver. La evolución de una dictadura de un solo partido en la que no existe división de poderes solo de funciones, solo puede dar paso a una oligarquía en la que el partido único da paso a un puñado de ellos. Del dragón pasamos a la hidra. Se concede un régimen de libertades, pero la estructura sigue siendo la misma: no existe separación de poderes, solo de funciones; la sociedad pasa a integrarse en el partido de su elección, y por ende en el Estado, por lo que la representación de sus intereses queda anulada; la influencia de los grupos de interés no solo queda intacta, sino que crece.

En fin, sacralizada «la Transición», afianzados los diques de contención entre la voluntad de los ciudadanos y el poder del Estado, han ido transcurriendo las décadas de esta oligarquía de partidos a la que llamamos «democracia», doloroso eufemismo de una realidad bien distinta. Antonio García Trevijano, olvidado y defenestrado organizador de la oposición contra Franco y a la postre único defensor de la ruptura con el franquismo como única forma de traer la democracia, hizo a propósito de todo esto una extraña y reveladora afirmación: «Muerto Franco, triunfó el franquismo». Iluminaba así lo que fue un mero ejercicio de «gatopardismo» (término derivado de la luminosa novela de Tomasi di Lamdepusa, El Gatopardo): «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie».

Mas la indolencia persiste. Seguimos jugando a no enterarnos de qué pasó verdaderamente a la muerte del dictador, a meterlo todo en la gaveta de la derecha o de la izquierda, a pensar que la corrupción sistemática y el desgobierno no tienen remedio y a idiotizarnos con la televisión o el ocio de turno. No queremos caer en la cuenta de que, al no cumplirse la voluntad general, se cumple la voluntad y el despropósito de los oligarcas. Y lo que creemos una cuestión de física cuántica nos afecta a todos en lo más cotidiano e íntimo de nuestras vidas: al precio del aceite, a la imposibilidad de adquirir una vivienda, al aire irrespirable de relativismo e inmoralidad pública, a la gestión de una catástrofe…

Porque muchos ciudadanos, con barro y sangre en las manos, claman contra una clase política que no les representa. Ellos, realmente, son la voz de todos. Pero nadie nos explica que esto no es una democracia y que estamos a merced de los espurios intereses y sórdidas enajenaciones de unos cuantos. El germen está ahí, pero de nada sirve indignarse. Hay que saber por más que nos lo impidan. La conciencia solo se abre desde dentro (A. Humboldt), sí, pero hay que darle un empujoncito.

Dictadura más hegemonía

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En los Estados de partidos la sociedad política es financiada por el Estado y el sistema de listas anula la representación, por lo que es imposible la existencia de sociedad política.

La hegemonía cultural pertenece a la sociedad civil, la hegemonía política proviene de la cultural donde una parte de ella se destaca de la sociedad civil y forma la sociedad política.

Don Antonio hace referencia a la expresión del fundador del partido comunista italiano, Antonio Gramsci: Gobierno es dictadura más hegemonía.

Fuentes:

https://www.ivoox.com/rlc-06-05-2013-farage-uk-iniciativa-politica-y-audios-mp3_rf_2015375_1.html

Música: Mamita (Habanera). Juan Mª Guelbenzu (1819-1886). Interpretado por Ana Benavides.

La necesaria independencia orgánica de las profesiones libres del derecho

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Abogado ante un juzgado

Del mismo modo que ocurre con jueces y magistrados, a los profesionales libres de la Justicia la independencia personal se les presume. De no existir, aquellos incurrían en el delito de prevaricación, y estos en el de deslealtad. Sin embargo, de nada sirve para ninguno de ellos si no existe independencia institucional, es decir, orgánica, en el desempeño de su labor.

Si el sojuzgamiento por la clase política de la Justicia funcionarial integrada por jueces y  fiscales,  entre otros, es evidente por la sencilla constatación de la designación y presupuesto de sus órganos rectores, no tanto el que afecta a las profesiones libres del derecho, y particularmente a abogados y procuradores.

La configuración de los colegios profesionales como administración corporativa de obligada adscripción para el ejercicio supone un límite inaceptable para su imprescindible independencia, dadas las funciones de control de aptitud para el ejercicio y disciplinario. Si a esto sumamos el manejo de un recurso económicamente tan importante y fundamental para las garantías de la defensa, como es el turno de oficio, por mucha independencia personal que exista, el sometimiento institucional queda asegurado.

Esto explica que, literalmente, haya tortas por alcanzar un decanato, como ocurrió en Madrid, entre quienes saben de la influencia y considerable presupuesto público a disponer. También los clamorosos silencios ante atroces ataques de la política a la independencia judicial. A título de ejemplo, la Ley sobre el Acceso a las Profesiones de Abogado y Procurador de los Tribunales puso en manos de los colegios la capacitación profesional, gestionando y otorgando licencias de ejercicio con un sistema de cursos y prácticas en despachos cuya homologación se hizo a cambio de un apoyo explícito al «Pacto por la Justicia» consensuado por los partidos.

La independencia institucional de la abogacía sólo se alcanzará mediante una colegiación facultativa, traspasando  a secciones no jurisdiccionales de los respectivos Tribunales Superiores de Justicia las facultades de censo, control del cumplimiento de las condiciones académicas de acceso a la profesión y deontológico. Igualmente, la organización y gestión del turno de oficio deben recaer en tales órganos judiciales por afectar al elemental derecho a la defensa.

De esta forma, los colegios dejarían de ser administración, transformándose en auténticas asociaciones profesionales, primando la formación continua de sus miembros y la defensa de la profesión. Máxime la integración de los letrados en igualdad en el censo de votantes del órgano de gobierno de una justicia separada en origen que integrara a todos los operadores jurídicos.

¿Hacia dónde camina la UE?

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Hoy publicamos un programa especial dedicado a Europa y la UE en el 31º aniversario de la firma del Tratado de Maastricht, presentado y conducido por Marcelino Merino, donde Ricardo Silvestre, Jesús Palomar y Pedro M. González, hablan del esplendor, la decadencia y el momento actual de la UE.

Luto por las víctimas de la DANA

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MCRC luto

El Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional (MCRC) se une al luto por los recientemente fallecidos y afectados por la DANA. Acompañamos en el sentimiento a todos los perjudicados en estos días de angustia, tristeza y duelo.

Colegios profesionales e independencia judicial

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 236 de «La lucha por el derecho» nos recuerda el papel de los colegios profesionales en la independencia de la Justicia.

Repaso a la prensa con Dalmacio Negro

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Diálogo entre Antonio García-Trevijano y Dalmacio Negro criticando los metafóricos titulares de la prensa española y al régimen de partidos que tiene como factor de gobierno la corrupción.

Fuentes:

https://www.ivoox.com/rlc-2014-12-31-repaso-a-prensa-dalmacio-audios-mp3_rf_3908006_1.html

Música: Mamita (Habanera). Juan Mª Guelbenzu (1819-1886). Interpretado por Ana Benavides.

Sin precedentes, pero no anómalo

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Hombre trajeado

El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra «anómalo» como el adjetivo para designar lo que es ‘irregular, extraño’. Viene al caso traer esta definición porque el Colegio de la Abogacía de Madrid (antes Ilustre Colegio de Abogados de Madrid) ha descrito la situación penal de D. Álvaro García Ortiz como «un hecho anómalo y sin precedentes».

Sin precedentes desde luego que lo es, en tanto se trata de la primera vez que un fiscal general del Estado recibe una imputación penal en el ejercicio de su cargo. Pero de anómalo no tiene nada. Y no lo tiene porque su actuación deriva del propio funcionamiento orgánico de esa institución. Es lógica consecuencia de su designación directa por el jefe del ejecutivo.

Las razones por las que el Sr. García Ortiz no dimite son dos: la primera de orden personal, pues mientras se mantenga en el cargo podrá controlar la instrucción que se sigue contra él. No olvidemos la estructura jerárquica y principios de subordinación y obediencia debida que rigen la actuación de la Fiscalía, en cuya cúspide se sitúa.

Pero la segunda es aún de mayor gravedad, pues rebosa lo personal para entrar en lo institucional. Esa razón es de pura corrupción moral derivada de la organización de la Fiscalía, y consiste en la absoluta conciencia de que está cumpliendo fielmente la misión para la que ha sido elegido. Es la simple consecuencia de la configuración de la Fiscalía como estructura dominada por un fiscal general del Estado elegido por el Gobierno, que lleva a su jefe a hacer a la prensa la pregunta retórica sobre de quién depende aquélla.

Esto será un aperitivo si finalmente, y como parece (al estar de acuerdo los partidos del Gobierno y oposición), sale adelante la reforma procesal penal para sustraer las competencias instructoras al juez y atribuirlas al fiscal.

La solución es tan simple como ajena a cualquier voluntad política: la auténtica unidad de las carreras fiscal y judicial dentro de una Justicia independiente regida por un órgano de gobierno separado del poder político orgánicamente, garantizando así la integridad de la función de defensor del derecho propia del Ministerio Público.

Imputado un fiscal general del Estado que se agarra al cargo

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 235 de «La lucha por el derecho» nos explica por qué el fiscal general del Estado no renuncia a su cargo al estar siendo investigado por un delito de revelación de secretos.

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