El ceremonial con que se abre el año judicial no es sino la prolongación del engaño en el que España permanece desde la fundación de la monarquía de partidos. Bajo la pompa vacía de togas y solemnidades, lo que se escenifica no es el inicio de curso de una función estatal independiente (comúnmente llamada poder judicial), sino la representación degradada de un orden político en el que la Justicia ha sido reducida a órgano burocrático de la Administración.

El discurso de Perelló, como presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, es la voz de un magistrado cautivo, no la de una institución independiente. Una vez más, sus palabras han carecido de la audacia necesaria para denunciar la colonización del órgano de gobierno de los jueces por los partidos políticos. Se ha limitado a la admonición cortés, a la recomendación tibia, con la esperanza de que el legislador —es decir, los partidos— se dignen a reparar la ruina que ellos mismos han causado.

Un verdadero rector de la vida judicial no solicita ni ruega: afirma con autoridad su independencia. Perelló, en cambio, se pliega al guion que lo reduce a funcionario del régimen.

Más grave aún resulta la intervención del fiscal general del Estado, cuando, en un ejercicio de malabarismo verbal impropio de quien debe ser garante de la precisión conceptual, afirma que «cree en la verdad», para justificar su presencia en el acto estando próximo su enjuiciamiento por un delito de revelación de secretos.

La verdad no admite creencia. O se es veraz o se es mendaz. La verdad no depende de un acto de fe, sino de la correspondencia entre el discurso y los hechos, entre la afirmación y la realidad. Decir que «se cree en la verdad» equivale a convertirla en objeto de convicción subjetiva, como si la verdad fuera opinable, relativa o contingente.

Un fiscal cualquiera que confunda el terreno de la fe con el de la verdad desnaturaliza la función esencial de su cargo. El deber del Ministerio Fiscal no es creer, sino probar; no es adherirse, sino demostrar. La fe pertenece al ámbito religioso, la verdad al campo racional. Cuando se mezcla lo uno con lo otro, el resultado es el relativismo: que todo sea reducible a un acto de voluntad, que la verdad dependa de la fe del fiscal.

No hay que engañarse: estos deslices retóricos no son inocentes. La trivialización conceptual es siempre instrumento del poder para domesticar a la opinión pública. El pueblo español se habitúa a escuchar frases solemnes que nada significan, y al cabo de repetirlas termina aceptando como naturales la corrupción de los conceptos y la subordinación de la Justicia.

Cuando un fiscal habla de «creer en la verdad» en lugar de exigir la veracidad de las pruebas, lo que está haciendo es trasladar el campo de la justicia mutando la objetividad en subjetividad, pasando de la demostración a la creencia. Y con ello se confirma que en el régimen actual la justicia es ideología, no institución.

La apertura del año judicial de 2025 nos ha dejado, una vez más, un testimonio nítido del deterioro institucional: jueces que se quejan pero no se emancipan; fiscales que confunden la fe con la verdad. Todo ello enmarcado en una liturgia que pretende dar apariencia de solidez a lo que, en realidad, es solo un edificio carcomido por dentro.

En un Estado de partidos, la justicia independiente no existe: hay, en su lugar, un servicio jurisdiccional sometido, y la «apertura del año judicial» no es más que un rito vacío, sostenido por palabras huecas y por conceptos adulterados.

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