Hay una confusión interesada —y peligrosamente extendida— que pretende medir el valor del voto por la supuesta calidad intelectual, cultural o moral del votante. Se afirma que no puede valer lo mismo el voto del instruido que el del ignorante. Esta tesis revela una incomprensión radical de la naturaleza del voto como instrumento y de la naturaleza misma del hecho político.

El voto no es un examen de aptitudes, ni una cuestión de mérito, ni un certificado de virtud. El voto no refleja saberes ni protege de ignorancias. El voto es un acto político elemental mediante el cual la sociedad canaliza su fuerza colectiva. Quien confunde el voto como acto consecuencia de una evaluación personal, confunde la política con la pedagogía y el derecho con la psicología.

La igualdad del voto no se basa en la igualdad de los hombres —que no existe— sino en la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Los hombres son desiguales por naturaleza; los ciudadanos son iguales por posición jurídica. Y el voto pertenece al orden civil, no al natural. No se vota en cuanto sabio o necio, rico o pobre, docto o analfabeto, sino en cuanto gobernado afectado por el mismo poder político.

El argumento del voto cualificado encierra, además, una pretensión oligárquica. ¿Quién decide quiénes son «los preparados»? ¿Según qué criterios? ¿La instrucción académica, la renta, el cociente intelectual, la adhesión ideológica? A quienes defienden este tipo de posiciones, toda ignorancia les parece intolerable, menos la suya. Un acto de fatal arrogancia.

Toda jerarquización del voto conduce inevitablemente a una minoría que se arroga el derecho de gobernar en nombre de una supuesta superioridad. Es el viejo sueño de las aristocracias, ahora disfrazado de tecnocracia. Pero el error más profundo de esta tesis es creer que el voto expresa calidad personal alguna. No es así. El voto no revela inteligencia, ni prudencia, ni conocimiento político. Muestra únicamente una preferencia, una adhesión, una voluntad. Y esa voluntad, sumada a otras, produce un resultado que afecta por igual a todos, votantes y no votantes, sabios e ignorantes. Precisamente porque las consecuencias del poder político son universales, la fuerza que lo constituye debe ser igualmente universal.

El voto es fuerza, no razón. La razón se ejerce con el pensamiento, en el debate, en la deliberación. La fuerza se ejerce con la decisión. Y la decisión política, para ser legítima, debe proceder de la suma aritmética de voluntades iguales, no de la ponderación moral de conciencias desiguales. Pretender lo contrario es sustituir la libertad política por la tutela ilustrada.

Quienes desprecian el voto del llamado ignorante suelen olvidar que el ignorante padece las leyes, paga impuestos, obedece a la autoridad y sufre las consecuencias de las decisiones políticas tanto como el más ilustrado. Si la ley no distingue entre ciudadanos a la hora de imponer obligaciones, tampoco puede distinguir a la hora de otorgar derechos. La igualdad ante la ley sería una farsa si no se reflejara en la igualdad del voto.

La democracia representativa —la de verdad, no esta oligarquía de partidos— no garantiza decisiones sabias; garantiza decisiones propias. No promete acierto; promete responsabilidad colectiva de los electores y personal del elegido. Y esas responsabilidades solo pueden ser exigidas cuando nadie puede excusarse diciendo que otros decidieron por él en virtud de una supuesta superioridad.

La verdadera desigualdad política no está en que todos voten igual, sino en que unos pocos decidan siempre, como ocurre en la monarquía partidocrática. La igualdad del voto no es un homenaje a la ignorancia; es una barrera contra la dominación. Es la afirmación de que el poder no nace del talento, sino del consentimiento.

Por eso, quien defiende la desigualdad del voto no defiende la calidad de la política, sino la exclusión de los gobernados. Y sin representación no hay libertad política, solo administración de masas.

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