En la taberna o La orgía. William Hogarth. 1736. Museo Soane, Londres,

El 27 de noviembre pasado, el Tribunal Supremo decretó prisión provisional comunicada y sin fianza para José Luis Ábalos en el marco del caso de corrupción conocida como «caso Koldo», donde se le imputan graves y múltiples irregularidades en contratos públicos. Ábalos —que tras abandonar el Grupo Socialista pasó al Mixto del Congreso de los Diputados— no ha renunciado a su acta.

Según el reglamento del Congreso —en concreto el artículo 21.2— cuando un diputado es sujeto de prisión preventiva con auto de procesamiento (o análogamente, de transformación en procedimiento abreviado), queda suspendido de sus derechos y deberes parlamentarios: pierde voto, voz y percepciones económicas. Pero no el acta. Se trata pues de una suspensión  temporal que no implica pérdida del escaño, hasta que medie sentencia firme o un procedimiento específico declare su vacante. En consecuencia: el escaño queda «congelado». Conserva su condición, pero no ejerce funciones, no cobra y no puede participar en comisiones ni plenos.

Así las cosas, imaginemos por un momento que las instituciones representaran directamente a los gobernados, y no sirvieran de armazón para que las cúpulas partidistas gestionen sus intereses, sus escándalos y sus silencios. En ese marco, que un diputado en prisión siguiera formalmente ocupando un escaño violaría el sentido no solo moral sino práctico del mandato: Ese escaño ya no representa a nadie porque sencillamente no serviría a su función. ¿Acaso puede un ciudadano estar representado por quien está encarcelado? Ya no se trata de que quede inhabilitado moral y políticamente, que también, sino que carecería de toda posibilidad de cumplir su cometido.

Tampoco la suspensión de derechos parlamentarios restituye facultad alguna a la ciudadanía. El escaño queda blindado dentro de la estructura de poder. Este mecanismo protege al sistema de partidos evitando vacantes y sustituciones, preservando su poder ante la opinión pública y ante escándalos futuros. Ese es el pecado mortal de la partidocracia: los partidos son los dueños reales de los escaños.

La consecuencia inmediata es que las mayorías parlamentarias en el Estado de partidos pueden verse afectadas: aunque Ábalos no participe, su escaño debería seguir computándose, desnudando así la esencia de un régimen en que los partidos deciden por encima de los intereses de los gobernados. No estamos ante un desajuste puntual, sino una falla estructural. Decir «democracia», cuando los supuestos representantes no pueden ser revocados por su circunscripción o distrito ni quedan inhabilitados y sin reemplazo, sino simplemente suspendidos, es una farsa.

El caso Ábalos no es un escándalo más de corrupción. Es una revelación del mecanismo institucional que protege, preserva y reproduce privilegios. Como ante todo régimen decadente, la solución no está (solo) en castigar individualmente al corrupto, sino en desmontar las reglas que hacen posible la corrupción y la impunidad. Únicamente hay un camino: dotar de poder a los ciudadanos, arrebatándolo a las élites partidistas. Eso implica, más que replantear las garantías, instaurar un sistema auténticamente representativo.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí