Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA.

Releyendo la Estructura Económica de España de Ramón Tamames, que lejos está aún de pasar a ser una vieja reliquia arqueológica para el estudio de la economía española, se redescubren verdades que difícilmente podrán sepultar las corrientes revisionistas de «la memoria histórica» ni los apaños de los múltiples planes académicos. Las series históricas de datos macroeconómicos revelan con una pertinaz sinceridad –vergonzante, diría yo– lo francamente mal que se ha gestionado la economía española en últimos treinta y cinco años. Y para aquéllos que anden ya inquietos, con ánimo de proferir algún improperio inapropiado, habrá de advertirles, el que suscribe –liberal hasta la médula–, que no hay intención de hacer aquí ensalzamiento de épocas pasadas o de regímenes agostados, mas sí de denunciar con algunos datos en la mano que, para desgracia nacional y mal que les pese a unos o a otros, en las últimas tres décadas y media no ha habido «cabezas» –parafraseando a Ortega–, ni las hay hoy ni parece que las habrá; pues la cosa tiene ya toda la pinta de ser realmente degenerativa.

Dados los datos arrojados por la EPA del primer trimestre de 2013, con 6.202.700 parados y una tasa de paro del 27,16%, resulta interesante analizar las cifras de desempleo, población en edad de trabajar, población activa y población ocupada, del capítulo II: La población, en las series históricas que aparecen reflejadas desde 1973 (página 34, de la 22ª Edición).

Hay dos fechas de clara inflexión, que marcan dos tendencias realmente dispares 1975 y 1982: la primera de fin de una época de desarrollo y equilibrio macroeconómicos, y, la segunda, la consolidación de una desviación hacia graves desequilibrios que aún no sólo no han sido corregidos, sino que se han visto agravados de manera dramática. Si se revisa, por ejemplo, la cifra de paro en 1975, ésta era sólo de 511 mil parados pese a la crisis económica internacional iniciada en 1973, conocida como del «primer choque del petróleo», y frente a una población en edad de trabajar de 26,1 millones. En 1982 esos datos sufren un grave vuelco pasando a 2,24 millones de parados, mientras la población en edad de trabajar sólo se incrementaba en 1,02 millones. Téngase en cuenta además, que la edad mínima de admisión en el trabajo pasaba de 14 a 16 años en 1976, con lo que realmente se reducía «legalmente» el número de personas que se incorporaban al mercado laboral, siendo la cifra de parados, si se hubiera mantenido la legislación anterior, probablemente superior. En términos de población activa y ocupada, los datos son mucho más esclarecedores, pues si en 1975 eran 13,51 millones y 13,00 millones, respectivamente –es decir, casi el pleno empleo–, en 1982 estos datos pasaban a ser 13,10 millones y 10,87 millones. Así pese a haberse reducido la población activa en 410 mil personas, la población ocupada descendía en la alarmante cifra de 2,24 millones frente a los datos de 1975. Quienes alegan «históricamente» el incremento de la población activa por incorporación al mercado laboral español de ingentes masas de emigrantes repatriados entre 1975 y 1982, yerran sobremanera para justificar esta cifra, dado que la población activa no sólo no crece sino que disminuye en 410 mil personas durante dicho período. Este último dato de paro, de 2,24 millones, nos acompañará en las siguientes tres décadas desde 1982, convirtiéndose definitivamente en «estructural». Ni siquiera con el denominado «milagro económico español» de la «época Aznar», lograría reducirse esa cifra.

Para más abundar, vale la pena comparar las anteriores cifras con las de 1973 –al inicio de la grave crisis citada anteriormente– donde la población activa era de 13,43 millones y la población ocupada de 13,05 millones, siendo por tanto el número de parados sólo de 374 mil. Es decir, una envidiable tasa de desempleo del 2,8% que entraría dentro de los términos normales de la denominada «tasa natural de desempleo» o «desempleo friccional» de una economía en perfecto equilibrio.

Por el contrario, en 1986, pese a la recuperación económica internacional y nuestra incorporación a la CEE, en un entorno claramente expansivo, la cifra de paro en España, no sólo no se redujo por debajo de los 2,24 millones –desempleo, como se ha dicho, convertido en estructural desde 1982–, sino que se incrementa aún más, llegando a los 2,96 millones. Es decir, una dramática tasa de desempleo, ya familiar, del 21,5%.

La distribución por sectores de la población activa ocupada, no muestra precisamente una «modernización» de nuestra economía, en línea con lo que se denominara la Ley Petty-Clark, sino una drástica «desindustrialización», que no «reconversión»  –del 30% en 1975 al 14% actual–, así como la triste renuncia a gran parte del sector FAO –del 22% en 1975 al 5% actual– en el que habrá de recordarse que España goza, por sus condicionales geográficas y climatológicas, de una posición envidiable. Como es bien sabido, estos dos fenómenos han generado fuertes desequilibrios poblacionales en amplias zonas del territorio nacional, con altas «bolsas» de desempleados que nuestra economía se ha mostrado incapaz de absorber, pese –o precisamente, por ello– a las ingentes subvenciones y subsidios destinados a tal fin. España ha experimentado un desmantelamiento progresivo e irreversible de determinados sectores productivos, no su reforzamiento ni reestructuración, como hubiera sido deseable. Dicho desmantelamiento, no ha supuesto tampoco un trasvase de la población activa desocupada a los restantes sectores –construcción y servicios–, ni tampoco el fortalecimiento y mejora de la competitividad de éstos.

Tres décadas y media de mala gestión, en fin, que nos habrán de seguir costando muy caro.

twitter @RMartinRivera

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