PATRICIA SVERLO.

Pese a que sabía la importancia que el Caudillo daba a la elección de una compañera adecuada, Don Juan lo mantuvo al margen del noviazgo con Sofía de Grecia, y sólo le comunicó la noticia por radio cuando estaba en el Azor. El Caudillo se quedó en blanco durante un par de minutos, hasta que recuperó el habla, de lo cual Don Juan disfrutó enormemente. Y también disfrutó imaginando su enfado, cuando el 13 de septiembre decidió anunciar oficialmente el compromiso sin consultarlo antes, en Lausana, en casa de la reina Victoria Eugenia. Poco tiempo antes, los felices novios se habían presentado públicamente como pareja, cuando coincidieron en Londres en la boda del duque de Kent.

Pero Don Juan no quería hacer enfadar demasiado Franco, sobre todo tras el “Contubernio de Múnich”, y aprovechó la ocasión de invitarlo oficialmente a la boda para ofrecerle el Toisón de Oro. El dictador estaba tan disgustado que, aparte de la condecoración famosa, también declinó la invitación a la boda, incluso cuando el mismo Juan Carlos le visitó en marzo de 1962 para pedírselo personalmente.

Los problemas con el Vaticano para solucionar el conflicto religioso entre la pareja fueron toda una complicación que tardó varios meses en resolverse. Pero en enero de 1962, cuando la reina Federica viajó a Portugal con sus dos hijas, Sofia e Irene, para que se reunieran las dos familias y pudieran organizar una boda que se preveía muy difícil, no dudaron en celebrarlo a base de bien. Lo festejaron tanto que varios restaurantes de la zona todavía hoy se disputan el honor de haber sido el local en que tuvo lugar la petición de mano. Cosas de hosteleros, por lo demás atontados por el hecho de que los Borbones decidieran hacer de cada ágape una fiesta, y repartir un trozo de pastel a cada uno de ellos.

Eso sí, nuevamente hubo problemas con el tema de la dote, aun cuando los pretendientes españoles no estaban realmente en condiciones de pedir demasiado. La reina Federica y el rey Pablo pidieron un aumento al Parlamento y, ante el peligro de que se estropeara otra boda y la princesa se les quedara soltera, el Parlamento se hizo de rogar, pero al final aprobó la concesión de una cantidad algo superior a la que había autorizado para el frustrado compromiso con Harald. Al cambio, eran aproximadamente 20 millones de pesetas de 1962, una cantidad que a la izquierda griega le pareció excesiva y a la que los Borbones no pusieron pegas.

El 14 de mayo de 1962 se casaron, en Atenas, Juan Carlos y Sofia de Grecia, príncipes de Asturias, título que les identificaba como sucesores de un supuesto rey: Don Juan. Finalmente, Franco no asistió, pero envió al embajador en Grecia, Juan Ignacio Luca de Tena y, en representación suya, al ministro de Marina, el almirante Abárzuza, al frente del barco insignia de la escuadra española, el crucero Canarias.

También recibió autorización para asistir Alfonso Armada, que se había convertido en un servidor inseparable del príncipe. El testigo del novio fue Alfonso de Borbón y Dampierre, su presumible competidor por la Corona. Juan Carlos prefería tenerlo cerca y hacerle objeto de deferencias. Siempre se han quejado mucho de que no tenían dinero ni para pagar la luna de miel, pero lo cierto es que estuvieron cinco meses de viaje, visitando “casas de amigos”. Comenzaron en aguas griegas, a bordo del yate que el armador Niarchos les había dejado. Después, tuvieron la deferencia de pasarse por Madrid a visitar al Caudillo, para lo cual se puso a su disposición un avión de las Fuerzas Armadas. El encuentro fue breve. Comieron en el Pardo y al día siguiente continuaron el viaje de novios. Pero, por culpa de aquella visita, que no le gustó nada a Don Juan, cesaron al duque de Frías como jefe de la Casa del Príncipe.


Las siguientes paradas fueron Roma y el Vaticano, donde fueron recibidos por el papa Juan XXIII. Después, Mónaco, donde visitaron a los príncipes Gracia y Rainiero; Jordania, para ver a su amigo el rey Hussein; el Japón, donde saludaron al emperador Hiro Hito; Tailandia; la India; y, finalmente, como fin de fiesta, los Estados Unidos, país en el que las principales atracciones fueron la visita al presidente Kennedy en Washington, y la excursión a Hollywood para ver de cerca y saludar a los famosos de moda.

Cuando volvieron debían de estar agotados, pero todavía tuvieron que continuar la diáspora durante un tiempo. Primero estuvieron un tiempo en la casa que se les concedió en Grecia. Después se instalaron en Estoril, en una villa propiedad de Ramón Padilla, la Carpe Diem. Pero el destino definitivo fue La Zarzuela, en Madrid. Don Juan no quería que volviera a España, más que por el hecho de estar cerca, por una simple cuestión política. Pero como tenerlo al margen tampoco le servía de mucho y el príncipe no soportaba bien la vida monótona y aburrida de Estoril, en una casa pequeña y prestada, Don Juan cedió. Ya no era tiempo de sostener entrevistas con el dictador.

Esta vez se conformó con escribirle una carta sencilla, fechada el 8 de febrero de 1963, en la que continuaba la línea de pelotilleo que ya había iniciado con la carta del Toisón: ” […] No ha pasado por mi imaginación suspender la presencia del Príncipe de Asturias en España y, mucho menos, por una decisión mía”.

Aquel mismo mes de febrero volvieron a Madrid y se instalaron en el palacio de La Zarzuela, en gran parte a propuesta del Pardo. Las relaciones con Franco se habían deteriorado mucho desde la boda, que había sido a medias entre el rito ortodoxo y el católico, cosa que no podía ser bien vista por alguien a quien le gustaba pasearse bajo palio a la mínima ocasión. Pero lentamente fueron recuperando el buen tono, merced a la presión de los hombres del Opus, que siempre supieron anteponer lo que realmente importaba a sus convicciones de integrismo católico. Y en gran medida también a los esfuerzos de Sofía, que sabía muy bien por qué estaba en España e hizo todo lo posible para irse ganando al dictador. No le faltaron ocasiones para demostrar que era una “profesional” bien capacitada, educada para hacer cualquier sacrificio por una razón de Estado, aunque fuera tragándose la saliva por un marido que se iba de picos pardos a la mínima ocasión.

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