PATRICIA SVERLO.

La vida que los condes de Barcelona y sus hijos llevaban en Estoril, aunque se trataba del exilio y teóricamente estaban sin ingresos, no fue precisamente un infierno. Cada semana o cada mes, representantes de la nobleza española se trasladaban a Portugal para hacer turnos y asistirles como mayordomos. La marquesa de Pelai, acostumbrada a tener gastos importantes como financiar la CEDA, les había dejado gratuitamente dos palacetes: uno para vivir, y otro, Malmequer, para que montaran aquella especie de colegio particular sólo para “Juanito”, a quien sus padres veían que le hacía falta toda la ayuda que pudieran conseguirle. Además, Juan March consiguió que Pedro Galíndez Vallejo, otro altruista, les cediera un velero de 30 toneladas y 26 metros de eslora todos los veranos, con tripulación y con todos los gastos pagados, del cual disfrutaron durante 17 años, hasta que el barco se murió de viejo.

Al médico de la familia, el doctor Loureiro, tampoco le pagaban nada. Juan Carlos iba a menudo a la consulta, no se sabe por qué motivo, y cuando ya era adolescente y salía con sus amigos y tomaba cerveza u otros bebidas, le pedía que le diera algo para que en casa no notaran que estaba alegre.

La Casa Real de los Borbón pasaba los días en una actividad febril. Iban al picadero de la Sociedad Estoril Plage, de caza a Herdade don Pinheiro o al Condado da Palma; a practicar el tiro de palomos; a jugar al golf por las tardes con contrincantes como el embajador de los Estados Unidos, entre otros, en el Club de Golf de Estoril; al Casino…

Dicen que las relaciones entre Don Juan y Nicolás Franco, hermano mayor del Caudillo y embajador en Portugal, siempre fueron muy difíciles. Pero lo cierto es que, una vez normalizada la residencia de la familia Borbón en Estoril, pasaron a saludarse cordialmente, y los descendentes respectivos –Juan Carlos de Borbón y Nicolás hijo– hicieron una gran amistad que duró muchos años. Fue tan intensa que en la década de los setenta se pusieron a colaborar juntos en los prolegómenos de la Transición.

El embajador, cuando le preguntaban por la relación, decía: “Me encuentro frecuentemente con Don Juan, primero porque me gusta beber whisky, y segundo porque así evito que lo hagan otros con ideas conspiradoras”. Así como a la esposa del Conde de Barcelona, Doña María, le iba el Old Fashion (un combinado de whisky del Canadá, un terrón de azúcar, gotas de bíter amargo, unas lonchas de limón y naranja, hielo y una cereza), se sabe que al conde de Barcelona le gustaba beber “dry Martini”. A veces en el bar los camareros comentaban: “Ahora no puede más”. Pero siempre podía. Los camareros decían entre ellos “un dry Martini de medida rey”, porque su cóctel, en lugar de una copa de ginebra, llevaba dos (dos terceras partes de ginebra, un poco de vermut francés, una gotita de whisky y mucho hielo). Siempre lanzaba unas carcajadas sonoras que llamaban la atención, donde quiera que estuviese.

En medio de la vorágine festiva de la familia, hasta el espía que los servicios secretos de Salazar le habían puesto para estar informados puntualmente, Joao Costa, que oficialmente ejercía como guardaespaldas, resultó ser un personaje simpático, que encajaba bien con el resto de la troupe. Antes de ser policía había trabajado en el circo como trapecista y, cuando estaba de buen humor, hacía saltos mortales en el jardín para distraer a los niños.

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