ALFONSO SASTRE*.

Más de una vez, hablando con José Bergamín sobre un posible y deseable futuro republicano para los territorios administrados entonces por la Dictadura de Franco, me apuntó él la necesidad de que tal futuro no se edificara sobre la nostalgia de lo que fue la Segunda República Española.

-No se trata -me decía- de una restauración, ni monárquica ni republicana, sino de la instauración de una Tercera República. (Esto, dicho por uno de los más ilustres creadores de aquella otra, era algo que había que escuchar con mucha atención; y yo lo escuchaba, entendiendo -y así era- que lo que él proponía no pasaba por desconocer las particularidades de aquellos hechos republicanos sino precisamente, todo lo contrario, por prestar una atención incluso minuciosa a aquellos hechos y a sus vicisitudes, que él relataba con mucho acierto, franqueza y siempre buen humor).

Uno de los temas que merece la atención de nuestra memoria histórica de un modo particular es, desde mi punto de vista, siempre atento a las cuestiones del teatro, las referentes al que se hizo durante aquellos años “republicanos”; al teatro español de los años 30. Evidentemente es bueno conocer previamente los lugares del pasado, en los que uno ha de tratar de pertrecharse con los medios necesarios para no “recometer” los errores que aquella generación cometió, junto a sus muchos aciertos, algunos admirables. ¡No podemos repetir los errores de un futuro heredado! Y para mí no cabe duda de que un día se ha de plantear en España la cuestión que se obvió a la muerte de Franco, bajo el temor que producía el ruido de los sables durante aquellas jornadas de la transición. El recuerdo de la guerra civil, fueran más o menos de un millón los muertos la cifra de los que aquella guerra produjo, bloqueó una salida deseable de la dictadura; y la gloria de los comunistas, de algunos demócratas y de una parte del pueblo español durante la resistencia, naufragaron en el mar de un posibilismo que empezó por aceptar como jefe del Estado a aquella persona -aquel Príncipe borbónico- a la que el Dictador había destinado para tal función, y, claro, está, con ella la Monarquía borbónica. ¡Adiós a las esperanzas republicanas! ¡Adiós a la “ruptura democrática”! ¡Adiós a la Tercera República Española!

No es que yo sea un creyente en las virtudes de progreso -y menos, revolucionarias- que conllevaría (que llevaría esencialmente consigo) el establecimiento de una República en lugar de una Monarquía; pues lo que hay entre ambas instituciones de idéntico es más que lo que comportan formalmente de distinto, aparte de la imposición de un rey hereditario que, por muy constitucional que sea, encarna ciertamente una, digamos, “nostalgia goda”: la existencia en el escenario político un “monstruo de tiempos remotos”, por expresarnos con un recuerdo cinematográfico y además japonés.

De ahí que tenga sentido, y aún mucho sentido, la pregunta que no necesita interrogaciones y que encabeza esta intervención mía: “República para qué”. Porque para hacer lo mismo que las monarquías más retrógradas -obsérvese en nuestra vecindad la República presidida por el señor Chirac, hoy de retirada, para ceder paso a alguien todavía más reaccionario que él mismo- no merece la pena, la verdad, proclamarse republicanos (y no hablemos de partidos republicanos como el estadounidense, y otros mil en todo este mundo, en el que hay ya menos monarquías que repúblicas, pero todos los sistemas son prácticamente iguales). Para ese viaje no se necesitan alforjas, pues está mil veces comprobado que bajo la forma republicana pueden cometerse y se cometen las mismas injusticias y los mismos horrores que bajo el imperio de las más arcaicas, anacrónicas y reaccionarias monarquías. ¿Entonces de qué se trata cuando se alza una bandera -o nos ponemos en la solapa una escarapela- tricolor? ¿O cuando nosotros hablamos ahora de un teatro republicano, el que hubo y el que habría que hacer? (La respuesta tiene que ver con otra pregunta en lo que se refiere al teatro; y es ésta: ¿Teatro para qué? Nuestra respuesta es sencilla y la voy a decir inmediatamente: el drama en general realiza o puede realizar tres funciones, ni más ni menos: juego, pensamiento, política. Un teatro republicano, además de ser un juego y una exploración en la realidad, comportaría, para ser verdaderamente republicano, una tentativa de intervenir en la vida social en el sentido del progreso espiritual, social y político).

Cuando se puso en marcha, a la muerte de Franco, la llamada transición democrática, yo tuve en solitario (y creo que aquí puede venir a cuento esta añejo recuerdo) la idea de un teatro republicano, el cual yo entendía -en implícita respuesta a la pregunta de “para qué un teatro republicano”- como un drama que se moviera en la dirección de una revolución socialista, siempre pendiente. Esta idea cristalizó en lo que llamé Manifiesto “Por un Teatro Unitario de la Revolución Socialista” (TURS), que publiqué en la revista Pipirijaina, número 4, 1977, y cuyos propósitos expuse a algunos dirigentes de izquierda que emergían desde la clandestinidad, sin que obtuviera mucha atención por su parte, interesados como estaban ellos en las tareas de construcción y consolidación de sus partidos. Puede leerse este manifiesto también en el libro de Francisco Caudet Crónica de una marginación, Ediciones de la Torre, Madrid, 1984). La idea que animó este proyecto la he revivido hace poco en un texto destinado a operar a su manera sobre propósitos semejantes pero actuales, por parte de algunas personas insumisas y decididas a emprender acciones en la línea de una recuperación crítica de la Utopía como motor hacia la conquista de un mundo distinto (“otro mundo es posible”).

 

* Extracto de un artículo aparecido en Rebelion.org con el título de “En el aniversario de la II República Española República para qué (Recuerdos y esperanzas de un teatro republicano)”.

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