Pedro M. González

H.P.L.

Fueron mis estudios sobre las costumbres políticas de lejanas tierras los que me trajeron hasta aquí. Desde la comodidad de Cátedra de la Universidad de Miskatonic el Dr. Henry Armitage me animó a emprender el viaje hacia la unicidad ominosa y desconocida. “Recuerda nuestro lema: ex ignorantia ad sapientiam; ex luce ad tenebras,” me dijo. Ya no queda apenas nada en mi memoria sobre los felices tiempo la vida docente en la añorada Arkham ni de las largas horas dedicadas a la investigación sociológica de las culturas primigenias.

El comportamiento educado de aquellas gentes no era de la rudeza típica de los pobladores de Innsmouth y su aspecto físico era en lo general de lo más normal, sin aquellas inquietantes hendiduras en la cabeza parecidas a agallas, manos palmeadas ni rostro ceniciento. Todos se afanaban ordenadamente en sus quehaceres diarios hasta que comenzó una inusitada agitación, que según uno de los sacerdotes de Dagón me confesó, se debía a que quedaban pocos días para La Ceremonia.

Estaban llamados a la La Ceremonia todos los mayores de edad. En ella según me explicó Randolph, los sacerdotes de Cthulhu, Nyarlothep y Yogh Shothoth serían encumbrados con la dignidad del ritual, tomando así la posesión de los Sellos Arquetípicos que mantienen a aquellos en su Su Sueño de Orden. Mientras Azathoth en su trono bendeciría el resultado de La Ceremonia manteniendo alejados a aquellos rebeldes seguidores de Los Antiguos bajo la amenaza de despertar a Los Primigenios de su sueño del lecho marino. “Que no está muerto lo que duerme eternamente; y en el paso de los eones, aún la misma Muerte puede morir”, me espetó con el terror marcado en su rostro.

Todo estaba en el libro. El Necronomicón así lo establecía desde que todo quedara atado y bien atado por su inspirador, el árabe loco Abdul Alhazred. La versión del rito actual, según tuve ocasión de investigar en oscuras bibliotecas, se debía a la moderna adaptación de Olaus Wormius, quien tradujo el libro en consonancia con los nuevos tiempos, manteniendo sin embargo la unidad primigenia garantizada a la secta del elegido a quien se confiaba el Sello de Rayleigh, que le permitía controlar a las divinidades menores.

Fhatagn-nagh, ia!, ia! ia! Cthulhu fhatagn! Era la llamada a La Ceremonia. Todos dejaron sobrecogedoramente sus quehaceres para acudir a ella. Después, como si hubiera pasado un temporal invisible pero devastador, llegó la calma y retomaron sus ocupaciones habituales. Hasta dentro de otros cuatro años en que La Ceremonia se repetiría.

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