El autobús pasaba por Colón y debía llegar a la Plaza de Castilla, pero lo que sucedió fue un nuevo viaje desde el caos hasta el orden. Había roto el verano, había empezado la huelga de metro y comenzaba a brotar la República. Aquella mañana los trabajadores del tubo decidieron que la huelga fuera huelga y no una minimización de servicios pactada entre el gobierno y los sindicatos. Al anuncio sorprendente de que no habría trenes sucedían preguntas muy graciosas: “pero, ¿ninguno?…”, “¿ni si quiera el que va a…?” o “¿ahora qué hago yo?” y después un desconcierto absoluto. La ciudadanía pasó muchas horas con el móvil pegado a la oreja porque por vez primera para muchos todo estaba por hablar y porque la mitad de la población se hallaba abandonada en alguna esquina, esperando un taxi o el encuentro con cualquier horizonte.   La ausencia de transporte dejó las rutinas en suspenso. De nuevo el mundo esperaba la acción de la humanidad, pecado incluido. Dos señoras compartían el asiento ancho del autobús. No se conocían de antes pero ahora hablaban muslo con muslo de las cosas que habían vivido a lo largo de treinta años de ir y venir del trabajo. Cada una de ellas no podía referir más que un puñado de anécdotas divertidas entre decenas de miles de horas vacías pero, viéndolas charlar, se diría que la realidad fuera justo la contraria y las horas perdidas en una monotonía gris sólo sumaran ese puñado que guardaban en la memoria. La disciplina no existía, pero la organización y el deber anteriores a ella sí. Si el Estado es la prueba de que la sociedad no puede resolver el problema de la violencia en sí misma y a la vez lo es de que sí puede resolverlo por sí misma, si el monopolio de la violencia es una definición parcial y negativa del propio Estado, el cual también es una necesidad de vida en común y una articulación de la libertad, si el primer impulso del ser humano sin horario no es matar sino ayudar, la monarquía del Estado cedió a la conversación de aquellas mujeres antes de la primera parada.   Una muchedumbre esperaba bajo y en los alrededores de la marquesina. Cuando el autobús se detuvo, la puerta delantera no pudo digerir el caudal humano y la gente comenzó a subir por la puerta de atrás, en tropel. Sus caras expresaban una impasibilidad gregaria. La revolución, antes de comenzar a tener rostros famosos, siempre es anónima indiferencia asiática. En esos momentos parece que no hay autoridades y es verdad; la policía no está si nada puede hacer para mantener el orden o si no hay orden que mantener. Tampoco hay cátedros, pues durante los primeros minutos del caos, sobre la ausencia de directrices académicas, se imponen los chiflados que gritan consignas extravagantes. Uno de ellos subió en los Nuevos Ministerios. Vestía gafas muy gruesas, caspa en los dientes y en su voz sin freno murió la monarquía del Gobierno.   El coche abandonó la sombra de los edificios más altos y la luz descubrió a dos jóvenes subnormales sentados en medio del sudor. Se besaban ansiosamente. Pasaron las paradas. Nada importaba a los amantes salvo ellos mismos y ese instante, el exacto roce de la piel, la justa saliva, el perfecto traqueteo del autobús sentido en los costados prietos. Dos seres que sólo piensan en el universo remotamente, que parecen dignos de ternura, que convierten a todos sus congéneres en observadores. Observación tan perfecta que incita a creerse creador. Así, con la reaparición de la estética, desapareció la monarquía de Dios. El 27 estaba cerca de finalizar su viaje y sólo faltaban los héroes. Hasta que no comienza a haber héroes no hay ninguna comunicación entre la república y los nuevos dioses. Pero algunos trayectos no dan para una génesis heroica y los dioses no terminan de aparecer. En ese caso los intérpretes oficiales saben lo que debe hacerse y el Dios de siempre regresa para ser lo soberano, para ser el único verdadero nacionalista, nación de sí mismo.   Quién iba a decirlo. Al principio del verano una huelga de metro prometía barrer los reinos de la faz de la tierra; sólo quedaba en pie su esqueleto de risa, la monarquía metafísica de Dalí. Pero en aquel esperpento monárquico, en el ácido desoxirribonucleico de los locos, todavía restaba suficiente apariencia de seguridad para una era de sumisión. Sólo hacía falta que dos meses de mucho calor nos regaran de indulgencia. Y así sería. Otra vez días viscosos de concursos, debates políticos y deportes de riesgo darían para toda la indulgencia del mundo. El autobús llegó al final de la línea. Unos trabajadores de la EMT habían conseguido situar a todas las personas que allí se habían congregado en una sola fila. Era una cola tan larga que muchos de los que permanecían en ella ya no sabían bien por qué. Cuando el vehículo comenzó a realizar el trayecto de vuelta, del orden al caos, el camino de la monarquía, el único paisaje vivo en el exterior era una niña que bailaba con mucha gracia. Su hermanito la seguía intentando imitar las piruetas torpemente, hasta que la niña se cansó. Entonces cesó casi todo lo importante: el verano, las tomas de autobuses, los héroes desaparecidos, las preguntas graciosas. Se anunció un servicio mínimo de huelgas generales y, camino del Monumento al Descubrimiento, la monarquía ultrafísica, aquello que sólo tiende a perpetuarse, volvía a tener sentido en Occidente.

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