Se dice, comúnmente, que las casualidades no existen. Hace aproximadamente diez años estaba haciendo mi doctorado en Ciencias Políticas y por azares de la vida, deambulando por los pasillos de Internet, di con un concepto que, siendo honesto, se me hacía ajeno como abogado y doctorando: ≪la ley de hierro de la oligarquía≫. El mismo me sorprendió. Supe del mismo gracias a un debate, luego recogido en Internet, donde estaba el siempre elocuente profesor Miguel Anxo Bastos con Juan Carlos Monedero ―presumo que ninguno merece gran presentación, mucho menos el segundo de marras―. El profesor Bastos le acotaba a Monedero que su nuevo partido no iba a poder escapar de tal ≪ley≫. Quedé con la duda y en el mismo buscador escribí a ver qué podía encontrar sobre la misma. Les confieso que eso, por exagerado que suene, me cambió la vida.
Me encontré con un vídeo con el título exacto del tema, donde dos jóvenes profesores, los cuales desconocía ―ya luego me entere quienes eran, Armando Zerolo Duran y Alonso Muñoz Pérez―, presentaban la obra de un señor, ya bastante mayor, pequeño, con unos ojos achinados, con un tono serio y parcialmente solemne. Segun leí, un tal ≪Dalmacio Negro Pavon≫. ¡Qué sorpresa!
Al empezar a escucharle quedé atónito, ya que me resultaba imposible que alguien supiera tanto, con tanta claridad y sencillez, sobre una variedad de temas, saltando de uno a otro con una destreza casi olímpica, solamente digna de un atleta mental, un decatlonista de conceptos e ideas. Jamás olvidaré ello, a mediados del 2015, cuando aprendí que yo, de verdad, abogado y doctorando en Ciencias Políticas, simplemente era un ignorante más.
La Fortuna, esa que tanto citaba el maestro Dalmacio en relación con el florentino Maquiavelo ―no «maquiavélico» sino «maquiaveliano», según siempre acotaba siguiendo a Julien Freund, me había permitido conseguir un faro de Alejandría intelectual para guiarme en mundo donde los conceptos no siempre estaban claros, más aún, manipulados por lo hodierno y postmoderno, verdadera pandemia del pensamiento bienpensante y del fundamentalismo democrático ―Gustavo Bueno dixit―, esa religión política o secular ―Voegelin o Aron― que bien trató don Dalmacio en una de sus grandes obras: El mito del hombre nuevo (2009), gran vendaval en contra de lo ideológico y, en especial, de lo bioidelógico, como gustaba expresar a don Dalmacio, del cual, por cierto, mantengo una teoría, según la cual nació con el apelativo «don», antes de su nombre, dado que me resulta imposible referirme a él sin el mismo.
Una vez que yo, un joven venezolano, quien vivía en carne propia un régimen liberticida, fue capaz de ir aprendiendo nuevos conceptos y desaprendiendo otros ya contaminados, producto del magisterio, en aquella época ex lectione, de Don Dalmacio, ello me permitió ir haciendo una revisión y diagnóstico del mal que como nación ―todavía― padecemos, esto es, un régimen de corte autoritario que buscaba cada vez más desde el Leviatán hobbesiano, hoy ya Minotauro ―siguiendo a Jouvenel― apoderarse de cualquier resquicio de lo político y la política ―esa diferencia aprendida gracias al maestro, interlocutor más que autorizado del jurista político alemán Carl Schmitt y del sociólogo y filósofo de las esencias francés Julien Freund― para transitar paso a paso a formas totalitarias modernas, no necesariamente a lo Cuba o Corea del Norte sino en plena zona gris entre un autoritarismo y un totalitarismo clásico, todo producto de la caída de un sistema partitocrático ―igual que el régimen del 78, ese que carcome a la nación española, todavía vigente desafortunamente― en una especie de dictadura soberana schmittiana, arropada por la oligarquía chavista de turno. Sin más, una oligarquía autocrática, aliada a las peores causas de la humanidad ―con el perdón de la expresión, a la cual le tenía tirria el jurista de Plettenberg, ya que mi intención no es engañar― e, incluso, cómplice y financista de muchas causas ideológicas y perversas por el mundo, incluso la que aqueja a España.
Gracias a Dios, ese mismo Dios del que el maestro Dalmacio era un fiel creyente y gran católico practicante, pude conocer la obra de don Dalmacio, la cual no se puede comprender sin su pensamiento cristiano, el cual, aun con esa vena liberal, no luciferina, denunciada por Sardá y Salvany, sino en concreto generosa como defensor de la «tradición de la libertad», del gobierno limitado, no del Estado, artefacto y forma política moderna, expresión que abbastanza recalca en cada uno de sus escritos, desentraña lo que Occidente ―que no es más que el resultado de la herencia de Atenas, Roma y Jerusalén, como bien comenta el maestro en algún lugar― es gracias a la tradición cristiana, con mención especial al viejo continente, en su gran obra Lo que Europa debe al Cristianismo (2003), reflexión teológica, política, social, histórica y jurídica, cuya cultura europea, no olvidaba «nació en los monasterios», reprochando siempre el «rapto» de la misma, en continuidad con el magisterio de otro «don», su gran maestro ―con el respeto de Francisco Javier Conde y Gonzalo Fernández de la Mora, entre otross―, el eximio historiador de las Ideas y de las Formas Políticas, don Luis Díez del Corral, de quien heredó la cátedra complutense el maestro Dalmacio, siendo imposible un mejor y más meritorio legatario.
Ya aquí, con lo comentado, llegamos a uno de los puntos centrales de lo que me permito denominar: la Dalmatii quaestio. El problema o la cuestión dalmaciana, vale acotar, se fundamenta en lo Stato, esa forma política moderna que, en mímesis frente a la Iglesia ―y que me corrija un docto girardiano como Domingo González Hernández, también discípulo del Don in comento―, esa «complexio oppositorum» que define Schmitt en Catolicismo Romano y Forma política (1923), sin ser necesariamente política, condiciona y afecta lo político, como aclaraba don Dalmacio, ya que su función en cuanto a custodia de la verdad, en procura de una correctio de las almas para su paso al allende, propio de la auctoritas que siempre la caracterizó y que ha ido dejando de lado, usurpada por los poderes temporales ―potestas―, queda amilanada por el Great Artifice que Hobbes, previo puntapié bodiniano de su alma, la souveraineté ―maiestas, en la edición latina― esbozó: el Estado, ese «deus mortalis» bajo el Dios inmortal.
En este sentido, don Dalmacio Negro Pavón ha sido, sin sonar aventurado, el último genio hispano que logró desentrañar, cual titán intelectual, al gran Leviatán. Don Dalmacio, con su inconmensurable sapiencia, solamente superada por su magnánima modestia, pudo escapar del laberinto del Minotauro, que como bien decía él, sobre el Estado y Hobbes, en el brillante prólogo de Sobre el poder de Bertrand de Jouvenel (1945; 1998): «el Estado es el palacio que construyó Hobbes, moderno Dédalo, para albergarlo». Su Historia de las formas del Estado (2010), la cual considero personalmente su opus magnum, junto con su previa La tradición liberal y el Estado (1995), atestiguan el estudio enjundioso del maestro sobre el artificio estatal, aclarando ideas y conceptos, tales como: formas políticas, formas histórico políticas, formas de gobierno, formas de régimen, formas estatales, formas no estatales de lo político, etc.
Con el Maestro Dalmacio era imperativo aprender a diferenciar Gobierno y Estado (2002) ―opúsculo previo a su opus magnum, no obstante, sustanciosa sobremanera―, la primera, forma o institución por antonomasia natural de lo político, y la segunda, una forma política artificial, impersonal, abstracta, amoral, producto de la técnica y el racionalismo de la modernidad ―me excusan lo perogrullo― y, en consecuencia una forma histórica que tuvo una génesis y tendrá su final, como bien preveía Schmitt anunciando el fin de la «época de la estatalidad» ―en el prólogo de 1963 en su Der Begriff des Politischen― y don Dalmacio siempre refrendó, siendo un pensador de la «tradición estatal, no ciertamente estatista», como bien decía el maestro sobre el germano, jurista de lo político, quien desde el magisterio dalmaciano ha tenido excelsos defensores y verdugos de mitos contra la leyenda negra schmittiana, siendo el más destacado Jerónimo Molina Cano, discípulo a carta cabal de don Dalmacio, y a quien debo gracias a su generosidad y amabilidad haberme enviado y tener en mis manos Liberalismo, iliberalismo (2021) o el merecido liber amicorum titulado Pensar el Estado (2022), ambas obras producto del cariño y admiración al maestro, la primera, gracias a la recopilación del profesor de Murcia, y la segunda, tributo de amigos, discípulos y colegas, coordinada por el discípulo ya mencionado.
Debo señalar que, si bien es cierto que no tuve tristemente la oportunidad de tratarle en persona, pude asistir en diversas oportunidades a su seminario privado vía telemática, gracias a la invitación de José Luis Álvarez de Mora, a quien considero un buen amigo, al cual le debo sobremanera haber podido asistir, aun desde la frialdad de una pantalla, a escuchar y ver al maestro en conjunto con el resto de eximios asistentes del mismo, quienes todos, dignos amigos y discípulos ―por fas o por nefas, ya que cuando el maestro hablaba hasta el más docto hacía debido silencio― profesan una amabilidad muy dalmaciana. Y es que recuerdo prístinamente cuando asistí al mismo por primera vez, y que, apenas al ver al maestro y presentarme con entusiasmo le dije: «Don Dalmacio, soy el primer dalmaciano de Venezuela». Y cada vez somos y seremos más, pues su magisterio no tiene fronteras, ocupando y traspasando Grandes Espacios, si me entienden la referencia.
Don Dalmacio, sabio y maestro, profesaba amabilidad, la generosidad a raudales; pienso que, quizás, o mejor dicho, estoy seguro, era sabio y maestro porque era generoso, amable y atento. Y es que el sabio, cual verdadero maestro, no adquiere tal autoridad sólo por su conocimiento y experiencia, sino por la capacidad de transmitir su saber con una sencillez, claridad y humildad que permite al indocto alumbrarlo de su penumbra, cual faro alejandrino, y elevarlo, por un breve momento, a la categoría de sabio, como su igual, dado que no enseña para sorprender o por vanidad y mera condescendencia sino enseña para elevar a quien eventualmente dejará de ser su aprendiz. Y es que el verdadero maestro, más que descender al nivel de su aprendiz, igualándose hacia abajo, lo asciende para que vea el panorama desde lo alto, por sí mismo, alcanzando la verdad, esto es, como diría Jaime Balmes en El Criterio, «la realidad de las cosas». Y si la verdad es hija del tiempo ―veritas filia temporis―, sea por tutela, sea por curatela, dependiendo del nivel de experiencia vital, entonces llegará el momento en que el maestro cesará por el tiempo y el aprendiz, ya elevado, será el nuevo maestro.
En este sentido, siendo que don Dalmacio comentaba con sencillez en aquel sentido homenaje en virtud de su liber amicorum, mientras huía de los elogios, que sólo buscaba transmitir aquello que le enseñaron sus maestros, mas me permito afirmar para siempre y sin duda alguna a don Dalmacio como un verdadero magister magistri, un maestro de maestros. Con pesar nos deja físicamente un sabio, descrito con precisión por don Miguel Ayuso Torres como: «de aspecto sencillo y cachazudo, se torna volcánico por escrito». Claro está, que dicha obra volcánica y colosal seguirá entre nosotros para descubrir y redescubrir ese océano de saberes que nos legó, propio de su labor académica incansable, siempre precisa conceptualmente, con gran ojo avizor, aun con décadas de antelación, propio de su reflexión y estudio diario, así como visión aguda de lo político y la política, sin dejar de lado algún comentario divertido o irónico, característico muchas veces de quien ve lo que ocurre y a veces ríe para no llorar. Y es que entre risas e ironías, la personalidad de don Dalmacio era, más allá de su merecida autoridad, simpática y encantadora que, para muestra de los que lo tratamos, aun en la distancia, he aquí un botón:
Se me ocurre escribirle a su correo personal para, entra otras cosas, preguntarle sobre algunos casos de corrupción en España ―nada nuevo―, concretamente sobre la corrupción en el mundo del fútbol y sobre si consideraba que habría justicia o no sobre el asunto ―confieso que comparto pasión por el mismo equipo de mi querido Jorge Sánchez de Castro y el siempre elocuente Hughes, ambos queridos y allegados al maestro, de lo cual hay evidencias, incluso fotográficas―. La respuesta de don Dalmacio fue tan divertida como su personalidad, la cual, reproduzco íntegramente:
«Jugué al fútbol y era un delantero izquierda, en mi siempre acertada opinión, muy bueno, quizá el mejor que ha habido hasta ahora. Y los penalties, no fallé jamás ninguno. Hubiera podido ser “un Messi”, pero mucho mejor y hacerme multimillonario. Pero me dediqué a la pesca y a la caza, que me gustan más, y nunca me ha atraído verlo o seguir las informaciones deportivas, salvo en casos como éste.
Un escándalo completamente normal en el sistema de corrupción estructural establecido en España durante la “transición”. De vez en cuando salen a la luz casos así, bien por casualidad, promovidos por algún interesado o enemigo político, o para distraer a los súbditos y contribuyentes. Judicialmente se prolongan tanto, que no es raro que acaben olvidándose y mueran de muerte natural alguno o algunos de los implicados antes de la sentencia. Me da la impresión de que, en el caso actual, quieren taparlo tanto el gobierno como la oposición. Si sigue adelante, los chivos expiatorios serán gentes de menor cuantía».
Después de reírme a carcajadas, se me ocurre responderle:
«Maestro, es usted un verdadero genio del sarcasmo. Me he reído sobremanera. Un abrazo enorme. Mis mejores deseos».
Y, por si fuera poco, si no podría haber una respuesta más audaz y elocuente que la primera, la siguiente la superó. Decidan ustedes:
«Lo de que era delantero izquierda y que no fallaba los penalties no es ningún sarcasmo. Como pescador, del montón. Como cazador, dónde ponía el ojo ponía la bala. Todavía hoy».
Damas y caballeros, ese era don Dalmacio Negro Pavón, sin duda y orgullosamente mi gran maestro.
Hasta siempre, maestro.