A Antonio García-Trevijano, con emoción y simpatía  

Entre todos mis antepasados, quizás sea la figura de Luis Antonio Pizarro, II conde de las Navas –5.º abuelo de quien escribe–, no sólo la que puede resultar más simpática, sino también más instructiva e incluso ejemplar, para todos aquellos amantes de la libertad política que busquen un referente, plenamente válido –todavía hoy–, en los albores de la historia contemporánea de España.   Nació don Luis Antonio en Medina del Campo, en 1788, en una noble familia procedente del descubridor del Perú. Y, como ahora veremos, no cabe duda de que un poco, al menos, de la sangre del conquistador debió de circular por sus venas.   Vino a estudiar a Madrid en el seminario de Nobles, donde finalizó el 15 de septiembre de 1804. De allí pasó al ejército y, siendo cadete, fue licenciado por mala conducta. Al tiempo del alzamiento nacional contra los franceses, el Príncipe Generalísimo, Gran Almirante, Godoy, intercede por él, y vuelve al servicio como cadete del regimiento de Numancia, que ya era de dragones, al que había pertenecido. Intervino en numerosas acciones de guerra, entre ellas en la batalla de Medina de Rioseco, donde fue distinguido con el escudo de su cuerpo; en la batalla de Talavera de la Reina, donde lo fue, asimismo, con una cruz con la divisa Talavera 28 de julio de 1809; retirándose en 1811 con el grado de teniente de caballería –el rey le reconoció el grado de capitán–, después de haberse caído del caballo y quedar transitoriamente inútil para el servicio.   El 12 de mayo de 1814, don Luis Antonio, personalidad militar clave de la ciudad de Lucena –donde había contraído matrimonio– en ese momento, mandaba un piquete de carabineros reales que recorría las calles y plazas con el retrato de Fernando VII, para que el pueblo prestase juramento de fidelidad ante esta representación iconográfica del monarca, en un acto de exaltación absolutista. Hay que tener en cuenta que, en septiembre de 1813, había sido absuelto de la acusación de afrancesamiento –muy frecuente y propia de aquella posguerra tan mezquina–, probablemente cierta, por el Consejo de Guerra de Oficiales Generales de la Provincia –que juzgó el expediente de depuración–, y, también, que la familia de su mujer era partidaria del rey.   Sin embargo, a partir de entonces, la evolución política e ideológica del conde de las Navas parece clara. Hacia 1822 ya era miembro de las Sociedades Patrióticas de Lucena y Cabra, de clara finalidad política, y, en octubre de 1823, solicita a Las Cortes su reincorporación al ejército constitucional para enfrentarse al ejército invasor conocido como Los Cien Mil Hijos de San Luis, por medio de un documento, escrito en vehemente prosa romántica, que hubiera podido firmar el propio Espronceda.   Habiéndole concedido por entonces el gobierno constitucional una gran cruz, a la vuelta al poder del rey absoluto, Pizarro hizo trenzar la banda a la cola de su caballo y salió a pasear así por el Paseo del Prado, provocando su destierro de modo fulminante. Durante todo el decenio absolutista permaneció exiliado en Marsella.

A la vuelta del exilio se suma a la sociedad secreta La Isabelina, al frente de la cual se encontraba Aviraneta, y conspira para proclamar la Constitución de 1812, junto con Oliver, Calvo Rozas y el gran demócrata José María Orense, marqués de Albaida.   Como era propio de los liberales de la época, el conde de las Navas perteneció a la masonería española. Peter Janke lo incluye entre los dirigentes del Gran Oriente en España. Él y su yerno, el conde del Donadío, también destacado masón, fueron quienes declararon virtualmente la guerra a los gobiernos de Martínez de la Rosa, el conde de Toreno y Mendizábal, contribuyendo a la caída de los dos primeros. Pactaron con el último para enfrentarse a la amenaza de los carlistas. Según el conde de las Navas, estos gobiernos liberales, a los que se opuso enérgicamente, desvirtuaban la índole democrática y doceañista del liberalismo español.   Durante el verano de 1835, a la caída de Martínez de la Rosa, gobernando el conde de Toreno, al grito de ¡Mueran los frailes!, estalla una feroz revuelta de carácter anticlerical, en gran parte de España, de la que tratan de aprovecharse los llamados «exaltados», que intentan proclamar la constitución de 1812. Entre éstos, que componen el elemento democrático del liberalismo, se cuenta el conde de las Navas. En el curso de los sucesos revolucionarios, junto con otros diputados como Joaquín M.ª López y Fermín Caballero, fue acorralado, pero consiguió huir burlando a sus perseguidores y, más tarde, se levantó militarmente contra el Gobierno.   Es en relación con el llamado movimiento insurreccional juntero donde la figura del conde de las Navas alcanza su máxima significación política, como hombre de acción. En septiembre de 1835, con la ayuda generosa de José de Salamanca –quien andando el tiempo sería célebre banquero y marqués–, había reunido un ejército de cuatro mil hombres en los llanos de La Mancha. Con fecha 20 de septiembre de 1835, el conde firma en Santa Cruz de Mudela un manifiesto dirigido a los madrileños, y otro el 27 de septiembre en Manzanares, donde estaban acantonadas las tropas de la Junta revolucionaria de Andalucía que tenían previsto avanzar hacia Madrid. En ellos exhorta a madrileños y españoles al pronunciamiento e insurrección contra el Gobierno, y propugna unas Cortes constituyentes como base del trono de Isabel II, así como concluir «con las miserables hordas de carlinos que la aflijen [sic]»   Podemos imaginar a este improvisado ejército revolucionario, movilizado por Salamanca y Pizarro, cantando el patriótico y romántico himno de la Milicia Urbana de Alanis, mientras se dirigía al campo de batalla para enfrentarse a las tropas del gobierno. No hace falta decir que mandaba tan pintoresca tropa nuestro valeroso y vehemente pariente, y que su Jefe de Estado Mayor era Salamanca. Hernández Girbal, en su biografía del marqués, ha descrito novelescamente este episodio en tierras manchegas, en el que las tropas gubernamentales del general Latre se pasaron en bloque al bando revolucionario.

Durante el gobierno de Mendizábal, ya en el poder, a la caída del conde de Toreno, Pizarro se opuso a él en el parlamento, y poco después, en la Votación de Censura contra el siguiente gobierno, el de los llamados tránsfugas, presidido por Istúriz, el 21 de Mayo de 1836, por descontado, votó a favor. Era el conde, oposición pura.   En el duelo entre Istúriz y Mendizábal, que se hallaban enfrentados políticamente, Pizarro, sin embargo, apadrinó a Istúriz y, con Mendizábal nuevamente en el Gobierno, aceptó la Jefatura de Demoliciones de Madrid, puesto importante en la gestión desamortizadora que aquél promovió, el único que ocupó durante su larga carrera política.   Actuó como diputado a Cortes durante las legislaturas de 1834 y 1836 –por Córdoba–, 1837, 1841 y 1843 –por Salamanca– y 1854 –por Sevilla–. Son muy numerosas e interesantes sus intervenciones parlamentarias, anticipando algunos aspectos doctrinales del movimiento demócrata, que nacería como Partido Demócrata en 1849. Pronto se desengañó de la monarquía encarnada por la regente, M.ª Cristina, y empezó a trabajar a favor de una república democrática.   En 1840, tras el alzamiento liberal del 1.º de septiembre se organizó un embrión de partido republicano, que se unificó en torno al periódico El Huracán y a una Junta integrada por Méndez Vigo, el conde de las Navas y Espronceda, entre otros. Su misión era coordinar las acciones dirigidas a construir un nuevo sistema político. En este levantamiento, Pizarro actúa como capitán de la compañía de cazadores del 8.º batallón de la Milicia Nacional. A sus órdenes figuran Espronceda, como teniente primero, González Bravo –que sería más tarde presidente del Gobierno–, como teniente segundo, y Salamanca, como sargento.

Durante la revolución de julio de 1854, el ya viejo conde de las Navas luchó en las barricadas dirigiendo a los más jóvenes. Además, durante estos días, presidió el recién fundado Círculo de la Unión de los demócratas, y, al año siguiente de la revolución, que propicia la llegada de un nuevo bienio liberal y el retorno del general Espartero, en 1855, muere en Madrid Luis Antonio Pizarro, uno de los primeros y más sobresalientes repúblicos españoles del siglo XIX.

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