En toda forma de Estado se halla ínsita un principio moral que la sostiene. Ninguna estructura institucional puede subsistir si no se apoya en una idea reguladora del comportamiento de sus gobernantes y de sus gobernados. La monarquía encontró ese principio en el honor. La república, en cambio, sólo puede sostenerse sobre la virtud cívica.
El honor fue, en el origen de las monarquías, la medida del valor personal y político, era la norma interna de la conducta aristocrática, el resorte invisible que sustituía al control público. Un rey deshonrado perdía el derecho moral a mandar, y un noble sin honor quedaba expulsado del cuerpo político. Así se mantenía la cohesión del orden jerárquico. Pero ese mundo se extinguió.
El honor como fundamento político sólo puede existir donde hay una desigualdad esencial reconocida como legítima, donde la posición social confiere dignidad y la pérdida de reputación implica desposesión. Hoy, en las sociedades modernas, el honor se ha socializado como cualidad personal antónima del interés, y la jerarquía se ha sustituido por la masificación y la integración de esas masas en el Estado.
En el Estado de partidos, los hombres públicos no se rigen por la moral del deber ni de la lealtad, sino por el cálculo del provecho. El honor, que exigía sacrificio personal por una causa superior, ha sido degradado a un ritual vacío de cortesía y medallas en esta monarquía. Por eso, el honor monárquico no puede ser restaurado: no porque falte el rey, sino porque falta la estructura moral y social que lo hacía posible. De su propia genética hereditaria se desprende que la mácula del deshonor monárquico sea imborrable, mientras que el principio electivo permite que la existencia de una pasada república que no fuera virtuosa no impida que otra después sí lo sea.
El ejemplo más claro de esta disolución moral lo ofrece la monarquía reinstaurada (no instaurada ni restaurada) por Juan Carlos de Borbón. Su reinado nació de una doble traición que selló, desde su origen, la pérdida irrecuperable del honor monárquico. Traicionó a Franco, quien lo designó sucesor bajo juramento de continuidad del régimen; y traicionó a su propio padre, don Juan de Borbón, al aceptar la corona mientras éste aún vivía, violando el principio dinástico y la palabra empeñada. No fue una ruptura liberadora, sino una sucesión ilegítima, sostenida por el engaño, el oportunismo y la conveniencia.
La monarquía juancarlista nació, pues, sin honor y sin moral. Su triunfo fue fruto del consenso oligárquico entre los herederos del franquismo y la oposición domesticada. El honor monárquico, antaño vinculado a la palabra dada, quedó reducido a una retórica de reconciliación hipócrita. Desde entonces, la monarquía ya no representa el ideal caballeresco del deber, sino el cálculo de la impunidad.
La virtud, en cambio, no es atributo de clase ni de cuna. Es un principio universal y racional, propio de ciudadanos iguales en derechos. Montesquieu comprendió que, si la república debía sobrevivir, su motor no podía ser ni el miedo (como en el despotismo) ni el honor (como en la monarquía), sino la virtud cívica: la disposición del ciudadano a anteponer la lealtad a su conveniencia.
Y así, la democracia formal —esto es, la libertad política colectiva expresada en la separación de poderes y la representación verdadera— hoy sólo puede alcanzarse con la forma republicana del Estado. La monarquía de partidos, como la española, carece de principio moral fundante. Ya no se sostiene en el honor, y tampoco puede sostenerse en la virtud, porque la virtud requiere libertad política e igualdad de derechos para acceder a los cargos públicos, y no servidumbre voluntaria. Hoy, la monarquía se sostiene por el consenso de los partidos, por el miedo y por la ignorancia de los gobernados.
La república, en cambio, devuelve al ciudadano su dignidad política. No se trata de una forma sentimental ni de un cambio de bandera, sino de una transformación radical del fundamento moral del Estado: pasar del privilegio a la responsabilidad, del honor heredado a la virtud elegida.
Por eso, la libertad política no puede venir de la restauración, de la instauración ni de la actual reinstauración de la forma monárquica de Estado, sino de la república constitucional, donde la virtud ciudadana sustituya al honor cortesano como principio rector del poder. Solo entonces podrá existir la moral pública y con ella la dignidad de la nación regida por el elemental principio de lealtad.






Cita del libro Teoria-Pura-de-la-Republica-Antonio-Garcia-Trevijano
Los glosadores Bartolo y Baldo, encontraron el fundamento de la libertad republicana en el principio de la igualdad de derechos, derivado de la jurisprudencia romana (quod tangit omnes). Lo que a todos afecta, a todos corresponde decidir. Nada hay más común que la Res publica. Si a todos afecta por igual, a todos corresponde por igual el derecho, y a veces la obligación, de constituirla y gobernarla.
A diferencia de las libertades derivadas del ejercicio de derechos privados, la libertad republicana es, por petición de principio, la libertad colectiva derivada de la Res publica. En aquella sabia sentencia latina germinó la idea de libertad republicana. Cuyo fundamento no está en la virtud, sino en la lealtad del derecho de todos a participar libremente en la cosa pública de todos, en la República.
Muchas gracias por describir tan certeramente la situación de España y las causas que la han producido.