A mediados de los 70, ciertos estudios criminológicos vincularon el desorden físico y social con los sentimientos de inseguridad que padecía una comunidad. Se comprobó que la actividad delictiva estaba más presente en las zonas donde el abandono social era mayor. Si en una población dada se rompía un vidrio y éste no era reparado, pronto ese hecho era repetido. Si no se combatía esa pequeña forma de delincuencia, el sentimiento de impunidad fomentaba la comisión de actos más graves. El desorden generaba retraimiento colectivo, que a su vez conducía a más delincuencia, iniciándose un círculo vicioso de conductas antisociales y delictivas.
A partir de esas ideas se formuló la teoría de las ventanas rotas: su punto de partida consistía en combatir las pequeñas formas de vandalismo o delincuencia, arreglar los problemas cuando aún son pequeños y no cuando se intensifican. Corregir lo pequeño para evitar lo grande. Pero esta teoría no solo puede aplicarse al ámbito de la delincuencia común, sino también —y con especial pertinencia— a la delincuencia de la clase política. La corrupción se gesta igual que el pequeño vandalismo: primero se hacen ciertos favores, luego llegan las mordidas y, cuando eso pasa a formar parte de la normalidad del sistema, se termina olvidando declarar cinco milloncetes escondidos en un banco de la República Dominicana.
Esto es así porque, desde la Transición, los delitos de corrupción no han sido una excepción: se han convertido en un auténtico factor de gobierno (Antonio García-Trevijano). Numerosos casos dan cuenta de este tipo de delitos: financiación irregular, corrupción urbanística —que ha contribuido enormemente al actual problema de acceso a la vivienda—, adjudicaciones a dedo de contratos públicos a las grandes empresas, puertas giratorias, etcétera. Hechos que se han visto agravados por la figura decimonónica del indulto, que en no pocas ocasiones ha ayudado a normalizar las prácticas corruptas, y, por lo tanto, a dificultar su prevención.
La falta de control del poder político ha convertido la impunidad de los políticos en costumbre. Los crímenes detrás de sus grandes fortunas hacen buena la célebre sentencia de Balzac («en el origen de toda gran fortuna hay un crimen»). No obstante, no podemos olvidar que la sociedad es consentidora de este tipo de delitos desde el momento en el que defiende a los políticos corruptos, llegando a identificarse con ellos. «Todos los crímenes y corrupciones de los partidos estatales son crímenes y corrupciones del pueblo que los vota. No porque éste se considere representado por ellos, sino porque tiene el sentimiento identitario de identificarse con ellos» (Gerard Leibholz, 1958).
Así pues, «las sociedades tienen los criminales que se merecen» (Lacassagne, 1885). Los votantes consienten la corrupción y la no asunción de responsabilidad. Tienen, por tanto, los gobiernos que se merecen. Quien vota es cómplice y manda un mensaje claro de total impunidad y normalidad ante los delitos cometidos.
El sentimiento de impunidad percibido por quien realiza pequeños actos vandálicos provoca en el resto de la comunidad una escalada de violencia, motivada por la ausencia de reproche penal. Lo mismo sucede con los actos de corrupción de la clase política: su causa principal no es tanto que existan personas corruptas, sino la ausencia total de un poder que vigile. La impunidad correlaciona con la delincuencia, del mismo modo que la falta de separación de poderes conduce indefectiblemente a la corrupción.
La teoría de las ventanas rotas nos enseña que la degradación comienza por los pequeños actos no corregidos. En el ámbito político, cada acto de corrupción impune es una ventana rota de un edificio que prueba que no vivimos en una democracia. Mientras los partidos sean estatales y controlen todas las instituciones, mientras no exista separación de poderes ni representación política, la impunidad seguirá siendo la norma, y cada ventana rota del sistema político seguirá multiplicándose en un edificio del que no hay nada que reparar.






Magistral esta reflexión y, que bien traídas las citas. La ignorancia de la representación deja un único camino: la identificación y la inserción de la masa social en el Estado. Enhorabuena.
Muchas gracias Sr Simon siempre es un placer leer tus artículos