Solo los desconocedores de cómo se establece la relación de poder político en España podían esperar otra cosa. Más de doscientas páginas, votos particulares aparte, para consumar en la primera de las más de treinta sentencias que vendrán por otros tantos recursos pendientes, algo tan previsible como infame, la conversión de una operación política espuria en Derecho positivo: la validación de la Ley de Amnistía (LOANCat), transformando una transacción partidista en acto jurídico supremo. El Tribunal Constitucional ha actuado como lo que es, un tribunal constitucionario que diseña el régimen según el reflejo político del momento. No es justicia: es poder.

Partiendo de la omisión del término «amnistía» en la Constitución de 1978 hasta la reciente sentencia, el Tribunal ha recorrido un camino de legitimación jurídica a posteriori de lo que no es otra cosa que una autoamnistía encubierta. Una ley hecha a medida de sus propios beneficiarios por aquellos que, con nombre y apellido, negociaron sus términos para garantizar la investidura del presidente del Gobierno. Una operación que no resiste ni el más mínimo examen de legalidad, como verdadero acto de inmoralidad política.

La sentencia atropella principios fundamentales de todo orden jurídico que establezca no ya la separación de poderes (inexistente en España), sino incluso su mera división funcional como son la exclusividad de la jurisdicción, el derecho a la tutela judicial efectiva y la legalidad penal. Todos ellos han sido sacrificados en el altar de la gobernabilidad. En el altar del poder.

Solo examinando el derecho positivo, ¿dónde queda la reserva jurisdiccional prevista nominalmente en los artículos 117 y 118 CE, cuando una ley orgánica puede impedir al juez ejercer su potestad de juzgar y ejecutar lo juzgado? ¿Qué significa ya el principio de igualdad ante la ley, si esta puede ser suspendida para quienes ostentan el poder de decidir quién gobierna?

El Tribunal Constitucional ha ignorado deliberadamente los dictámenes previos de los letrados de las Cortes, que alertaban de la inviabilidad constitucional de la LOANCat sin una reforma previa del texto fundamental. Ha despreciado su propia jurisprudencia, que nunca avaló una amnistía con efectos exoneradores para delitos tipificados en un código penal. Ha despreciado también el artículo 14 CE, que impide cualquier privilegio personal por razón ideológica.

Y, por encima de todo, ha consumado la perversión del Derecho penal mediante una ley singular que consagra la impunidad selectiva, amparada en una causa política. Esta ley —construida sobre una «condición previa» para la investidura de Sánchez, tal como admitió el propio portavoz de Junts— constituye una aberración jurídica, una forma encubierta de autoamnistía proscrita internacionalmente.

Fiel a su naturaleza constitucionaria, constituyendo el orden jurídico cuando se trata en realidad de un órgano constituido, lo que ha hecho el Tribunal Constitucional no es interpretar el Derecho. Es suspenderlo para unos pocos, para quienes controlan el poder. Es admitir, sin rubor, que la ley es el precio de una investidura.

Y si el Tribunal es capaz de bendecir este atropello, ¿qué impide que mañana se amnistíe la corrupción, la violencia institucional o el terrorismo, si ello conviene al ejecutivo de turno?

Al aceptar la premisa de que la política justifica el delito, el Tribunal Constitucional borra la distinción entre legalidad y voluntad de poder. Este fallo no es un acto jurídico, es un acto de poder. Un poder sin control, ejercido por una oligarquía de partidos que utiliza las instituciones como máscaras de legalidad. Esta amnistía, legitimada por un tribunal colonizado por las cuotas políticas, es la más flagrante manifestación de la degeneración de la monarquía del 78.

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