De pronto, como si el estruendo de una conciencia moral se hubiera despertado en esta España de servilismos políticos, aparecen titulares y tertulianos que descubren, con fingido espanto, los tejemanejes empresariales del señor Sabiniano Gómez, a la sazón suegro del presidente del Gobierno.

¡Oh, sorpresa!, exclaman los mismos que hasta hace una semana compartían mantel con él, aplaudían su ingenio, y reían sus chistes de proxeneta ilustrado. ¿Qué ha pasado entonces? ¿Una revelación divina? ¿Un curso acelerado de ética política? No. Sencillamente, les ha convenido.

Sabiniano, para quien no esté al tanto —es decir, para nadie con un mínimo de curiosidad—, ha sido durante décadas el arquetipo perfecto del hombre hecho a sí mismo del régimen. Un muñidor de acuerdos bajo la mesa, cazador de subvenciones y alquileres favorecidos por la administración, constructor de favores y benefactor de un partido sin ideología pero con necesidad de financiación. Su pecado no ha sido dedicarse a comerciar con la prostitución —eso se da por hecho—, sino haberse muerto justo antes de encontrarse su yerno en un tris del colapso por saturación de corrupción.

Y ahora, cuando el marido de su hija ya huele a cadáver político, los mismos medios que antaño lo normalizaban como si fuera un patriarca del capitalismo ibérico, lo lapidan. Se escandalizan, con lágrimas de cocodrilo, de que haya amasado fortuna con tal feminista actividad.

Lo de Sabiniano no es un caso aislado, sino el reflejo de un constructo que premia la sumisión y penaliza la decencia. Un sistema nacido de una Transición sin ruptura, donde la legalidad franquista se maquilló con urnas. Un sistema donde las instituciones no son el reflejo de la virtud republicana, sino la cloaca del consenso. Y nadie representa mejor esa degeneración que otro hombre del tiempo de Sabiniano, el anciano campechano que ahora vaga entre emiratos, el rey Juan Carlos.

Porque si hablamos de golfos, no olvidemos al Borbón: comisionista, cazador de elefantes y artífice de una fortuna opaca que haría palidecer al mismísimo Sabiniano. ¿Dónde estaban los defensores de la transparencia cuando el monarca era intocable? Callaban, sonreían, se arrodillaban. Y ahora, como si despertaran de un coma ético, descubren que también fue un golfo.

La hipocresía, en esta partidocracia coronada, no es un defecto: es un requisito. Solo se escandaliza el que necesita limpiar su imagen para aspirar a otro cargo. Solo denuncia el que quiere ocupar el puesto del corrupto caído. Y así gira la rueda del Régimen del 78, ese teatrillo pseudoconstitucional donde la justicia es selectiva y la memoria, interesadamente breve.

En definitiva: no se condena a Sabiniano por sus actividades, sino porque conviene ahora al nuevo aspirante a gobernar. Juan Carlos, por su parte, ya no tiene palacio ni micrófonos que le rían las gracias. Ya no sirve. Y eso, en esta partitocracia coronada sin honor, es el mayor de los pecados.

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