En España, cada verano, el fuego arrasa miles de hectáreas, devora casas, arrincona pueblos y se lleva consigo vidas humanas. Y cuando no es el fuego es el agua. Inexorablemente las autoridades reaccionan tarde, con torpeza y con la misma retórica hueca de siempre: «medidas excepcionales», «recursos extraordinarios», «la climatología adversa»… Pero al margen del factor natural, en la magnitud de la tragedia concurre, con la misma reiteración, un factor humano como es la existencia de una estructura de poder que impide la responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados.
La clave está en la ausencia de representación política. En España no elegimos a personas, sino que ratificamos listas elaboradas por las cúpulas de los partidos. El ciudadano no vota a su diputado, vota al aparato. De este modo, los legisladores no se sienten compelidos por el deber de responder eficazmente, por las personas de un territorio concreto. Y cuando no hay responsabilidad política individual, tampoco hay previsión ni cuidado eficaz de lo que es común.
En los sistemas donde rige la representación uninominal de distrito, cada diputado se debe a su circunscripción. Si en su distrito se producen incendios devastadores o riadas arrolladoras por negligencia en la prevención, el diputado sabe que los ciudadanos le retirarán su confianza y no saldrá elegido en la próxima ocasión, si es que llega a entonces. Esta presión es el motor de su diligencia. No se trata de moralidad personal, sino de un mecanismo institucional que vincula la supervivencia política del representante a la seguridad material de sus representados.
En España, al contrario, ¿qué sucede? Que cuando arden los montes de Galicia, de Ávila o de Castellón, ningún diputado se siente interpelado directamente. Los partidos, como máquinas cerradas, reparten culpas entre gobiernos autonómicos y central, mientras que el ciudadano mira impotente cómo se esfuma su presente y su futuro. La política de listas convierte la tragedia en mera estadística administrativa.
El fuego y el agua, en este sentido, son metáfora y realidad de la irresponsabilidad política: donde no hay representación, solo queda propaganda. Se improvisan brigadas cuando el humo ya asfixia o la inundación ahoga, se anuncian presupuestos que nunca se ejecutan, y se promete una reconstrucción que llega tarde o no llega nunca. Hasta allí acude el rey, aunque no apague ni una cerilla.
La naturaleza no perdona la irresponsabilidad institucional. Allí donde falta representación, falta previsión. Y allí donde falta previsión, las catástrofes son consecuencia directa de la eliminación de la relación de causa y efecto entre el voto del ciudadano y la acción del gobernante.
Mientras no exista una democracia representativa, la tragedia seguirá siendo doble: la natural y la del ciudadano condenado a la impotencia política.






La conclusión es clara. Todas las desgracias tienen su origen y su fin en el remedo de democracia que nos hemos dado.
Pedro, tú razonamiento es cierto al cien por cien.
Las máquinas electorales de los partidos están engrasadas, elección, tras elección, con las mismas consignas: los ciudadanos votan al partido, poco importan las personas. El clientelismo es una constante en el sistema, y colocar en las listas, o cambiar después, a los amiguetes, novias, cuñaos, etc es la practica habitual que vemos a diario. De modo que los nombres de las listas poco importan.
Pedro, enhorabuena por tus reflexiones, pero predicas en el desierto.
Un abrazo