Las bancadas azules no se crearon para controlar a los gobiernos, sino para que el Ejecutivo se siente en posición de superioridad dentro del Parlamento. Decía el genio de Montesquieu que «cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad»[1]. Si se otorga a la cámara legislativa la facultad de elegir un pequeño colegio de entre sus miembros y concederle el poder ejecutivo, se aniquila la libertad política. El español Francisco de Miranda lo enunciaba así: «dad al cuerpo legislativo el derecho de nombrar a los miembros del poder ejecutivo y no existirá ya libertad política; si nombra a los jueces ya no habrá libertad civil»[2]. En el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional (MCRC) estamos convencidos de que el Parlamento no debería elegir al presidente del Gobierno, como ocurre en España. Pensamos que es la propia nación la que en circunscripción única nacional debe elegir al presidente del Gobierno. Esto es, establecer la separación de poderes en origen mediante un sistema electoral en el que se elijan a los poderes legislativo y ejecutivo en procedimientos diferentes.
Aunque la teoría de la legislación no sea un tema predilecto de conversación, conviene comprender ciertas dinámicas inherentes a la elaboración de las leyes en España. Dinámicas que incluyen la fragmentación de la competencia legislativa y la interrelación entre las fases prelegislativa y legislativa en el proceso de creación de una normativa, entre otras vicisitudes.
En España, el Gobierno tiene un acceso privilegiado a la fase legislativa: sus programas, presentados como proyectos de ley, tienen prioridad en la tramitación parlamentaria y gozan de mayores medios materiales y personales (el Gobierno controla la Administración General del Estado). Los proyectos de ley ocupan una posición privilegiada frente a las proposiciones de ley. Las proposiciones —del órgano legislativo— tienen que ser sometidas al trámite de «toma en consideración» por el Pleno del Congreso, donde suelen ser rechazadas. Los proyectos de ley no están sometidos a este trámite. Tampoco existe, en esta etapa, un periodo de información pública o de audiencia de los sectores que pudieran verse afectados. Existe un predominio de la etapa prelegislativa gubernamental.
La proposición de ley por iniciativa popular está vedada para materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional. Tampoco está previsto que los promotores de una proposición de ley por iniciativa popular puedan defenderla. Por el contrario, el Gobierno sí debe otorgar su conformidad para tramitar cualquier proposición de ley que suponga un aumento o disminución de los ingresos, lo que refuerza la idea nuclear del predominio del Gobierno en el procedimiento legislativo.
Existe un poder ejecutivo que legisla: aprueba los proyectos de ley en el Consejo de ministros para que, posteriormente, esos mismos ministros se sienten en un lugar de preferencia en la casa del legislativo, imponiendo la aprobación de las leyes a través de su mayoría parlamentaria. El grupo parlamentario es un instrumento al servicio del Ejecutivo. El debate en el Pleno es una mera formalidad, donde los diputados votan siguiendo el mandato imperativo de los portavoces o coordinadores. El Gobierno tendría que ejecutar las leyes que elaborase otro poder, no él mismo; pero el Gobierno es, en realidad, una facción preponderante del Parlamento.
Por si fuera poco, hay ministros que ejercen simultáneamente el cargo de diputados, ya que el artículo 70.1 de la Constitución Española no prohíbe este extremo. Esto no solo es contrario a la separación de poderes, sino que, al ser la misma persona ministro y diputado, ni siquiera se da una división funcional. Como expresó Montesquieu: si «el poder supremo ejecutor se le confiare a cierto número de personas pertenecientes al cuerpo legislativo, la libertad desaparecería; porque estarían unidos los dos poderes, puesto que las mismas personas tendrían parte en los dos».[1]
Los diputados españoles votan según las órdenes del jefe del partido. Esto explica por qué, por disciplina de voto impuesta coactivamente por las cúpulas de los partidos —violando con ello la prohibición expresa de mandato imperativo del artículo 67.2 de «la Constitución»—, un diputado de una provincia determinada vota en contra de los intereses de los electores de esa misma provincia. Por ejemplo, un diputado extremeño se verá forzado a votar algo que quizá perjudique a Extremadura y beneficie a Cataluña o al País Vasco, bajo amenaza de sanción o remoción del cargo si vota en contra de la disciplina de voto. Este diputado sería expulsado del partido por decisión del secretario general, no por los militantes ni por los electores de la provincia que teóricamente representa.
Los diputados no ejercen ninguna función de control del Ejecutivo, sino que ambos poderes están unidos. Las cuestiones de relevancia se deciden fuera del Parlamento, ya sea en despachos o en cafeterías; incluso «la Constitución» fue redactada, en gran medida, en un bar restaurante. Otras veces, las normas proceden de organismos internacionales extranjeros, lo que vulnera la absurda teoría rousseauniana de la «soberanía nacional». Esto quedó perfectamente ilustrado en 2011, cuando, de la noche a la mañana, dos personas acordaron telefónicamente modificar el artículo 135 de «la Constitución», previa llamada desde un despacho con sede en Europa, y posterior traslado de la decisión acordada al Parlamento mediante imposición del sentido del voto de los diputados mediante disciplina de partido.
Todos estos supuestos adolecen de una falta de correspondencia entre las necesidades de los gobernados y las decisiones de la clase dirigente, con unos intereses de esta última que no siempre coinciden con la voluntad popular. A veces, el Estado puede tener intereses distintos de los intereses de los nacionales (v. gr. la amnistía). Los partidos políticos deberían ser intermediarios entre las aspiraciones de la sociedad civil y el Estado, deberían ser partidos civilizados. Pero los partidos son órganos permanentes del Estado: partidos estatales que viven de subvenciones estatales. Y, como dice el refrán popular, «quien paga, manda». Lo mismo ocurre con los sindicatos, que pertenecen al Estado, no a los trabajadores. Resulta difícil que defiendan los intereses de la clase trabajadora cuando son pagados por un Estado que no tiene por qué tener los mismos intereses que los trabajadores.
Los partidos —y los sindicatos— deberían ser asociaciones civiles. Dice la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en su artículo 2, que «la finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Pero esa finalidad se vuelve harto difícil cuando dichas asociaciones están pagadas y subvencionadas por el propio poder, ya que, al no ser civiles, puede haber un peligro para la clase gobernada si el poder que las controla se vuelve opresor. Por estos motivos, sostengo que «la Constitución» y el resto del ordenamiento jurídico español están hechos con excesiva confianza en los políticos y demasiada desconfianza en el ciudadano de a pie, quien debería tener más herramientas de control del poder político, como, por ejemplo, la capacidad de deponer a los gobernantes. Porque no elige quien no puede deponer al elegido. En España, es el Estado quien controla a la sociedad, y no al revés, como debería ser.
Los nombramientos de los miembros del Consejo General del Poder Judicial se deciden fuera del Parlamento, por los líderes de los dos partidos mayoritarios. Dos personas se reúnen y eligen a los veinte vocales que componen el órgano de gobierno del poder judicial, y después transmutan su acuerdo al Parlamento a través de los parlamentarios que deben su escaño al líder del partido.
Llegados a este punto seguiremos a John Adams, el que fuera el segundo presidente de los Estados Unidos de América, quien es famoso por distinguir entre gobierno de hombres y gobierno de leyes. Adams defendía el gobierno de las leyes como sistema con separación de poderes en origen (una urna para elegir al poder legislativo y otra urna para elegir al poder ejecutivo) porque «el poder debe ser opuesto al poder, y los intereses a los intereses» (John Adams). Con instituciones fuertes e inteligentes se evitaría el abuso de poder, por lo que no existirían los pactos y repartos a los que, por desgracia, estamos habituados. Sin embargo, en un gobierno de los hombres, la responsabilidad descansa en la teórica responsabilidad del gobernante, sin frenos ni contrapesos; de manera que si el ciudadano no está de acuerdo con la gestión, debe esperar cuatro años (sistema de retroalimentación) para cambiar de gobernantes. En este lugar es importante insistir en que igual de importante es la facultad de elegir cargos políticos como de deponerlos, facultad inexistente en España.
El concepto de «Estado de Derecho» es, en palabras del catedrático de Ciencia Política y de Historia de las Ideas —y también miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas— Dalmacio Negro Pavón, un pleonasmo, puesto que el Estado es por definición una construcción jurídica: se crea y organiza mediante leyes. Entre el Estado de Derecho de Robert von Mohl y la República de Leyes de John Adams, Pedro Manuel González prefiere la segunda, en la que es pieza clave la importancia de la forma de producción legislativa, es decir: que las normas sean elaboradas por verdaderos representantes siguiendo una cadena lógica de mecanismos de propuesta y promulgación legislativa que satisfagan las necesidades legislativas de los gobernados. Se necesitan verdaderos representantes pegados a esa realidad social, ahí abajo, no a través de listas de partidos, sino mediante representantes de distritos uninominales, con mandato imperativo y revocable de los ciudadanos. La unión de mónadas electorales (Leibniz; García-Trevijano) que conformen juntas una verdadera asamblea legislativa es la forma en que se puede elaborar una norma que satisfaga las necesidades de los gobernados, de que haya una cadena de transmisión entre necesidades y producción legislativa —entre sociedad y legislación—. En España no existe la representación política: hay integración e identificación de las masas en partidos del Estado. Legisla el Ejecutivo mediante el reflejo de una matemática proporcional elevada a rango constitucional a través del artículo 68.3 de la Constitución Española.
[1] Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu (1748). El espíritu de las leyes. Libro XI, Capítulo VI.
[2] Miranda, Francisco (1794). Sobre la situación actual de Francia y los remedios adecuados para sus males.






Enhorabuena, Alan! Un análisis magistral de la partidocracia
Los contribuyentes españoles tienen que civilizar a los Partidos políticos y Sindicatos retirándoles la saca del Estado.
Extraordinaria exposición.