En una sociedad donde reina la confusión entre moral y política, es necesario restablecer con precisión el significado de dos pilares del alma pública: la responsabilidad y la veracidad. Ambas se manifiestan en dos planos distintos —el moral y el político—, pero no por ello separados, pues existe entre ellos una tensión fecunda, una correspondencia que da sentido a la acción cívica del ciudadano consciente, lo que en rigor llamamos repúblico.

En la vida privada, la veracidad es una virtud individual. No responde a una obligación jurídica ni a un deber político, sino al ejercicio de la conciencia recta: la capacidad del individuo de asumir la verdad como forma de integridad. Esta veracidad moral nace de la responsabilidad que cada uno asume ante sí mismo y ante los demás, no por coacción externa, sino por fidelidad al propio juicio y a la palabra dada.

Pero esta responsabilidad, aunque digna, es frágil. Se mantiene por fuerza de carácter o educación, pero no encuentra respaldo institucional. Mantener la integridad moral en un régimen que normaliza la mentira convierte lo natural en excepcional. Lo que debería ser espontáneo —decir la verdad, obrar con rectitud— exige esfuerzo, y cuando se manifiesta abiertamente, incluso despierta extrañeza.

En el plano público, la veracidad no puede quedar reducida a una opción moral. En los regímenes de partidos —como el español— esta relación entre verdad y responsabilidad queda pervertida por la estructura misma del poder. La mentira no solo es tolerada: es funcional. No hay responsabilidad política porque no hay representación del ciudadano. Los partidos imponen sus listas sin control del elector, y el legislativo es una simple prolongación del ejecutivo. Gobernar consiste en ocultar, simular y negar. El sistema premia la obediencia interna al partido y castiga la sinceridad. La corrupción no es una desviación: es el metabolismo natural del Estado de partidos. El ciudadano, sin posibilidad de elegir a su representante ni de revocarlo, está excluido de toda capacidad de exigir responsabilidades.

Solo en la república constitucional puede la veracidad imponerse como regla de la vida pública. No porque los hombres se transformen, sino porque las reglas sí lo hacen. La separación de poderes en origen y la representación mediante elección uninominal obligan a los gobernantes a responder ante sus electores. Quien miente o traiciona, cae. La responsabilidad deja de ser un ideal moral para convertirse en una condición práctica de permanencia en el cargo. Esta estructura institucional no garantiza virtudes personales, pero crea incentivos para que sean las personas veraces las que accedan a funciones de gobierno. Y con ello, favorece que la veracidad natural —la que nace del orgullo de hablar con verdad— no quede ahogada por la impunidad.

La libertad política colectiva —cuando existe— crea las condiciones para que la veracidad se convierta en norma social y política. La libertad no sólo permite decir la verdad; obliga a ello. En un sistema de libertad política, donde el poder está separado en origen y el ciudadano elige a sus representantes en elecciones verdaderas (unipersonales, con representación, sin listas), la mentira sistémica no puede sostenerse como forma de gobierno. La verdad se vuelve práctica, no sólo ideal.

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