En esta monarquía de partidos, se llama fontaneros a esos individuos que, en la sombra, manipulan, reparan, desatascan y, sobre todo, encubren las actividades de estos, generalmente fuera de la ley. Son los técnicos del poder: operadores políticos cuya función no es servir al gobernado, sino mantener la ficción de legalidad y estabilidad de una arquitectura política que no es democrática.

En esta oligarquía donde el partido es parte del Estado, donde no hay elección de los titulares del poder sino una ratificación ciega de listas, la figura del fontanero se hace no sólo necesaria, sino estructural. El fontanero partidista es el agente del encubrimiento. Es el que filtra a los medios lo que interesa al aparato; es quien destruye documentos comprometedores; es el que negocia en reservados de restaurantes los pactos de impunidad entre formaciones que fingen enfrentarse en público pero son cómplices en privado. Es quien impide que afloren los escándalos cuando aún están en gestación, y cuando estallan, es el que controla la fuga para que el daño sea limitado, que no parezca sistémico.

Necesariamente, sus cualidades mejor valoradas deben ser la carencia de principios y la discreción. Su fidelidad es para la maquinaria del partido. Son la correa de transmisión en el engranaje del consenso, esa palabra sagrada del régimen que, lejos de significar acuerdo entre ciudadanos, implica pacto entre cúpulas para repartirse el botín del Estado.

La existencia y el poder de los fontaneros no es un accidente, sino una consecuencia inevitable de la falta de democracia. Porque donde no hay separación de poderes, donde no existe un poder legislativo independiente del ejecutivo, donde los diputados no responden ante sus electores sino ante su jefe de filas, el control del poder no se ejerce por los gobernados, sino por redes internas de fidelidades y chantajes. Es ahí donde el fontanero actúa: donde hay podredumbre estructural que requiere ser encubierta.

No es necesario que haya un nombramiento formal. El fontanero no tiene si quiera por qué estar apuntado al partido necesariamente. El régimen los selecciona de manera natural: son los fieles, los discretos, los inmorales útiles. Exministros reciclados, periodistas domesticados, exjueces entregados al partido, altos funcionarios que se deben al escalafón más que a la ley, o el más cutre fanático de base. Da igual. Pueden nadar tanto en una sede de partido como en despachos, consultoras, fundaciones, grupos de presión o en redacciones. Son la arteria oculta por la que fluye el verdadero poder, más allá de urnas y eslóganes. La prueba del nueve de su carácter institucional tácito es que los medios y políticos de la situación critican con falso escándalo sus actuaciones concretas cuando son descubiertas, no su existencia, que normalizan sin rubor. Es el clásico «robar no es malo, lo malo es que te pillen».

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