A veces, la historia se escribe en episodios breves, casi imperceptibles, como esos diez gloriosos minutos en los que varias asociaciones de jueces y fiscales del Reino de España han decido parar… ¡el reloj judicial! Sí, señoras y señores, la toga se alzó. Durante seiscientos heroicos segundos, manifestarán que ya está bien de ataques a su sacrosanta independencia, y, con gesto adusto y mucho café institucional van a paralizar la justicia diez minutos.

¿La razón? La dictadura gubernamental, por supuesto. No su dependencia institucional original. Porque en España, cada vez que un gobierno legisla en materia judicial —lo que, para los no iniciados, equivale a tocar el cortijo que juraron defender—, los jueces tiemblan. No de miedo, sino de indignación, porque desconocen que la causa de su sometimiento está en la dependencia orgánica de la Justicia, no en la personal de jueces y fiscales. Que se atreva el ejecutivo a intentar reformar el Consejo General del Poder Judicial, esa entrañable cofradía partidócrata, o a cambiar el acceso a la judicatura y carrera fiscal es poco menos que un golpe de Estado. De ahí la protesta. Lo demás, lo sustancial, no importa. Diez minutos. Ni uno más, que tampoco es cuestión de desbordarse.

Imaginen el trance: en pleno juzgado, la máquina de café humea, el juez levanta la vista de la causa que examina, el fiscal interrumpe su segundo desayuno… y todos, al unísono, se plantan. Diez minutos de inacción. Una revolución en bata, con copia al TC y respaldo del CGPJ, esos órganos que siguen operando al mando de los partidos desde el año 1978.

Por supuesto, todo por la justicia. No por las dietas, ni por los blindajes, ni por la entrega de la instrucción penal a la fiscalía. Eso es secundario. Lo hacen por Montesquieu, que está ya tan sobado que debe de estar desintegrándose en su tumba de puro hastío y que ni siquiera contemplaba al judicial como un auténtico poder.

El paro será simbólico, sí, pero cargado de significado. El mensaje será claro: «Si siguen sometiéndonos sin contar con nosotros, podríamos… ¡volver a parar otros diez minutos!». Una amenaza tan demoledora como un papel mojado en el despacho de un juzgado mixto.

Y mientras tanto, la justicia ordinaria —esa que tarda años en resolver un despido improcedente o una custodia compartida— sigue su curso. Inalterable. Porque diez minutos no se notan. Como tampoco se nota que muchas de estas protestas no son por los derechos del ciudadano ni por la independencia institucional de la Justicia, sino por el statu quo de una élite togada que exige un gobierno exclusivo de jueces como toda solución.

Así que celebremos el gesto. Será breve, pero elegante e inmaculadamente corporativo. Diez minutos en los que la Justicia se paró para recordarnos que sigue sin moverse.

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