En un país donde la justicia parece más un acto de magia que un ejercicio de razón institucional, los recientes acontecimientos en el ámbito judicial han dejado nuevamente en evidencia las grietas profundas de un régimen diseñado para la autoprotección de los poderosos. La libertad provisional otorgada a don Víctor de Aldama y la imputación del fiscal general del Estado, dos casos que podrían parecer aislados, en realidad son piezas de un mismo engranaje: la maquinaria selectiva de la justicia.
Víctor de Aldama, símbolo involuntario de la corrupción como factor de gobierno, obtuvo su libertad provisional tras declarar a petición propia e inculpar a altas instancias del gobierno socialista. Para algunos, este hecho constituye una victoria del derecho sobre el abuso del poder y la prueba del nueve del funcionamiento independiente de la fiscalía. ¿Cómo es posible, me han llegado a decir, que si la fiscalía es un órgano dependiente del gobierno como usted dice, sin embargo haya impulsado la libertad de este señor tras apuntar contra este?
La respuesta es sencilla: es la propia situación de debilidad de la cúpula del Ministerio Público la que ha facilitado su actuación libre por la base. La imputación del fiscal general del Estado, hecho inédito en la historia española, ha hecho imposible que pudiera ejercer ahora su autoridad frente a sus subordinados.
Acusado como está de beneficiar la guerra sucia contra la señora Ayuso, con una actuación ilícita constitutiva de delito, no puede permitirse ahora actuar en este asunto dando instrucciones directas a favor de los intereses gubernamentales. La pasividad del señor García Ortiz muestra que de nuevo la justicia, sin independencia, funciona como un tablero de ajedrez en el que las piezas responden a intereses que poco tienen que ver con la búsqueda de la verdad.
El paralelismo entre ambos casos no puede ignorarse. Por un lado, Aldama es acusado de delitos graves, pero la narrativa en torno a su proceso ha estado marcada por filtraciones, intereses mediáticos y acusaciones de irregularidades. Por el otro, el fiscal general, un actor clave en la persecución de casos emblemáticos, se enfrenta a un proceso judicial como investigado.
La libertad provisional de Aldama y la delicada situación del fiscal general del Estado por su imputación no son hechos desconectados; son síntomas de una enfermedad sistémica: la politización de la justicia y su otra cara, la judicialización de la política. Mientras las instituciones sigan siendo herramientas al servicio de los intereses de la clase política, los gobernados seguirán siendo testigos de este espectáculo trágico en el que sus intereses quedan relegados al telón de fondo, sin ningún mecanismo de control del poder.
En España, donde los límites entre justicia y la venganza política son cada vez más difusos, resulta imperativo recordar que el propósito del derecho no es servir al poder, sino controlarlo. Sin embargo, mientras los espejos sigan deformando la realidad a conveniencia de quienes los manejan, la verdad seguirá siendo un lujo que pocos pueden darse.