La ilegalización de asociaciones que ensalzan o defienden al franquismo no es más que una nueva maniobra de la monarquía de los partidos estatales para reforzar su legitimidad aparente, sin alterar en absoluto su naturaleza continuista del franquismo sociológico, institucional y jurídico. Aparentan destruir lo que en realidad perpetúan.

El régimen actual, surgido de una transición sin ruptura ni libertad constituyente, es en esencia una prolongación del régimen anterior, aunque revestido con ropajes pseudodemocráticos. No es más que el franquismo sin Franco, una oligarquía de partidos enmascarada bajo una Constitución otorgada con libertades concedidas, que tan fácilmente se dan como se quitan.

El franquismo, como dictadura unipersonal, concentró el poder en la figura de un solo hombre: Francisco Franco. Pero su sucesión, acordada por el dictador mismo, no condujo a la fundación de una democracia, sino a una reforma cosmética dirigida por las mismas élites que lo sustentaban y por quienes aspiraban a ocupar su lugar. De la ley a la ley, el poder a sí mismo. Todos ganaron con el consenso. El principio franquista de legalidad sin legitimidad fue transferido íntegramente al régimen del 78.

¿Acaso hubo libertad para que el pueblo español decidiera entre república o monarquía, entre parlamentarismo o presidencialismo, entre representación o partitocracia? No. Hubo una reforma desde dentro, promovida por el rey designado por Franco y sus procuradores reciclados en parlamentarios. Y fue precisamente ese continuismo pactado el que evitó una ruptura con el régimen anterior.

Por tanto, cuando se aprueban leyes para «ilegalizar el franquismo», lo que hacen no es más que escenificar una falsedad, como si hubiera existido una ruptura que nunca ocurrió. Ilegalizar el franquismo simbólico —sus fundaciones, sus homenajes, sus bustos— sirve al régimen actual para presentarse como su antítesis, cuando en realidad es su producto directo. Una mendaz dialéctica en la que el antifranquismo se convierte en herramienta legitimadora del postfranquismo.

Es la misma hipocresía que aflora cuando se pretende ilegalizar partidos políticos. El Estado de partidos se arroga el derecho de decidir quién puede existir políticamente y quién no, eliminando del tablero a los que cuestionan su propia legalidad. Ilegalizan partidos para defender la democracia… que nunca fue instaurada.

Es decir, los mismos partidos estatales que ocupan el poder sin ser representantes del elector —sino delegados de sus jefaturas— se atribuyen la facultad de decidir qué ideas políticas son admisibles. ¿Puede haber mayor aberración jurídica y política? Lo hacen con el franquismo simbólico, lo hacen con partidos incómodos, y lo harían con cualquiera que reclame libertad constituyente. Todo lo que no encaje en su consenso oligárquico es borrado del mapa.

La monarquía de partidos instaurada en 1978 no fue fruto de la voluntad constituyente del pueblo español, sino de una operación de ingeniería política, donde los partidos se repartieron el poder. El rey no fue elegido, la forma de Estado no fue discutida libremente, y los partidos, todos subvencionados, forman hoy un cartel que suprime la representación política.

Se puede prohibir una fundación que lleve el nombre de Franco, pero no se cuestiona el entramado legal que emana del franquismo: ni el sistema electoral proporcional que impide la representación del elector, ni la ausencia de separación de poderes, ni la jefatura del Estado hereditaria e irresponsable, ni el dominio absoluto de los partidos sobre la vida pública. Todo eso sigue intacto.

El antifranquismo legislativo es, pues, un teatro: se declama en las leyes lo que se niega en las instituciones. En lugar de desmontar el franquismo real —el régimen de obediencia, de ausencia de libertad política colectiva— se ataca al franquismo sentimental, al nostálgico, al decorativo. Se quita la estatua, pero se conserva el poder sin control.

Es esta la gran mentira del régimen del 78: se presenta como una democracia cuando no hay ni una sola institución que garantice sus reglas definitorias: representación y separación de poderes. Y el uso del antifranquismo simbólico no es más que una coartada para silenciar esa verdad estructural.

La única ruptura posible con el franquismo es la ruptura democrática: la apertura de un período de libertad constituyente, donde el pueblo español pueda manifestar su voluntad sobre la forma de Estado y de gobierno. Mientras no haya libertad política colectiva, mientras los partidos estén en el Estado y no en la sociedad, mientras el Parlamento sea una cámara de obediencia y no de representación, no habrá democracia. Y el franquismo, con o sin estatua, seguirá vivo en el alma misma del régimen.

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