La petición de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado para que el juez Pablo Llarena aplique la amnistía a Carles Puigdemont no es un mero movimiento procesal, sino una estrategia orquestada por el poder político —que domina a ambas— y que es contraria al propio ser de su intervención en la causa: la supuesta defensa del erario público, y la exigible postulación del interés público.

Desde la aprobación de la Ley de Amnistía ambas instituciones han operado al unísono, como una maquinaria engrasada para adaptar el privilegio legal al traje de la conveniencia de una clase de políticos. Debiendo velar respectivamente por el bien del Estado y por el derecho colectivo, han demostrado que los partidos parasitan al primero para transmutar el segundo en criterio de oportunidad política gubernamental.

La despenalización de la malversación, cuando la aprehensión de fondos públicos no es para el lucro particular sino para la banda, supuso la legalización de la mafia. La cobertura de la Ley de Amnistía al robo en territorio patrio distinguiéndolo del aún punible asalto de fondos europeos, situó a los españoles al nivel de los siervos de la gleba. Los equilibrios de Llarena son inanes. La cabriola jurídica para sostener que hay lucro particular en la utilización de fondos públicos para la secesión por ahorro del patrimonio propio, no se sostiene. La alegación de que en fase de instrucción no es descartable que la utilización de recursos esté indubitadamente limitada a los obtenidos de fondos españoles seguramente llevará a morir en la orilla absolutoria tras el enjuiciamiento plenario.

Lo que estamos presenciando es simplemente la culminación de un proceso de ejecución judicial de la voluntad política que gobierna y legisla sin distingo. La petición de la Fiscalía y la Abogacía del Estado para que el juez Llarena aplique la amnistía a Carles Puigdemont no es sino la simple confirmación de la primacía de los intereses oligárquicos del Estado de partidos. No nos encontramos ante un debate jurídico ni ante una cuestión de interpretación de la ley, sino ante la culminación de un proceso por el cual el derecho deja de ser un mecanismo de garantía de la libertad política para convertirse en un mero instrumento de ingeniería del poder.

La amnistía no es más que la expresión del pacto entre facciones partidistas que han secuestrado a la nación una vez asentadas en el Estado. Su aprobación y aplicación no derivan de la voluntad ciudadana ni de la necesidad de preservar un bien común, sino del cálculo electoral de una parte de la clase política que busca perpetuar su dominio. No hay en ella un atisbo de justicia, sino la evidencia de que la ley es moldeada según las necesidades del régimen, desprovista de su esencia garantista y al servicio del interés faccioso.

Este proceso de disolución de la legalidad confirma lo que en tantas ocasiones se viene denunciando: en el Estado de partidos no hay separación de poderes ni independencia judicial, sino una unidad monolítica de dominación en la que la Justicia es solo una máscara. La amnistía a Puigdemont no es una decisión de legalidad ni jurídica, sino un acto de sumisión del derecho ante la conveniencia política. En este contexto, la ciudadanía, privada de representación, asiste impotente a un espectáculo donde las reglas cambian al arbitrio de la oligarquía gobernante.

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