El reciente dictamen del abogado general de la Unión Europea, avalando la compatibilidad de la Ley de Amnistía con el derecho comunitario, sólo ha sorprendido a quienes, pese a los reiterados golpes de la realidad, persisten en refugiar su frustración política en un europeísmo providencialista que jamás ha respondido a sus expectativas.
Porque quienes esperaban que Bruselas —esa vasta maquinaria burocrática al servicio de los gobiernos de los Estados miembros— acudiera en su rescate para declarar ilegal la amnistía, desconocen la verdadera naturaleza de la Unión: un entramado institucional que no se mueve por principios, sino por equilibrios entre las mismas partidocracias que gobiernan España.
Se repite el mito, y a la vez el complejo, de la Europa salvadora. No es la primera vez que se deposita en la UE la esperanza de que actúe como un poder corrector, como una suerte de conciencia supranacional. La realidad, sin embargo, es tozuda: la Unión jamás se ha concebido como garante de la separación de los poderes dentro de los Estados, ni de la representación política de la que ella misma carece. No fiscaliza desviaciones de poder ni corrige los excesos de Ejecutivos adictos a instrumentalizar la Justicia. Su función es otra: armonizar conveniencias de poderes fácticos, coordinar burocracias y asegurar la estabilidad de las partidocracias del continente.
Por eso sorprende —y a la vez confirma esa acomplejada ingenuidad tan española— que algunos hayan aguardado con ansiedad mesiánica a que Luxemburgo desmontara una ley que, guste o no, forma parte de las transacciones políticas internas de un Estado miembro.
Si algo debería haber disipado cualquier esperanza fue el episodio de la inmunidad jurisdiccional y la negativa a la entrega de Puigdemont. La euroorden, diseñada para evitar refugios nacionales a delincuentes comunes, se demostró impotente frente a un prófugo que instrumentalizó el Parlamento Europeo para blindarse políticamente.
Europa no quiso entregar a Puigdemont porque Europa nunca interfiere en los equilibrios políticos internos de los Estados… salvo para preservarlos. Aquel fracaso, lejos de ser un accidente, constituye la prueba de que la UE —presionada por las necesidades de estabilidad de sus gobiernos y partidos dominantes— jamás actuará como instancia correctora. Pretender lo contrario es ignorar su diseño.
El abogado general no hace más que seguir la línea tradicional: no entrar en el fondo político, reconocer al Estado miembro un amplísimo margen de discrecionalidad y preservar la apariencia de neutralidad institucional. El mensaje es claro: si España decide amnistiar a quienes atacaron su orden político actualmente instituido, será una cuestión de política interna, no de derecho europeo. Y la UE, por descontado, no va a dinamitar un pacto entre partidos que sostienen gobiernos dentro del Consejo Europeo.
Quienes fían a Bruselas la defensa del derecho positivo español no sólo yerran el diagnóstico, sino que trasladan al exterior unas responsabilidades que son exclusivamente nuestras: las de acabar con las élites partidocráticas, impedir que manipulen el poder judicial y reclamar un sistema representativo.
Mientras se mantenga la ficción de que «Europa nos salvará», los partidos seguirán encantados de utilizar esta coartada:
—No es culpa nuestra —dirán—. Europa lo permite.
Y la ciudadanía, huérfana de poder político, continuará creyendo que existe un guardián que nunca llegará.
El dictamen de Luxemburgo no legitima la amnistía: simplemente confirma lo sabido. La UE no está diseñada para intervenir en las oligarquías políticas de sus miembros, porque es, ella misma, una superestructura de las mismas partidocracias que sufren los europeos. Si alguien quiere frenar estos procesos, tendrá que hacerlo aquí, no en Bruselas. Porque Europa nunca viene a salvarnos. Europa solo viene a ratificar lo que ya han decidido nuestros partidos.






Excelente artículo, como siempre. Es magnífico poder contar con estos análisis, son el único faro para nuestro futuro político.
Enhorabuena y muchas gracias.
El penúltimo párrafo, que transcribo, enfoca el núcleo del asunto: la representación de los electores en los órganos de poder y su control por la sociedad. ¿Como confiar, ni aceptar decisiones, de instituciones supranacionales que carecen del principio de representacion? Esto es aplicable no sólo a Bruselas sino, también, a instituciones internacionales más ocupadas en espurios intereses geopolíticos que en favorecer a sus pobladores humanos.
Donde escribes “reclamar” yo entiendo exigir, y no es sólo un asunto semántico.
Gracias por tu análisis, Pedro.
“Quienes fían a Bruselas la defensa del derecho positivo español no sólo yerran el diagnóstico, sino que trasladan al exterior unas responsabilidades que son exclusivamente nuestras: las de acabar con las élites partidocráticas, impedir que manipulen el poder judicial y reclamar un sistema representativo”.
Europa es una suerte de Godot y Mr Marshall… Siempre se le espera y cuando viene pasa de nosotros .. . Otro mito sangrantemente absurdo…
Pues si, esa es la realidad que vivimos. Me recuerda a esa frase de : “Solo el pueblo salva al pueblo”. Las instituciones no están ahí para eso. Los intereses de las instituciones son los suyos, pero nunca los nuestros.