«Toute société dans laquelle la garantie des droits n’est pas assurée ni la séparation des pouvoirs déterminée, n’a point de Constitution.»
Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen, XVI (1789).
1. Podría parecer, bien a una inteligencia media, bien a un lego en derecho, que la proverbial mitología constitucionalista —desprovista de contenido sin un sistema conceptual coherente y completo—, confunde la garantía de los derechos y su propia institución como formulaciones lingüísticas equiparables (si no sinónimas). Máxime si la diferenciación ontológica entre ser y el uso corriente de existir se asimila a reconocer (que implica un reconocedor y un reconocido).
Son, por tanto, ontológicos los derechos fundamentales (droits de l’homme et du citoyen). La sustantividad humana del concepto no es una abstracción. Es indisociable el droit de l’homme: citoyen. Derecho en «el hombre» (persona). Ciudadano en tanto que derechos. Su oponibilidad y capacidad de defensa es su vigencia, no su existencia.
La generalización «humanitaria» de los denominados «derechos humanos» es propia del contexto geopolítico jurídico posterior a la Segunda Guerra Mundial. La formulación originaria —y ontológica en cuanto fundamento intelectual—, son los Natural Rights. Y estos, por su nature, como esfera individual frente a un poder político no juridificado, no «regulado» (en términos iuspositivistas). No iusnormativizado. Su transcripción es una fórmula solemne de declaración de vigencia, ergo, suposición implícita de oponibilidad.
2. En el sistema teórico del iusnaturalismo racionalista, todo ser humano (con las especialidades bien sabidas que eran constitutivas de la sociedad hasta finales del siglo XX en Occidente) es titular por su propia «naturaleza» de derechos inalienables, oponibles erga omnes. En su contexto, frente a agregados de otros individuos, grupos, unidades sociológicas o políticas que pretendan subyugarle. Y en origen la «vida», la «propiedad» y la «libertad». Empero, no son derechos de un conjunto numerus clausus, su principio de conformación es expansivo, tanto más cuanto el poder del que se protege.
Estos derechos «naturales» son intrínsecos (después denominados «derechos humanos»). La perspectiva no es propiamente individual —no es un moralismo individualista—, sino el ámbito reservado —y requerido de reserva— frente a la tendencia expansiva de un poder en potencia arbitrario, despótico y opresivo. En su sociología invasivo, acaparador, de vocación omnicomprensiva.
Aunque la retórica y el imaginario revolucionario frente al Ancien Régime —que requería, como toda pretensión de acción política, de dirección y consignas que movilicen, posicionen y legitimen— debe tomarse con las cautelas propias del estudio historiográfico. El Medioevo y el Antiguo Régimen no fueron lo que, en comparación con el resultado de la revolución, describieron los ilustrados.
3. La Petition, Bill, Déclaration como formulación solemne reviste apariencia absoluta. No sería tanto el fundamento como la formalidad, pues los rights son preexistentes. La doctrina del iuspositivismo obvia la diferenciación, como si el derecho fuera una abstracción lógica que con la norma adecúe la realidad. Pudiera transformarla, no tanto por su positivación como por su eficacia obligacional. La coacción en su mitología política secularizada no requiere de constante amenaza expresa. Un insufflo intelectivo moraliza.
No es, pues, ontológica cualquier apariencia de manifestación de derechos. No es lo mismo (ni puede serlo), como resulta obvio en los propios términos, ser sujeto o titular que «garantizar», y la garantía (garantie) no es su reconocimiento u otorgamiento. No es equivalente terminológico —ni conceptual— «garantizar» que «reconocer», «garantizar» que «otorgar». Los términos y su consecuente desarrollo conceptual son el fundamento, la formulación y la coherencia que exige el conocimiento social o humanístico.
4. Como vía de construcción de una religion civile, el monopolio normativo del derecho en el Estado, simultáneo a la neutralización y despolitización de la (una) religión cristiana, ha desnaturalizado ésta como fuente de la moral (y de la ética), sustanciando el deber ser en la norma estatal. La formulación abstracta de normatividad (el deber ser de la norma), concretada en el sistema de normas denominado ordenamiento, determina —ya— el ser de las expectativas de conducta.
Lo que deber ser es; la conducta de los individuos se adecua por sí (en sí) a las normas determinadas de la «regulación» de cada área del ordenamiento. No cabe, pues, hacer algo que no se deba sin reproche. Es indeseable aquella acción que no se adecúe a la norma. En consecuencia, mala. Por tanto, reprimible.
La identificación ordenamiento–Estado ha copado la propia del Estado total: sociedad–Estado. Todo el «derecho» (como sistema y conjunto normativo agregado) es estatal; toda actividad del Estado tiende a ser iusnormativa. Por tanto, la autoidentificación sociedad–Estado está mediada por el dispositivo de poder estatal que concentra su potencia: derecho. No hay (ni puede haber) pues, área, esfera o ámbito social no mediado, no «regulado». Esta es la forma de «Estado Minotauro».
5. La pretensión de juridificación del poder estatal en una forma suprema de ordenación (de lo existente) y organización (planificadora) es una experiencia revolucionaria, propia de la «cultura constitucional» europea de finales del siglo XVIII. No reformadora de las relaciones de poder del Ancien Régime. Una teoría, sistema y forma positiva, ideada y calculada, adecuada a la forma de lo político que es el Estado. La carencia es el presupuesto, por su complejidad contextual: lo constituyente. Escasas son las «experiencias». Menores los resultados.
La historia constitucional británica —sin historia del constitucionalismo— es el origen remoto de la cultura constitucional. Equívoca equiparación. La Carta Magna o Magna Carta Libertatum (John I, 1215) es la referencia en la historiografía por su peculiaridad en el continente del derecho común. Ha persistido la denominación sustraída de su contexto, ante el rigor de la Constitución. Es manifiesto que el Instrument of Government (1653) no ha tenido la misma consideración terminológica.
Las diversas formas de un concepto que aún no ha encontrado término se han sucedido: Carta General, Carta Otorgada, Estatuto, Estatuto Fundamental, Carta Fundamental, Carta Constitucional, Ley Constitucional, Ley Fundamental. Todos, como sinónimos conceptuales de Constitución, son un fracaso jurídico, político e intelectual en el desarrollo intricado del constitucionalismo. De ahí su incapacidad, impotente por la contradicción de los conceptos en sus términos. Debiera abstraerse el nomen iuris de su facticidad, donde los presupuestos son políticos.
6. Quizá, el término genérico más apropiado —alternativo al excepcional «Constitución»— es la Grundnorm (norma básica o fundamental) kelseniana. La función de strukturelle Kopplung (acoplamiento estructural) en la integración intersistémica del Rechtssystem (sistema jurídico) —como Rechtsordnung (ordenamiento jurídico, que presupone Estado de Derecho)— y el politisches System (sistema político) es más funcionalista (de la teoría de sistemas) que propiamente jurídico-normativa. Aunque, su capacidad integradora como primus inter pares (equiparando en posición en el sistema el jurídico y el político) presuma de la primacía de la Grundnorm.
Este no es concepto —siquiera término— de la cultura constitucional, sino de la sistematicidad abstracta de la normatividad del sistema jurídico propia del iuspositivismo; de la proyección analítica como sistema de normas, integrado como ordenamiento y atribuido de una lógica interna plenamente coherente. El significante revolucionario inició la conformación conceptual simultánea del término-concepto «Constitución», abstraída de su supremacía normativa —equívoca en los orígenes de la tradición europea— y consagrada como elemento simbólico revolucionario.
Tampoco el término kelseniano conceptualiza contenido. La prevalencia jurídica (o superioridad jerárquica) —en esta lógica iuspositivista— es su característica única y propia en el sistema jerárquico de normas, como válida e independiente por sí. No depende de otra norma; solo debe fundarse y fundamentarse en un supuesto: el poder constituyente. Insisto, supuesto excepcional. Y, aun así, la superioridad jerárquica inapelable de la Grundnorm es equívoca en los sistemas integrados jurídico–políticos. Quizá prevalece el poder soberano del Estado.
7. La doctrina de derecho constitucional occidental establece —véase la vaguedad— los elementos anteriores como conformadores de una Constitución: (a) «parte dogmática» (articulado de derechos fundamentales) y (b) «parte orgánica» (articulado de organización del poder del Estado). Sin parte dogmática —o sin parte orgánica— no hay Constitución. Quizá, tampoco, sin un poder con facultad constituyente, que suele suponerse e incluso a integrarse con el poder constituido.
La inclusión en el articulado de cualquier disposición y, en concreto, de los derechos, no los constituye. Es un principio formal, no material. Ni siquiera lo es una declaración en sí, que debe ser previa al período constituyente: declarativa de los existentes como concreción de la libertad política. La materialidad propia de las relaciones sociológicas del poder configura el contexto en el que se redacta un texto –en su caso jurídico–, de la declaración o del articulado de la Grundnorm. Si aquella es suficiente para formalizar ésta, tenderá a positivizar (y normativizar) su dominación, aun si su retórica apelara a otras consignas.
Esta es la diferencia conceptual y cualitativa entre Grundnorm y Constitución: formalismo normativo frente a sustantividad política y jurídico–positiva; procedimentalismo frente a poder constituyente fundado y fundamentado en la libertad política; normatividad formal frente a garantía (de los derechos fundamentales) y determinación (de la separación de poderes). Una exégesis de las tipologías de sus formas históricas debería considerar todos los casos como términos y conceptos disociados, ahondando en su materialidad y conformando una teoría general. No es suficiente el nomen iuris ni las clasificaciones bi o tripartitas, en función de criterios abstraídos de su contexto y aplicados por subsunción a la determinada forma para denominarla.
8. No cabe equiparar organización y ordenación del poder político del Estado a limitarlo. La positividad de las normas no es garantía de limitación (como monopolio de la fuerza, del poder legitimado y de la determinación del derecho). Quizá sí de previsibilidad, si se adecua la norma al funcionamiento organizativo; o viceversa: Estado de derecho.
El article XVI de la Déclaration des droits (1789) no se refiere a cualquier determination (iuspositiva), sino a la séparation des pouvoirs: «la séparation des pouvoirs déterminée». Y, de nuevo, no es sinónimo «determinar» de «mencionar», «declarar», «reconocer»… Cuanto menos de «omitir». Determinar es concretar con eficacia —articulación normativa— el concepto doctrinal de la separación de poderes (ejecutivo–legislativo). De poderes políticos, y no el denominado en la confusión «judicial», que es facultad estatal, no poder.
9. Las disquisiciones sobre mecanismos electorales y de control (entre otros elementos técnicos de la ingegneria costituzionale o constitutional engineering) se refieren al funcionamiento y rendimiento de las instituciones, su desarrollo y los efectos degenerativos de la anakyklosys. Empero, la representación y la separación de poderes son elementos constitutivos, necesarios y suficientes (en términos de lógica formal) de la Constitución. Sin garantía de los derechos (fundamentales), sin determinación (institucionalización) de la separación de poderes, no existe Constitución.






Muchas gracias por el artículo Señor Hidalgo y MCRC
Magnífico.
Excepcional artículo. Enhorabuena.