En el territorio que antiguamente se llamaba Iberia, o península ibérica, y que los antiguos romanos bautizaron con el nombre de Hispania, y respecto del que tenían la convicción de que era el “finis terrae”, viven actualmente unas gentes que reniegan de su pasado, de sus ancestros y de las gestas de sus ancestros, de sus tradiciones, aborrecen y denostan sus símbolos, hasta su idioma… estoy hablando de los “estepaisanos”, los “estepaisanos” que hasta hace unas cuantas décadas se hacían llamar españoles, y llamaban a su nación con el nombre de “ESPAÑA” y que ahora nombran como “estepaís”. Los “estepaisanos” participan de la creencia de que todo el mundo tiene algo que decir, e incluso, en los colegios y demás centros de estudios, se repiten, como si de dogmas de fe se tratara, frases tales como “los profesores tienen mucho que aprender de sus alumnos”. Esa creencia tan pintoresca es resultado de un árduo, tenaz y perseverante adoctrinamiento “igualitarista”… Da igual la condición del individuo, si es muy inteligente o no, da igual su cociente intelectual, su formación académica, sus años de estudios, su experiencia profesional, o su experiencia vital, todos tienen algo que decir; toda la gente es digna de opinar aunque no tenga ni la más remota idea de qué va el asunto, el caso es “ejercer su derecho”, y como bien se sabe, en España, en este momento derecho es sinónimo de deseo, todo lo deseable es automáticamente convertible en derecho.
En “estepaís” que, es como nombran oficialmente a la nación que habitan los “estapaisanos”, el asunto ha llegado a tal extremo que todos esos tópicos se han transformado en inapelables, incuestionables… y, ay de aquel que se atreva a disentir, puede ser linchado metafóricamente hablando, y corre el riesgo de serlo no tan metafóricamente…
En España, perdón, en “estepaís” ha llegado a convertirse en un pecado social no comulgar con tales afirmaciones. Claro que, no es de extrañar que las cosas estén “así”, después de que la gente haya visto, y oído, año tras año a “opinadores”, “creadores de opinión”, tertulianos, hablar, hablar, hablar de trivialidades, vulgaridades, nimiedades, con absoluta solemnidad, como si realmente estuvieran diciendo algo notable, fuera de lo común y en el convencimiento de que son personas ocurrentes, ingeniosas, o algo parecido; y por descontado, cada vez que opinan lo hacen ex cátedra, o al menos esa es la impresión que causa en muchos de quienes los “escuchan” (ahora ya no se dice oír, eso ya es una antigualla) de manera que para el común de los mortales, muchos de ellos gozan de un gran prestigio, de un enorme predicamento – por supuesto inmerecido-, y todo ello se convierte en un círculo vicioso, pues la gente suele recurrir con frecuencia a aquello del “principio de autoridad” para argumentar y apoyar sus opiniones; y claro, si lo ha dicho alguien que sale en los “medios”, eso es veraz, y va a misa. (argumentum ad verecundiam, argumento de autoridad o magister dixit, “falacia lógica” consistente en defender algo como verdadero porque, quien es citado en el argumento, tiene reconocida autoridad en la materia.)
Ni que decir tiene que, todo lo que sale de sus bocas lo aderezan lo aliñan con zafiedades, palabras malsonantes, procacidad, y multitud de ingredientes más; y en muchas ocasiones con voces, gritos, desplantes, que la gente ha acabado integrando en sus esquemas de pensamiento y de acción como “algo normal”; si lo hacen los famosos ¿Por qué yo no? Debemos llegar a la conclusión de que algunos de los personajes asiduos a los medios de información, incluso tienen el convencimiento de que la modernidad es sinónimo de transgresión y extravagancia.
Y, como es lógico, se recolecta lo que se siembra.
Se les vende a los niños y niñas desde sus primeros años que los adultos apenas nada tienen que enseñarles, como si uno viniera al mundo con “ciencia infusa”, con un saber innato, no adquirido mediante el estudio. No es de extrañar, pues, que los alumnos no le reconozcan al profe ninguna autoridad, y tampoco piensen en la remota posibilidad de que les pueda enseñar “algo interesante y divertido” (otro de los muchos tópicos al uso) sino ni siquiera enseñarles.
Como resultado de lo que vengo exponiendo, entre los “estepaisanos” triunfa especialmente el argumento o falacia ad populum, pues, se recolecta lo que se siembra.
El argumentum o argumento o falacia ad populum es una falacia lógica que se suele utilizar para validar un argumento por el sólo hecho de que la mayoría de la gente cree que algo es de esa manera, que algo es correcto. Se incurre en esta falacia si se intenta ganar aceptación respecto de una afirmación, apelando a un grupo grande de gente. Por ejemplo: “Esta película tiene que ser buena porque la ha visto mucha gente”.
Este tipo de argumentos (o mejor dicho argumento falaz, mendaz) es utilizado muy frecuentemente así que ¡hay que estar especialmente atentos! Los argumentos ad populum se suelen usar en discursos más o menos populistas, y también en las discusiones cotidianas. Son un recurso muy utilizado en política y en los medios de comunicación.
Suele adquirir mayor firmeza cuando va acompañada de un sondeo o encuesta que respalda la afirmación falaz. A pesar de todo, es bastante sutil y para oídos poco acostumbrados al razonamiento falaz puede pasar inadvertido.
La imaginación anglosajona la bautizó como Bandwagon fallacy, esto es, falacia del carro de la banda, refiriéndose al de los músicos en los festejos electorales, al que se encaraman los entusiastas del ganador. Es la misma idea que nosotros, hijos de Roma, reflejamos con la expresión: subirse al carro del vencedor. La falacia ad populum también se conoce como la apelación a la multitud, la falacia democrática y la apelación a la popularidad.
El número de personas que creen en una afirmación es irrelevante para su credibilidad. Cincuenta millones de personas, quinientos millones, cinco mil millones de personas pueden estar equivocadas. De hecho, millones de personas se han equivocado en muchas cosas a lo largo de la historia de la humanidad, como cuando la gente afirmaba que la Tierra era plana e inmóvil…
La falacia ad populum es seductora porque apela a nuestro deseo de pertenecer y adaptarnos, y a nuestro deseo de seguridad y protección. Es un recurso común en la publicidad y la política. Un manipulador inteligente de las masas que trata de seducir a aquellos que alegremente asumen que la mayoría siempre tiene razón. También seducidos por este recurso estaría nuestra inseguridad, que puede hacernos sentir culpables si nos oponemos a la mayoría o a sentirnos fuertes al unir nuestras fuerzas con un gran número de pensadores acríticos.
No es casualidad que la falacia ad populum sea especialmente utilizada en periodos electorales, y es el recurso más socorrido para tratar de darle veracidad, certeza a cuestiones tales como el denominado calentamiento global: El 95% de los científicos asegura que el calentamiento global es provocado por el hombre, entonces debe ser cierto… En casos así, también se está haciendo uso del argumentum ad verecundiam o argumento de autoridad (apelando a la autoridad de los científicos para hablar del tema… muchos de los cuales no tienen ni siquiera conocimientos básicos sobre climatología), de igual modo actúan quienes le dan credibilidad a cualquier “manifiesto” al que se adhieren multitud de “artistas e intelectuales, miembros del mundo de la cultura”…
Recurrir al número de los que opinan algo es una vía legítima cuando se trata de medir el alcance de una opinión. Solamente podemos conocer lo que piensa la mayoría preguntándoselo. Ahora bien, si nos dicen que el 64% de los jóvenes adora la música bacalao, no lo entenderemos como un argumento a favor de la bondad de tales sones, sino como un dato que expresa un gusto juvenil. El volumen de aplausos no mide el valor de una idea. La doctrina imperante puede ser una solemne estupidez.
Los resultados en democracia no se pueden catalogar como «verdaderos» o «falsos» de acuerdo al número de votantes: tan solo se puede afirmar que el resultado es el que el mayor número de personas quiere en ese momento en el que se ha realizado la consulta, y eso en las democracias, supuestamente representativas, se considera suficiente. Pero, no porque la mayoría piense eso, se ha de aceptar que es lo correcto. La legitimidad del resultado de unas elecciones, se basa en la falacia de que el pueblo tiene autoridad, tanta gente no puede estar equivocada. Se suele oír con frases del tipo todo el mundo sabe que…, o…que es lo que la sociedad desea’, así como la mayoría de los españoles sabe que…. Aunque desde hace décadas, en “estepaís” se realice periódicamente, someter a refrendo, convocar elecciones y considerar como la opción más conveniente la que consiga un mayor número de apoyos, se viene demostrando, elección tras elección, que no es el mejor método para saber si una determinada opción política es la más correcta…
Esto es así porque la votación suele llevarse a cabo a través de prejuicios y no a través de argumentos. Cuando se realizan unas elecciones, como las del domingo, 28 de abril, o las que lleven a cabo en el mes de mayo, estamos midiendo la popularidad de los políticos; sería un error llegar a la conclusión de que los ciudadanos han elegido bien o mal, o si han estado más o menos acertados; pues cuando eligen no lo hacen de manera lógica y bien informados… Las elecciones se limitan a constatar cuáles son las preferencias de la mayoría, solamente, se pide a los electores que “den su opinión”.
Si existe alguien capaz de sostener hoy una cosa y mañana la contraria, sin más fundamento que el calor de los acontecimientos, las sugestiones de una película, o la moda, ese alguien, al que Hobbes llamó Leviathan, es la opinión pública.
No existe opinión alguna, por absurda que sea, que los hombres no acepten como propia, si llegada la hora de convencerles se arguye que tal opinión es ―aceptada universalmente‖. Son como ovejas que siguen al carnero a dondequiera que vaya.
Apelar a la opinión de la mayoría, por muy mayoritaria que sea, para justificar que algo es cierto, lo correcto, lo más conveniente, es una falacia de opinión, un mal argumento basado en una pésima autoridad. “Todo el mundo” no es una fuente concreta, no es imparcial y, generalmente, ni siquiera está bien informada.
Por desgracia, en la democracia de “estepaís” no se llevan a cabo elecciones para saber qué es lo mejor, lo más correcto, lo que conviene a todos, sino de encontrar una solución que agrade a la mayoría.
En los juicios, en los procesos judiciales con jurad, para evitar en lo posible un efecto arrastre, existe la presunción de inocencia y, además, la idea de que la simple posibilidad, las suposiciones o las pruebas circunstanciales no deben ser tenidas en cuenta por el jurado. Es por ello que somos muchos los que consideramos que en los regímenes democráticos deben existir “absolutos incuestionables”, para evitar que la gente viva inmersa en continuos sobresaltos, para procurar que los ciudadanos se sientan miembros de una sociedad estable, perdurable, próspera; y para que eso sea posible es imprescindible que existan asideros incuestionables.
Y cuando hablo de la necesidad de “absolutos incuestionables”, es porque si no es “así” tendremos que aceptar que la mayoría (la muchedumbre, los que más ruido sean capaces de hacer) puede hacer lo que le dé la gana, y por lo tanto cualquier cosa que hace/decide la mayoría es buena porque “son la mayoría”, siendo pues éste el único criterio de lo bueno o lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto, Una democracia con “absolutos incuestionables” únicamente debe permitir que la soberanía de la mayoría se aplique sólo, exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. Nunca debe consentirse que la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado, y una eficacia probada, y que a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo… No podemos permitir que la mayoría posea capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales.
En la democracia de los antiguos griegos se pretendía conseguir el gobierno de los mejores y de los más sabios (ese era el significado de lo que ellos denominaban “aristócratas”), para ello, para evitar que acabaran alzándose con el poder los demagogos, los ciudadanos griegos daban una especial importancia a la formación y a la formación, y lógicamente, hacían todo lo posible para que ningún ciudadano fuera analfabeto… Evidentemente, esto que describo, solo es posible en pequeñas o medianas comunidades; no en naciones con millones de habitantes, y más en democracias como la de “estepaís” en la que todos los mayores de 18 años pueden ejercer su derecho al voto (da igual su formación, su grado de inteligencia).
Es por ello que es imprescindible e inaplazable limitar cuanto antes el poder de los políticos y así reducir la importancia de la ignorancia de los votantes.

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