«Después del informe de la UCO, la confianza del gobierno en su fiscal general es aún mayor» (Pedro Sánchez Pérez-Castejón, presidente del Gobierno de España [20-12-24]).

«¿La fiscalía de quién depende? ¿De quién depende? ―Del gobierno―. Pues ya está» (Pedro Sánchez Pérez-Castejón, presidente del Gobierno de España [6-11-19]).

La anunciada aprobación en el primer trimestre de 2025 de la reforma de la instrucción penal para sustraerla a los jueces y entregarla a los fiscales, no es sino un paso más en la consolidación del control político sobre la justicia. En un sistema que ya carece de independencia institucional de la justicia, esta medida termina con la personal del encargado de la investigación procesal, anclando a la fiscalía en su papel de comisariado político, al servicio de la voluntad del ejecutivo.

En un Estado de partidos, donde el poder no se separa sino que se reparte entre las cúpulas partidistas, resulta ingenuo creer que los fiscales, jerárquicamente subordinados a un jefe designado por el gobierno, puedan actuar con independencia. La promesa de un «fiscal imparcial» es tan creíble como la de una democracia sin separación de poderes en origen, en la que las leyes son elaboradas por diputados de lista. ¿Cómo esperar que el mismo órgano que se rige por los principios de unidad, subordinación y jerarquía, en cuya cúspide está un fiscal general del Estado nombrado por el gobierno, sea capaz de instruir con neutralidad causas que puedan implicar al poder político?

La instrucción penal, hasta ahora encomendada a los jueces de instrucción, se presentaba como el último bastión de independencia personal frente a la corrupción y el abuso de poder. Si bien tampoco estaba exenta de presiones, al menos ofrecía un ámbito de actuación relativamente autónomo, dependiendo de la probidad del juez. Con esta reforma, se cierra la puerta a esa residual resistencia, dejando al gobernado indefenso ante un sistema judicial completamente instrumentalizado.

El discurso oficial en favor de esta reforma apela a la «eficiencia» y la «modernización». Sin embargo, estas palabras vacías esconden el verdadero propósito: facilitar el control político de las investigaciones judiciales. Una fiscalía subordinada al ejecutivo no solo garantiza la impunidad de los poderosos, sino que también se convierte en un arma para perseguir a los disidentes y opositores.

La politización de la instrucción penal tendrá efectos devastadores. Por un lado, las causas que afecten a los intereses de los partidos gobernantes serán archivadas o dilatadas hasta quedar en la nada. Por otro, la fiscalía se convertirá en una herramienta para instrumentalizar causas contra los adversarios o gobernados incómodos. No se trata de mera especulación, sino de una realidad ya observada. La Fiscalía General del Estado, definida en la práctica como una prolongación del gobierno, ha demostrado repetidamente su disposición a actuar conforme a las directrices políticas. La reforma no hace sino consolidar este modelo perverso.

El juez de instrucción, aunque vulnerable, representaba un obstáculo frente al uso arbitrario del poder. Su eliminación en la fase de instrucción no solo debilita las garantías procesales, sino que también refuerza el carácter administrativo y burocrático de la justicia penal. En este nuevo escenario, el juez queda relegado al papel de notario de las decisiones de una fiscalía politizada, abandonando su función de garante apriorístico de los derechos.

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