El reciente discurso de Felipe VI en la Asamblea General de Naciones Unidas, refiriéndose al conflicto de Oriente Próximo, es la última muestra del papel catalizador del consenso de la Corona dentro del régimen partitocrático español. Ni una mala palabra, ni una buena acción. Todos contentos con una perorata que vale para unos y también para los otros. No ha hablado el jefe del Estado de una nación que se gobierna a sí misma, sino el portavoz de una oligarquía partidista que, bajo el disfraz de un falso parlamentarismo, ha anulado la independencia política de los españoles.
Felipe VI, heredero de una institución sin legitimidad de origen, pretende con frases de manual diplomático revestir de autoridad moral a una nación que carece de representación política y a un Estado del que no puede ser representativo. ¿Con qué derecho habla en nombre del pueblo español sobre cuestiones de guerra y paz? Ninguno. Si un rey designado por Franco y sostenido por la Constitución del 78, que niega la separación de poderes, no puede arrogarse la voz de España en el concierto internacional, sus herederos tampoco
Mientras en Gaza y en Israel se libra un drama humano atroz, la voz del rey no aporta ni análisis, ni propuesta, ni principios universales de derecho político. Se limita a repetir el lenguaje burocrático de Naciones Unidas. Lo hace, además, con la obediencia propia de un monarca cuya supervivencia depende de la sumisión a las directrices de Bruselas, Washington y al consenso de partidos.
El problema no es que Felipe VI hable mal o bien, sino que hable en absoluto. El pueblo español no ha tenido ocasión de otorgarle palabra alguna para que hable en su nombre. El rey, al igual que el Parlamento y el Gobierno, forma parte de un mismo bloque de poder donde no hay separación ni control. Lee lo que el Gobierno le escribe rebajado con el agua del consenso, no sea que alguien diga que está haciendo política. No se nota, no se mueve y no traspasa.
Esta tragedia nos recuerda la importancia de instituciones legítimas que garanticen tanto la representación como la representatividad, tan parecidas en su raíz y escritura como diferentes en su significado. La representatividad es hacia fuera, la representación, hacia adentro. Solo alguien legitimado por la libertad constituyente puede pronunciarse con autoridad moral sobre los principios universales de paz y justicia, en suma ser representativo. España carecerá de esa autoridad mientras se mantenga encadenada al régimen de la Transición, esa ficción urdida para preservar la continuidad del franquismo y blindar la corrupción del sistema de partidos.
No es a un rey al que corresponde hablar en nombre de España, sino a un jefe del Estado representativo elegido por todos los ciudadanos con igualdad de voto cuyas palabras puedan ser avaladas o reprobadas por la nación a través de representantes elegidos en libertad y bajo la protección de una Constitución de verdad, no una carta otorgada. La única voz que puede situar a España en el mundo con dignidad es la de una república constitucional.
Hasta entonces, cada palabra del monarca en la ONU no será más que el eco vacío de un poder ilegítimo.






Gracias Pedro y gracias MCRC sois tan necesarios…
No lo vi. ¿Fue en inglés o en español?
Fuera como fuese, peor en inglés, pero de cualquier modo ¡qué deshonra!
Extraordinario. Conciso y contundente. Pero sobre todo, cierto.