En el vasto panorama mediático, donde la palabra se convierte en espectáculo y la opinión en mercancía, una nueva figura se suma a la del tertuliano todólogo: el oráculo youtuber. Este personaje, con la seguridad de un cirujano y la precisión de un reloj suizo, es capaz de disertar con igual soltura sobre los aranceles de Trump, los secretos de un cónclave vaticano y las causas ocultas tras un apagón. Todo ello, por supuesto, sin despeinarse ni pestañear.

¿Aranceles de Trump? Un youtuber, armado con una camiseta arrugada y la luz parpadeante de su anillo LED, nos descifra en siete minutos —ni uno más, que el algoritmo castiga la profundidad— las insondables causas geoeconómicas del proteccionismo. Nada importa que Adam Smith, Von Mises o Marx necesiten ser leídos en sus textos originales; nuestro nuevo ilustrado de sobremesa nos lo resume todo entre una anécdota sobre Ronald McDonald y una broma privada con sus seguidores.

¿El cónclave vaticano? ¡Ah, tema sencillo donde los haya! Nuestros intérpretes del infinito, sin dominar el latín ni conocer la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, desentrañan las luchas intestinas de la curia como quien comenta la alineación de un partido de fútbol: «Hay dos equipos, uno más conservador y otro más progresista, pero ojo que siempre hay sorpresas, como en el draft de la NBA». La historia de dos mil años de la Iglesia reducida al entretenimiento de un sábado por la tarde.

¿Y los apagones? ¿Qué decir de los apagones? Con la seguridad de un físico cuántico frustrado y la verborragia de un vendedor de Thermomix, el youtuber de turno nos informa de que «todo es culpa de una tormenta solar, de un magnate malévolo o, si la audiencia baja, de una conspiración reptiliana». La electricidad es, en efecto, un fenómeno que no depende de leyes electromagnéticas ni de infraestructuras vulnerables, sino del número de visualizaciones por minuto.

A diferencia del tertuliano omnisciente, este se autotitula especialista. Así es jurista, especialista médico o sesudo analista financiero por la gracia de la Web. ¿Para qué más, si la verdad es maleable y la audiencia, indulgente? En un mundo donde la complejidad se sacrifica en el altar de la inmediatez, el youtuber reina supremo sobre la pleitesía de sus followers. Su herramienta no es el conocimiento, sino la retórica; en el fondo su misión no es pedagógica, sino la de entretener.

Apenas hemos cruzado el umbral de la Tercera Edad del Conocimiento —esa que tantos vaticinan y tan pocos comprenden—, cuando ya encontramos así a sus más preclaros representantes. Estos nuevos sofistas, amamantados por la impaciencia y laureados por el clic fácil, nos instruyen desde sus trincheras de cartón-piedra en todo cuanto el espíritu humano pudo antaño aprender en décadas de estudio. Hoy, el saber ya no emana de la observación metódica ni de la razón crítica: brota del trending topic y se consagra en la miniatura llamativa.

Estos expertos amanecidos en las redes no resuelven problemas ni tienen criterio coherente para su solución; los analizan, se adaptan a la corriente de opinión que entienden más favorable y, finalmente, los olvidan para pasar a otro tema de actualidad. Eso sí, que no falte una cita de un autor (si es poco conocido mejor). Este tipo de especímenes son lectores de solapa, a los que bastaría preguntar por alguna otra cita u obra de la autoridad en la que se apoya para dejarlos en ridículo.

Y así, entre debates acalorados y frases lapidarias, esta suerte de tertuliano monologuista, omnisciente, sigue su camino, dejando tras de sí una estela de opiniones que, como el humo, se disipan en el aire. Porque, al final, ¿qué sería de nosotros sin ellos? Probablemente, estaríamos mejor informados, pero mucho menos entretenidos.

El saber, ese incómodo visitante del pasado, ha sido reemplazado por la opinión instantánea, servida en píldoras de ignorancia digerible. Y como en toda pseudodemocracia —pues no hay otra cuando el pueblo abdica de su libertad de pensamiento—, quien grita más fuerte, quien gesticula mejor ante la cámara, quien maneja con más destreza el efecto de sonido de risas enlatadas, es coronado como el nuevo maestro.

Vivimos, pues, en una época de plena apoteosis de la incompetencia espectacular. No hay Aristóteles, no hay Locke, no hay Tocqueville: hay thumbnails chillones, clickbaits y títulos en mayúscula anunciando el próximo fin del mundo o el secreto que «no quieren que sepas».

Mientras tanto, los verdaderos sabios —esos ancianos de mirada lenta y libros subrayados— contemplan en silencio cómo su labor de siglos es convertida en moneda de ínfimo valor para los mercaderes de la atención.

No desesperen. La ignorancia, como la espuma, siempre sube antes de desbordar y evaporarse. Pero conviene, mientras tanto, apartarse del tumulto y recordar que el conocimiento, como la libertad política, exige una virtud que ningún algoritmo puede simular: el amor a la verdad.

3 COMENTARIOS

  1. Magistral Don Pedro. Me ha parecido emocionante, la precisión en el lenguaje consigue crear una imagen mental verdadera, de las consecuencias de la inmediatez sensacionalista.

  2. Fantástico artículo don Pedro Manuel.
    Es difícil mostrar la realidad en tan escasas como punzantes palabras. “El dardo en la palabra”.
    Una auténtica maravilla que debería hacernos pensar como sociedad la deriva en la que seguimos. Mejorará la tecnología, pero seguimos siendo unos púberes intelectuales. Compraremos el IPhone más caro, pero seguiremos siendo unos indigentes mentales.

  3. Lector de solapa…. jaja… Sabiduría por postureo… Es lo que hay, como bien comentas… Las personas verdaderamente importantes no están en boca de todos ni tienen miríadas de followers… Recuerdo un articulo de Ortega, “La ausencia de los mejores”… Y no es porque no exista gente sobresaliente, recordemos solo nuestro gigantesco Trevijano, sino porque no existe una masa crítica de gente que los haga visibles y los aúpe a los resortes de la historia… Bravo por el artículo. Y adelante con tus vídeos… Un ejemplo de dignidad y sapiencia en las mórbidas pantallas

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