La implantación o la restricción del jurado popular sólo por principios formales y técnicos deja de lado dimensiones esenciales que son consecuencias de cualquier democracia, como son la participación ciudadana, el control del poder y la legitimidad del derecho penal.
Si aceptamos que el poder político debe rendir cuentas no solo ante instancias especializadas, sino ante los gobernados, entonces delitos como el cohecho o el tráfico de influencias cuando tengan autores en posiciones institucionales —y por supuesto los cometidos por los propios jueces, por evidentes razones de higiene—, merecen ser juzgados por un jurado. El reciente caso de Begoña Gómez obliga a repasar estos principios y a afirmar que, jurídicamente, sí procede acudir al jurado en los casos de corrupción cometidos por la clase política.
El jurado popular es una institución típica de los sistemas jurídicos de tradición anglosajona basados en la costumbre y el precedente. En ellos, la ley escrita (statute) convive con la jurisprudencia y con las normas consuetudinarias que prevalecen sobre aquella, y los ciudadanos tienen un natural papel activo en juzgar tanto los hechos como, en cierto modo, la aplicación de la norma precisamente por emanar directamente del devenir social. En estos sistemas, el jurado no solo decide sobre culpabilidad, sino que funciona como medidor social de lo que consideran justo más allá de la letra fría del código.
Sin embargo, en sistemas como el español, de derecho continental y codificado, con fuerte tradición legislativa, prevalece la ley escrita (Código Penal, leyes procesales), delimitando cuidadosamente qué se juzga, quién lo juzga y cómo se juzga. Eso tiene ventajas (seguridad jurídica, predictibilidad, uniformidad) pero también límites: cuando se trata de delitos de corrupción o delitos cometidos por autoridades, la legitimidad del proceso —y la confianza del público— se ha de alimentar de instituciones que incluyan la participación de los gobernados al tratarse de bienes jurídicos generales, sin afectación concreta y particularizada.
Para tales contados y exclusivos casos, el jurado no puede considerarse un vestigio romántico, sino un contrapeso institucional y de control de la propia Justicia, lo que es evidente en el enjuiciamiento de los propios jueces por los delitos que cometan en el ejercicio de sus funciones. Su aplicación concreta dependerá de la ley, pero la Constitución formal no puede ser extraña a la posibilidad de aplicarse con real eficacia, no como adorno.
En el caso de los delitos como el cohecho o el tráfico de influencias no estamos ante bienes jurídicos particulares, únicos y delimitados como la vida (homicidio) o la integridad física, sino de bienes jurídicos generales y complejos: la integridad de la administración y del erario, la confianza pública, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la imparcialidad, la transparencia. Además del perjuicio económico existe un plus de reprochabilidad en tanto se ataca directamente el esencial principio de lealtad como virtud organizativa del sistema político.
En estos casos, la participación popular —el «veredicto de la sociedad» mediante ciudadanos— se encuentra justificado. Lo mismo ocurre cuando los delitos son cometidos por jueces. Si la judicatura se juzgara solamente entre sí o por magistrados únicamente, los jurisdicentes alcanzarían la impunidad.
Sin embargo, la Ley Orgánica 5/1995, del Tribunal del Jurado, supuso una extralimitación de los principios antes expuestos para introducir a discreción una moda típica de las películas de juicios norteamericanas. Se generalizó el jurado para delitos como el homicidio o el asesinato, e incluso las amenazas condicionales en ciertos supuestos, lo que supone una incoherencia con nuestro sistema de fuentes, mientras que no recoge el control de los delitos de la clase judicial. Eso sí, reconoce la competencia del jurado para delitos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de su cargo, e incluye también el cohecho y tráfico de influencias expresamente.
No estamos hablando ahora de teoría: el marco normativo ya prevé que estos últimos delitos sean juzgados por jurado popular. La ley lo exige, y tanto la jurisprudencia como la doctrina han interpretado esos supuestos con criterios prácticos de conexión y competencia territorial que, aplicados al caso de Begoña Gómez, determinan que, de lege lata, sí procede acudir al jurado.
En efecto, los delitos imputados están en el listado legal del jurado. Se le atribuyen indiciariamente presuntos delitos de malversación de caudales públicos, tráfico de influencias, corrupción en los negocios, apropiación indebida e intrusismo. Algunos de esos delitos —cohecho, tráfico de influencias, malversación— están expresamente incluidos en los delitos sobre los que debe conocer y fallar el tribunal del jurado.
Aunque Begoña Gómez no sea jueza ni funcionaria de carrera, los delitos que se imputan tienen relación directa con el ejercicio de funciones públicas fuera de toda duda. En particular el tráfico de influencias, ya que sin la condición evidentemente pública de ser esposa del presidente del Gobierno la conducta sería imposible. A ello contribuye que estén implicados operadores o funcionarios intervinientes, asesores, instituciones universitarias y gubernamentales, reforzando que es un delito cometido en la esfera pública.
Como conclusión, se puede decir que el jurado popular no es un capricho histórico ni tampoco debe convertirse una moda trasplantable genéricamente de sistemas jurídicos con distinto sistema de fuentes, pero sí se trata de una garantía procesal excepcional de la Justicia como mecanismo de control al poder político y jurisdiccional. En delitos con bienes jurídicos lesionados generales —cohecho, tráfico de influencias—, especialmente cuando los implicados se ubican en el espacio público —jueces, funcionarios de alto nivel, personas cercanas al poder—, ha de ser fundamento legítimo y constitucional que se recurra al jurado. Además, en el caso de Begoña Gómez, se dan actualmente los requisitos normativos formales vigentes en tanto que los delitos imputados están en el catálogo legal.






¿Quien elige al jurado?. Porque eso es importante.
Se hace por sorteo entre ciudadanos de la provincia que no tengan ninguna causa de incompatibilidad.