Nada retrata con mayor claridad la ruina moral y política de los sindicatos estatales que la imagen vacía de sus manifestaciones. Miles de pancartas ondeando al viento sin más acompañamiento que el de sus propios liberados, asalariados del Estado, custodiando la escenografía de una protesta sin trabajadores. Este fenómeno no es casual; es la imagen visible de una estructura que no representa a los asalariados, sino que los suplanta, como un comisariado domesticado que protege al poder bajo la máscara de la reivindicación social.
Los líderes sindicales, en una nueva muestra de desvergüenza, se atreven a denunciar una «involución reaccionaria». ¿Qué mayor reacción que esa clase sindical cuya supervivencia depende de los presupuestos del Estado, de las subvenciones millonarias aprobadas por los mismos gobiernos contra los que simulan alzarse? La contradicción no solo es grotesca; es sistémica. El sindicato estatal no existe para movilizar al obrero, sino para inmovilizarlo, para integrarlo en la paz social que el régimen necesita.
Las escasas cifras de asistencia a sus convocatorias —en las que apenas participan personas ajenas a la estructura profesionalizada del sindicato— son prueba de la desvinculación de la fuerza laboral de estas estructuras estatales. El trabajador sabe, tanto por instinto como por experiencia, que no hay lucha posible desde dentro del régimen de partidos. Que no puede haber representación sindical cuando esta se ejerce desde una organización que forma parte del aparato del Estado, y que recibe de él su sustento material y a la vez su legitimidad negociadora.
Estos sindicatos no ejercen contrapoder fáctico alguno. Son órganos de integración: mecanismos de cooptación diseñados para canalizar el conflicto social hacia formas inofensivas, rituales, estériles. Por eso les aterra la abstención activa, el cuestionamiento radical del régimen, el movimiento que no pide reformas ni mejores salarios, sino la verdad política: la libertad constituyente.
La degeneración de estos sindicatos es el espejo fiel de la partidocracia española: una monarquía de partidos sin control ni representación, en cuyo seno las organizaciones de clase han sido sustituidas por agencias burocráticas, subvencionadas, dóciles. No hay lucha posible sin independencia, y no hay independencia cuando se come del mismo pesebre que el opresor.
Así, la auténtica revolución, lo contrario a la involución, no es la de las pancartas vacías ni la de los mítines subvencionados. Es una revolución de conciencia y de libertad que exija la apertura de un proceso de libertad constituyente que conduzca hacia la República Constitucional.