La presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, doña Isabel Perelló, ha manifestado su enfado —tan correcto en la forma como impotente en el fondo— ante la falta de acuerdo entre los vocales «progresistas» y «conservadores» para nombrar a los presidentes de las Salas Segunda y Tercera del Alto Tribunal. La cuestión no es cosa de poco ya que se trata de las Salas de lo Penal y de lo Contencioso-Administrativo, es decir, las que resolverán en última instancia jurisdiccional los pleitos criminales que afectan a la clase política y su entorno así como a la legalidad de la actividad normativa y reglamentaria.
Al parecer, los bloques ideológicos de los respectivos delegados de los partidos en el CGPJ no se ponen de acuerdo en el reparto de poder. Esto ha causado el retraso en unos nombramientos que, para quienes aún creen en el teatro pseudoconstitucional vigente, deberían estar guiados por el mérito y la imparcialidad, no por afinidades partidistas.
Pero más allá del enfado y de los aspavientos institucionales, lo que aquí se denuncia no es una anomalía puntual, sino la confirmación sistémica de la ausencia de independencia judicial en España. Y es que en una partitocracia como la española —donde los partidos políticos lo ocupan todo— no puede existir, por definición, independencia judicial. La Justicia no puede ser independiente si su órgano de gobierno, el CGPJ, está controlado por cuotas partidistas. ¿Cómo puede ser independiente, si quiera personalmente, un juez que sabe que su promoción depende del favor de un vocal afín al partido de turno?
La señora Perelló se enfada no porque se vulnere la independencia judicial —esa ya fue enterrada con la Constitución del 78— sino porque el reparto no se ha concretado. Lo que en verdad le molesta no es la colonización partidista de la justicia, sino la ineficiencia del reparto. ¿Por qué se indignan ahora? ¿Acaso no han sido cómplices —activos o pasivos— de este sistema de reparto de botín que llaman «modelo de gobernanza»?
Los vocales conservadores y progresistas no representan visiones distintas del derecho ni concepciones alternativas de la justicia; representan, simplemente, a los partidos que los pusieron allí. Son marionetas, designadas no por su mérito jurídico sino por su utilidad política. Su labor no es proteger la legalidad, sino asegurar que sus padrinos mantengan el control sobre los resortes del poder judicial.
No basta con tener jueces para que haya justicia, como no basta tener Parlamento para que haya democracia. La Justicia, como el poder político, debe ser separada del poder que la nombra y la controla. Y mientras no haya libertad política colectiva, no existirá una verdadera Justicia independiente, sino un simulacro decorado con togas y latines.
La única salida a este marasmo no está en reformar el reparto de los vocales, ni en cambiar las reglas del consenso, sino en romper con el sistema partitocrático. La independencia judicial solo puede venir de la mano de una verdadera ruptura democrática, que establezca una Constitución basada en la separación real de poderes y en la representación auténtica del ciudadano.
Hasta entonces, lo que tenemos no es una justicia estancada, sino una Justicia sometida. Y mientras los españoles no exijan esa libertad constituyente que nunca han tenido, seguirán confiando en que los partidos se repartan con decoro lo que nunca debieron tocar: el mal llamado poder judicial.
Está meridianamente claro cuál es la raíz del problema: la inexistencia de independencia judicial en un régimen donde los órganos de gobierno de los jueces están copados por cuotas partidistas.
Antonio García-Trevijano denunció que el llamado Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), lejos de garantizar la independencia judicial, actúa como una herramienta de colonización del poder jurisdiccional por parte de los partidos políticos, integrados constitucionalmente en el Estado.
España no es una democracia formal, ya que la independencia judicial exige una separación en origen de los tres poderes del Estado, y no una subordinación del poder judicial al legislativo y ejecutivo a través de los nombramientos.
Acertado al señalar que el conflicto entre vocales “progresistas” y “conservadores” no es ni ideológico ni jurídico, sino estrictamente partidocrático.
En cuanto a la señora Perelló, es perfectamente consciente de esta realidad; sin embargo, lo que parece preocuparle no es la colonización política del órgano judicial, sino la ineficacia coyuntural del reparto de poder. A esto lo llamaba don Antonio una “disfunción institucional”.
No hay solución posible dentro del régimen de partidos: cualquier reforma interna del CGPJ será meramente cosmética mientras no se rompa con el marco constitucional que permite el secuestro del poder judicial por las cúpulas partidistas.
Magnífico e indiscutible
¿De los tres poderes del Estado?No;del poder estatal(ejecutivo o gobierno);del poder nacional(legislativo)e independencia de la facultad estatal,la judicatura.