Martín de Vos, “Rapto de Europa” (óleo sobre tabla de roble) Teoría pura de la República, de Antonio García-Trevijano La reciente aparición de Teoría Pura de la República ha sido el principal acontecimiento cultural del invierno de 2010-2011. Y casi me atrevería a decir que ha sido también el principal hecho republicano en esos últimos años, al menos en el ámbito de la teoría. Si bien, a este respecto, debe señalarse que la importancia teórica de esta obra desborda completamente el marco estricto del republicanismo, para situarse en el centro del mejor pensamiento político actual respecto a los grandes problemas de nuestro tiempo. Una posición central, por cuanto encara el análisis de la gravísima crisis política que se cierne sobre España y Europa en estos años primeros del siglo XXI.   Y es que casi parecería que nada, absolutamente nada en esta originalísima obra, fuera casual.   En la portada, la reproducción de un clásico de la pintura flamenca del siglo XVI, el cuadro de Martín de Vos el “Rapto de Europa” (óleo sobre tabla de roble), que forma parte de la colección permanente de una de las más importantes pinacotecas de España. Se trata del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Es éste un museo realmente magnífico, lo que es más que notable ya que no carece de mérito ser un museo importante en pintura y escultura, en un país como el nuestro, en el que se encuentra el Museo del Prado, con cuya sede, por cierto, guarda un sensible parecido el edificio del bilbaíno.   El cuadro procede de una donación de D. Horacio Echevarrieta (1870-1963) al museo de la Villa del Nervión, en 1919. Fue éste singular personaje un notable empresario de estirpe y tendencias republicanas. Su padre fue uno de los firmantes, en 1869, en Éibar, del Pacto Federal, en representación de Vizcaya. Y él mismo ganó en 1910 un escaño de diputado en Cortes por esa misma demarcación, dentro de la Conjunción Republicano-Socialista. Y mantuvo la condición de diputado hasta 1918, si bien en los últimos años en las filas del Partido Republicano Radical. Pero D. Horacio fue también el creador de “Iberia Líneas Aéreas” (1927), que le fue expropiada en 1944. Y fue el constructor del buque escuela de la Armada Española “Juan Sebastián Elcano”, o el creador del “Submarino E-1” (antecesor de los célebres U-Boot alemanes de la Segunda Guerra Mundial), con el que se arruinó. Y también fue el negociador de la liberación de los prisioneros españoles capturados en 1921, tras el desastre de Annual (Marruecos), rescate en el que se gastó de su bolsillo 5.000.000 de pesetas de las de entonces. Y fue muchas cosas más. Defraudado por los republicanos de 1931, y depurado por el franquismo, murió pobre y olvidado en Baracaldo, en 1963.   El rapto de Europa es, igualmente, uno de los grandes temas clásicos de la mitología griega que ha sido representado muchísimas veces en vasijas, vasos, mosaicos y cuadros. Tiziano, Rembrandt, Rubens, Veronés, Luca Giordano, François Boucher, Gustave Moreau, Picasso, Botero, y un largo etc., así como el citado Martín de Vos, lo usaron en sus composiciones pictóricas como motivo. Europa, hija de los reyes de Sidón (Fenicia), secuestrada por Zeus transfigurado en toro para enmascararse, es transportada a Creta. Allí, de su unión con el Padre de los Dioses, nacerían Minos, Sarpedón y Radamantes, según se cita en los fragmentos de Hesiodo, en la Ilíada, o en la Historia de Herodoto, textos todos ellos en los que se menciona el mito, si bien con variaciones, Posteriormente, el mito sería recreado por el romano Ovidio en las Metamorfosis, y dejó rastros en la Eneida de Virgilio, y en la Divina Comedia de Dante. La Europa de la mitología, al igual que nuestra Europa actual, que toma su nombre de la consagrada por el mito, también fue víctima de un secuestro.   Antonio García-Trevijano Forte nació en Granada, el 18 de julio de 1927. Su presencia activa en la política española data de los años 60’ del pasado siglo, en los que se reveló como un demócrata antifranquista en los ambientes de oposición a la dictadura, en los que pronto destacó por su energía y por su gran capacidad para el análisis y para la acción. Es también un republicano de estirpe y de tendencia. Pero es, sobre todo, un republicano confeso y convicto y, mucho más aún, es un republicano de convicciones y de ideas. De grandes ideas y de grandes ideales. Hijo de Registrador de la Propiedad ganó las oposiciones de Notario, una profesión apacible y respetable a la que su carácter rebelde le llevaría a renunciar en 1960, para dedicarse desde entonces al ejercicio de la abogacía y a su gran pasión, la política.   En 1968 fue el artífice de la comparecencia en Madrid de Jean-Jacques Servan-Schreiber, el gran oponente en Francia al “gaullismo”, lo que le valió el ser reconocido en los ambientes de oposición a la dictadura franquista. Seis años después, en 1974, organizó la Junta Democrática de España, integrando en la misma a los principales grupos contrarios al régimen de Franco, siendo elegido Coordinador de la misma, en reconocimiento al notorio liderazgo que ejercía en los medios de la oposición democrática. En esa condición compareció ante el Parlamento Europeo de Estrasburgo para presentar en Europa a la principal organización antifranquista, en los momentos en que la dictadura se tambaleaba para finalmente caer. En 1976, en un paso más, se convirtió en el líder de la ruptura democrática para España, al conseguir la integración de la Junta Democrática con la Plataforma de Convergencia, uniendo así a toda la oposición antifranquista, y siendo elegido Coordinador de la nueva entidad.   Pero la salida de la dictadura española no siguió el camino de la ruptura democrática, sino la senda de la reforma interna del franquismo. Y en esa tesitura, García-Trevijano se vio primero abandonado y después traicionado, por los mismos partidos políticos que hasta entonces lo habían reconocido como su principal líder. El final de aquella historia es bien conocido. El régimen de la Transición sucedió al régimen de Franco con el heredero del dictador, el rey Juan Carlos, como cabeza visible de la nueva situación. García-Trevijano recibió los mayores denuestos, descalificaciones, injurias y agresiones, siendo incluso encarcelado para facilitar los pactos de la reforma política, y la monarquía parlamentaria se asentó para largos años con la Constitución de 1978. Fue hace unos 35 años. Yo lo vi y lo viví.   Y, sin embargo, García-Trevijano fue capaz de sobreponerse a tan durísima prueba. Derrotado, pero no vencido, mantuvo la cabeza serena y volvió a retomar el comienzo de la obra perdida, en lo que ya luego ha sido la obra de toda su vida. Perdió, sí, pero no por ello dejó de lanzarse de nuevo valientemente a la pelea, sin importarle para nada lo que había sido y lo que ahora era. Más curtido, experto y sabio, siguió participando activamente en casi todas las iniciativas de denuncia de la corrupción subyacente a la reforma franquista de Suarez, y en el desenmascaramiento de la acrecentada corrupción y de las prácticas autoritarias de los gobiernos socialistas de Felipe González (1982-1996).   Y poco a poco, sin abandonar nunca el activismo propio de su compromiso democrático, el veterano militante antifranquista se alzó también como un pensador político de la mayor altura. Dos grandes obras, como lo son El Discurso de la República y Frente a la Gran Mentira, así como otras más, alguna de ellas dedicadas a su otra gran pasión, el arte, le han catapultado a la primera línea del pensamiento político actual, en el que destaca principalmente por su teorización de la libertad política, de la democracia formal y de la República Constitucional, en casi todas sus obras pero, muy especialmente, en la que sirve de inspiración a este breve comentario, Teoría Pura de la República. Y es que el García-Trevijano mayor, en edad y en talento, a pesar de haber sido situado oficialmente en el papel de gran outsider de la política del presente, ha sido capaz por la propia fuerza de su intelecto y la fortaleza de su ideario democrático, de sembrar en la octava década de su vida, en el centro de la modernidad tecnológica y conceptual que es internet, una semilla de republicanismo que empieza a cosechar muchos nuevos seguidores, a los que se suman quienes conociéndolo nunca le habían olvidado.   La última obra de Antonio García-Trevijano, Teoría Pura de la República, está subdividida en tres libros, dedicados, respectivamente a la actualidad de la Revolución Francesa, el primero, al Factor Republicano, el segundo, y a la Teoría Pura de la República propiamente dicha y a la República Constitucional, el tercero. Y en portada, como ya se ha comentado, la Europa víctima de su primer secuestro.   Pero ¿qué puede significar que Europa ha sido secuestrada?, ¿en qué sentido lo fue?, ¿cuándo y cómo fue secuestrada Europa?   La estirpe nacida del Zeus-Tauro y Europa tras el rapto de ésta daría lugar, como expiación por el pecado, a un linaje monstruoso y atormentado, el del Minotauro. Y de análogo modo, en castigo por la mistificación realizada, la gran revolución europea de referencia universal, la Revolución Francesa, daría finalmente un fruto también monstruoso, el bonapartismo, progresismo para necios y liberalismo de especuladores y arribistas. Y, peor aún, con el tiempo crearía un linaje mayor torturado y torturador, el linaje totalitario de los nacionalismos y de las pasiones del igualitarismo, hipostasiadas en la Revolución Rusa de 1917, así como el linaje ni menor, ni menos angustioso y liberticida, de la partitocracia.   Una gran falsedad, una mascarada como la de Zeus trasmutado en toro, subyace a toda la historia política del continente europeo posterior a la Revolución Francesa de 1789. Una impostura para eludir la libertad política.   Muchas veces hemos visto, leído o escuchado un latiguillo que declara con impostada solemnidad el gran embuste de que “la Revolución Francesa” abrió al mundo los anchos caminos de la libertad. No, no fue así. Si se me apura, incluso afirmaré que fue justo todo lo contrario. Porque la francesa no fue ni la primera ni la única de las revoluciones modernas por la libertad y, además, la Revolución Francesa fracasó, y lo hizo del modo más completo posible. Porque la Revolución Francesa, pese a la muy abundante mitología en la que se la ha envuelto, no ha sido la más genuina expresión de las revoluciones por la libertad, aunque sí que ha sido, probablemente, la más publicitada de todas ellas. Y es que sus dramáticos perfiles, las trágicas alternativas de su desarrollo y la muerte sangrienta de muchos de sus protagonistas, nos siguen impresionando todavía hoy. Pero vistos los hechos más de cerca, y tras el espléndido análisis realizado por García-Trevijano en la primer parte de este libro, se aprecian perfectamente las dos notas indicadas: ni fue la primera revolución moderna, ni el éxito revolucionario es la nota característica que podemos atribuir al proceso iniciado en 1789.   La francesa no fue la primera Revolución por la libertad en los tiempos modernos La importancia de la Revolución Francesa no estuvo tanto en que fuese el inicio de la moderna libertad, sino que está en que significó la destrucción del Antiguo Régimen en Europa. Tras la Revolución, nada pudo volver a ser como antes, en ninguna parte, a causa del destrozo producido, no porque se hubiese avanzado gran cosa en cuanto a la libertad y a la democracia. De hecho ni siquiera se puede considerar seriamente que los revolucionarios franceses se planteasen la instauración de la libertad y la democracia como su gran objetivo. En realidad, la gran finalidad de la revolución, para la casi totalidad de los dirigentes revolucionarios que la lideraron, no fue otra que la limitación del despotismo. Como podemos apreciar en los discursos y obras de sus protagonistas, como Sieyès, Mirabeau, Danton, Saint-Just, Robespierre y otros, el gran objetivo de la Revolución era arrancar al monarca absoluto la mayor parte de las competencias legislativas, limitando así su despotismo. Pero no fue su objetivo el establecimiento de una libertad de la que recelaban prácticamente todos.   La Revolución Francesa fue una Revolución fallida que fracasó. Esto no es una objeción crítica o negativa. Sólo es una objetivación, por desmitificadora que pueda parecer. En general, la mayor parte de las revoluciones habidas en el mundo moderno en Europa y América, han sido revoluciones que terminaron fracasando, excepto una. Y la Revolución de 1789, en Francia, consistió en cambiar el débil despotismo de Luis XVI por la dictadura imperial de Napoleón, pasando para ello por el pantano sangriento de la dictadura jacobina y la colosal corrupción del Directorio, para recaer, de nuevo, en el despotismo atenuado de Luis XVIII, en 1815. Y es que, si grave fue el pecado de Napoleón de alzarse al poder apoyándose en la fuerza de las bayonetas, peor había sido el crimen de Robespierre, al pretender nada menos que elevarse a sí mismo a los altares (Michelet).   El inicio de la libertad política moderna en el ámbito de lo real, donde ha de situarse es en la Revolución Americana (1776). Una revolución que inspiró todas las revoluciones subsiguientes, incluida la Revolución Francesa y que, a diferencia de las revoluciones anteriores y posteriores, si que fue una revolución triunfante y logró establecer, no sólo un sistema de libertad bien asentada, sino que también supo crear la primera democracia moderna, fundando un régimen de libertad que aún pervive. Una revolución capaz de triunfar sobre el gran escollo en el que quedaron varadas las Revoluciones Inglesas del siglo XVII, y en el que se hundieron las revoluciones europeas del siglo XIX: el escollo de la tiranía parlamentaria.   Sin embargo, en España, y en general en Europa, se ha dado a la Revolución Francesa una relevancia fundacional que no posee, y que sólo ha servido para producir severas distorsiones en la comprensión de lo que es un proceso de liberación y de avance de la democracia. Una distorsión que ha llevado a muchos a los extravíos más considerables. El más grave de ellos ha sido, seguramente, el de considerar al parlamentarismo más extremo, aliñado con sistemas electorales proporcionales de listas de partido -abiertas o cerradas, ¿qué mas da?-, como el non plus ultra de la democracia y de la libertad política. Europa ha quedado prisionera tras el secuestro intelectual padecido por la atribución a la Revolución Francesa de efectos fundantes de la libertad, y tras el secuestro material padecido a manos de un parlamentarismo despótico que niega la separación de poderes, elude la representación de los ciudadanos en los poderes del Estado, e impide la libertad política.   En la base de ese extravío, un gran embuste, una falsificación descarada y absurda situada en un momento trascendental de ese otro gran mito que es la Revolución Francesa. La mascarada de Zeus transformado en toro posee la grandeza lírica que las mentiras de la política europea contemporánea no alcanzan. Zeus, al menos, se dejó arrastrar por una pasión arrebatadora, como el amor. Por el contrario, los asamblearios franceses de 1791, lo hicieron por el cálculo interesado de la defensa de sus poltronas, por la pasión del poder. El gran embuste inicial, tras varias falsificaciones previas -como la ficción revolucionaria de la toma de la Bastilla, o la renuncia a los derechos feudales durante el Gran Miedo-, está en la explicación pública que dio la Asamblea Nacional respecto de la huida del Luis XVI, en junio de 1791. Capturada en Varennes, la familia real retorna a París como prisionera, pero… Pero a la opinión pública se le dice, contra toda evidencia, que el rey y su familia habían sido víctimas de un secuestro. La explicación oficial que, más que estrambótica, fue grotesca, tuvo como fundamento el pánico de los diputados al imaginar lo que podría suceder si se contaba la verdad al pueblo. La mentira se consagra como elemento fundante de una política condenada por ello mismo a la hecatombe. Al desastre de los pueblos y al desastre, muchas veces, de los propios dirigentes. La mentira se convierte en pulsión básica de la nueva política “revolucionaria”. Y se traslada a toda Europa de la mano del éxito publicitario de la revolución y de los éxitos militares del ejército francés.   En España, por ejemplo, también tenemos algunas grandes falsedades, como la del “doliente” Fernando VII, “cautivo” en Valençay, a la par que “ardiente seguidor de los trabajos de las Cortes de Cádiz”, que se difundió en los ambientes gaditanos entre 1810 y 1812, para decepción y quebranto de los constitucionalistas patrios en 1814. O la gran mentira europea de un Bonaparte liberador de Italia, en la campaña de 1796-1797. O la falsedad, de nuevo española, de la Reina Regente Mª Cristina presentada, entre 1833 y 1837, como ferviente liberal. O la falsedad del “consenso democrático” auspiciador de la Monarquía Parlamentaria de Juan Carlos I.   Pequeñas grandes mentiras, aquí y allá, que palidecen ante el embuste de la representación del pueblo en cámaras legislativas reservadas a las oligarquías de facción o partitocráticas, o ante el embuste de una falsa libertad política escamoteada siempre en constituciones que sólo lo son de nombre, pues ni siquiera separan los poderes del Estado. Constituciones que sólo han fundado regímenes de gobierno que han impedido siempre la libertad política y la democracia.   Porque la libertad política, tal como la lograron establecer los constituyentes norteamericanos de 1787, no es otra cosa que ese derecho colectivo, básico y principal, que funda la posibilidad efectiva de todos los derechos civiles. La libertad política es el derecho de elegir y deponer a los gobernantes de modo que, como dijo Jefferson, no seamos nosotros quienes temamos a nuestro gobierno, sino que sea nuestro gobierno quien nos tema a nosotros. Una libertad fundante que, basada en la verdad y no en la mentira, encuentra su más firme garantía en el concurso de los ciudadanos para su sostenimiento para que, como bellamente expresa el pensamiento político norteamericano, todos los hombres estén prestos para defender los derechos de cada hombre y cada hombre esté presto para defender los derechos de todos los hombres.   Una buena constitución que asegure la separación y el equilibrio de los poderes del Estado, la libertad política y la salud de las instituciones de las democracia es lo que ha faltado en Europa, donde todos los países -salvo Suiza, excepción genial, y salvo Gran Bretaña, que carece de Constitución- llevan más de doscientos años cambiando de constitución casi de continuo en un siniestro drama de sentimentalismo y de cinismo. Un sentimentalismo que puede conocer el valor de todo, pero que ignora el precio que hay que pagar por cada cosa, y un cinismo que puede ser buen conocedor de todos los precios, pero que ignora el verdadero valor de las cosas.   Y no es que el hacer una buena constitución fuera una tarea especialmente difícil y compleja en el pasado, ni que lo sea hoy en día. Otros lo pudieron hacer hace más de doscientos años. Y, como entonces, bastaría con establecer una clara separación de los poderes, del Estado, dotándolos de independencia entre sí, y de equilibrio, para que puedan contrapesarse y frenarse adecuadamente unos a otros. Para lograrlo, cada uno de ellos ha de obtener su legitimación en la elección popular directa, de modo que sean representativos de los ciudadanos, sin interferencias partidarias, sin listas electorales mediatizadoras. Candidaturas personales en distritos uninominales para la elección del Poder Legislativo, sin proporcionalidades que sólo sirven para vaciar de contenido el derecho de los ciudadanos a la representación. Y elección nacional directa por los electores, del Jefe del Poder Ejecutivo. En suma, la República Constitucional, tal como la ha formulado Antonio García-Trevijano, único sistema de gobierno que hace posible la democracia formal.   Frente al marasmo del pantano enfangado en que se ha ido hundiendo la política europea de los últimos dos siglos, hay un factor republicano a destacar. Un factor agente que pugna por sobrevivir e imponerse en el mundo oscuro de la falsedad partitocrática y despótica de las mentiras del parlamentarismo. La sociedad política concebida como elemento de mediación situado entre lo que se ha dado en llamar el Estado y lo que se ha dado en llamar la Sociedad Civil. Un espacio a establecer firmemente para hacer posible la libertad política y la democracia en el presente. La República Constitucional, la gran propuesta política que ha formulado el pensamiento de Antonio García-Trevijano, constituye algo más que la posibilidad de resolver los problemas de la democracia política en nuestras sociedades. Es, también, la gran posibilidad de resolver el dramático deambular de los países europeos y de España aprovechando el nuevo tiempo de esperanza que se ha abierto con la crisis económica y financiera de los Estados de partidos, que éstos son incapaces de afrontar y de resolver sin hundir a los pueblos y países en que gobiernan. Porque, como dice García-Trevijano, “nada es hoy más vital para los europeos que optar entre un puro régimen de poder, con el Estado de partidos, o un sistema político de espíritu republicano derivado de la igualdad ciudadana en una democracia formal”.   No puede ser el propósito de este comentario resumir un texto grande en cuanto a su extensión material, y grandioso en cuanto a la intensidad del análisis de los conceptos de libertad y de democracia. Además, eso sería imposible. El texto de García-Trevijano deberá ser leído y releído para lograr su más cabal comprensión y dará lugar a fecundos debates, nadie lo dude. Este comentario sólo aspira a trasladar a otros el eco de las sugerencias e impresiones causadas por una obra que es magna. Magna en su concepción, en su desarrollo y en sus propuestas. Una obra cuya lectura es, más que recomendable, necesaria para todos aquellos que se desenvuelven en el ámbito y los planteamientos del republicanismo y para todos aquellos que amen sinceramente la libertad y la democracia. En España y en Europa.   El libro Teoría Pura de la República, de Antonio García-Trevijano Forte, con el que culmina el esfuerzo creador iniciado con El Discurso de la República y Frente a la Gran Mentira, ha sido publicado por la Editorial El Buey Mudo (Madrid 2010), y consta de 699 páginas.   La publicación este artículo en nuestro diario ha sido posible gracias a la gentileza de su autor, Pedro López Arriba, y del director de la revista Cuadernos Republicanos, Manuel Muela (n.º 76, Primavera-Verano 2011, Centro de investigación y estudios republicanos). Don Pedro López Arriba es Presidente de la Sección de Ciencias Jurídicas y Políticas del Ateneo de Madrid.

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