La falta de autoridad moral de las instituciones es cosa distinta del desprestigio social que conquistan por sí mismas, con su corrompido o ineficaz funcionamiento. Por ejemplo, la clase política y la judicatura de la Monarquía ocupan el último rango de los prestigios sociales, pero son legales y legítimas. Los hombres que dirigen esas instituciones no son prestigiosos, pero tienen las habilidades denotadas con el significado original de la palabra prestigio, es decir, son prestidigitadores. Conocen el juego de manos del poder y de la corrupción. Saben lo que es nombrar y dar a dedo. Y su juego lo desarrollan con fruición, bajo el armiño de protección ambiental que les presta la Corona.

La legitimidad pertenece a otro orden de ideas. Se tiene, o no se tiene, desde que nacen las personas o las instituciones, según los criterios de moralidad social preponderantes en cada tipo de orden político. La legitimidad tradicional hacía ilegítimos a los bastardos comunes y legítimos a los Reales. La legitimidad democrática solo la otorga el modo libre y mayoritario de nacer. Como la Monarquía de Partidos no pertenece al orden tradicional ni al democrático, ha tenido que basarse en el mismo tipo de legitimidad que las dictaduras. Son legítimas si duran.

Antonio García-Trevijano.

Vía Eneko

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