El pasado mes de diciembre se celebró la Junta General anual del Colegio de Abogados de Madrid. Con una asistencia del 3,6% de los abogados ejercientes adscritos, se aprobó un presupuesto de 29,7 millones de euros.

La comparación de ambas cifras lleva a dos conclusiones: por un lado, el masivo desinterés de los letrados en lo que se viene a llamar «vida colegial» y, por otro, el ingente presupuesto que maneja la corporación comparativamente con ese escaso interés.

La explicación de ese contraste de datos es sencilla si entendemos cómo la progresiva administrativización de la Justicia y su control político es de tal intensidad que afecta incluso a la actividad de los operadores jurídicos de libre ejercicio que intervienen en ésta. No olvidemos que los colegios profesionales no dejan de ser Administración; Administración corporativa, en efecto, pero Administración al fin y al cabo.

Y es que si el sometimiento de la jurisdicción (jueces, letrados de la Administración de Justicia, fiscales…) a la clase política a través de órganos rectores elegidos por ésta resulta de una evidencia incontestable, es igualmente necesario denunciar cómo sus tentáculos alcanzan incluso a los profesionales del Derecho que no integran la Administración de Justicia stricto sensu.

La obligatoria integración de abogados y procuradores en colegios profesionales configurados como órganos administrativos, cuyo presupuesto y medios dependen en su mayor parte de asignaciones del poder político, coarta la imprescindible independencia en el ejercicio de estas profesiones al atribuir a la Administración corporativa facultades reguladoras y disciplinarias.

No es de extrañar que macrodespachos multimillonarios y personajes incombustibles acostumbrados a medrar al calor del poder político intenten copar decanatos de colegios, sabedores del poder que ello supone y del ingente presupuesto público a manejar. Resulta ejemplar cómo la Ley sobre el Acceso a las Profesiones de Abogado y Procurador de los Tribunales puso en manos de los colegios la capacitación profesional gestionando y otorgando licencias de ejercicio con un sistema de cursos y prácticas en despachos cuya homologación corresponde a la misma Administración corporativa a cambio de un apoyo explícito al «Pacto por la Justicia» consensuado por los partidos.

La imprescindible independencia profesional del abogado sólo será real cuando la colegiación sea potestativa y no obligatoria, atribuyendo a los Tribunales Superiores de Justicia (TSJ) las facultades de censo, control del cumplimiento de las condiciones académicas de acceso a la profesión y control del cumplimiento deontológico de la actividad profesional.

De la misma forma, la provisión de los medios y fondos necesarios para la digna existencia de una Justicia gratuita para aquellos que no puedan asumir los costes de una asistencia jurídica de pago correspondería a los propios TSJ, organizando y sufragando el correspondiente turno de oficio.

Con ello, los colegios profesionales dejarían de ser mera Administración corporativa, para convertirse en verdaderas asociaciones de profesionales en las que, lejos de primar sinecuras económicas y políticas, la continua formación de postgrado y la defensa y dignidad de la profesión constituirían la verdadera razón de su existencia.

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