Fernando Grande-Marlaska, ministro del Interior, en el Parlamento.
Fernando Grande-Marlaska, ministro del Interior, en el Parlamento.

Quienes se echan las manos a la cabeza porque el Sr. Marlaska no dimita, tras la decisión judicial que obliga al Ministerio del Interior a reponer en su puesto al coronel Pérez de los Cobos, desconocen la naturaleza del régimen en que vivimos.

Antes incluso, desconocen que la utilización de los cuerpos policiales dependientes del Interior y asignados a juzgados y tribunales como herramienta de la instrucción penal es un útil instrumento para orientar, manejar o directamente obstaculizar la investigación instructora. Porque lo que se llama ahora Policía judicial no son sino unidades del cuerpo dotadas económicamente y dependientes orgánicamente del mismo Ministerio del Interior que ordena asimismo sus destinos y ascensos.

Marlaska, sin embargo, sí lo sabe porque lo sufrió en sus carnes en su etapa de juez instructor en la Audiencia Nacional cuando la operación que dirigía para desarticular la trama de extorsión de la banda terrorista ETA fue malograda por un chivatazo de la propia Policía judicial en época en que las negociaciones con el Gobierno estaban muy avanzadas y una acción así podría desbaratarlas. Era el denominado caso Faisán, al que daba nombre el bar donde se cobraban las cantidades exigidas en concepto del denominado «impuesto revolucionario».

Ahora, simplemente utiliza su experiencia como juez a su favor una vez convertido en ministro.

La inexistencia de una auténtica Policía judicial, sólo dependiente de jueces y magistrados, obstaculiza la instrucción penal e impide particularmente la investigación de los ilícitos cometidos en ejercicio del poder político, al depender en última instancia de éste, que naturalmente pone todas las trabas posibles al esclarecimiento de hechos delictivos. Las ataduras de la Justicia al poder político  son múltiples y van más allá del control directo sobre los jueces forzando y condicionado la actuación de todos los operadores jurídicos e intervinientes en el proceso judicial.

La ausencia de una auténtica Policía judicial y la configuración de la única existente como cuerpo exclusivamente administrativo, dependiente del poder oligárquico de los partidos, pervierte la seguridad como bien jurídico deseado y lo transmuta en simple instrumento de la clase gobernante. Poco importa que se trate de policía estatal, autonómica, local o aún fiscal, ya que la diversidad administrativa no supone separación en el ejercicio del monopolio de la fuerza, sino sólo multiplicar su actuación arbitraria en función del amo a quien sirven.

Esta ausencia de una verdadera Policía judicial, al servicio orgánica, funcional y económicamente tan solo de jueces y magistrados, imposibilita absolutamente la depuración de responsabilidades penales en aquellos delitos en los que se ve directamente afectado, como sujeto activo del ilícito, el poder político o sus ad lateres.

Si los mandos de la Policía judicial son designados por el Ministerio del Interior y además éste es el que confecciona su presupuesto y la dota de medios materiales, la adscripción formal al órgano judicial de una determinada unidad policial de investigación será siempre papel mojado. Las órdenes de indagación se interpretarán y ejecutarán de manera autoprotectora de tal forma que llegue al instructor la información en la forma, cantidad y sentido que interesa a quien posee control jerárquico y económico sobre los propios investigadores.

En definitiva, sin Policía judicial dependiente del órgano de gobierno de la Justicia, la actuación de los distintos cuerpos policiales se convierte en útil instrumento para garantizar la impunidad de los poderosos

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