Estimado lector:
‘Cartas persas’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta a un sheij iraní que observa Occidente con ironía coránica y rigor constitucional. Sus cartas, herederas del espíritu crítico de ambos pensadores, desvelan las falsas democracias donde el poder se disfraza de ley.

Cuando las bombas escoltan a los barriles, y el dólar baila al ritmo de la pólvora

Querido Hassan:

Mientras camino por las callejuelas de Estambul, donde vendedores de pistachos discuten índices bursátiles y bombardeos con idéntica fiebre, me asalta una verdad sombría: el capitalismo ha dejado de producir. Solo saquea. Como un vampiro senil que chupa sangre fresca para olvidar su propia putrefacción.

¿Recuerdas, hermano, cuando los sumos sacerdotes del «libre mercado» prometían paz? Afganistán sería la nueva Dubái; Irak, un oasis de gasolineras y votos; Libia, el puerto dorado del FMI. Hoy solo quedan escombros que mendigan limosnas ante embajadas cerradas. Occidente ya no conquista por civilización o petróleo: conquista por necesidad. Sus arcas —como odres rajados— solo retienen deudas. Su industria fantasma habita en sweatshops de Bangladesh. Su hegemonía flota sobre portaviones herrumbrosos. Como diría Marx con un narguile en la mano: «Cuando el capital deja de parir hijos legítimos, viola al mundo».

Y entonces, Hassan, aparece la ONU: no como árbitro, sino como notario de los ladrones. ¿Recuerdas aquel debate sobre sanciones a Irán mientras drones estadounidenses destripaban bodas en Yemen? ¿O la condena a Rusia por Ucrania, mientras Areva —esa hidra francesa— robaba uranio en Níger con contratos firmados con sangre? El doble rasero no es hipocresía: es liturgia. Las «intervenciones humanitarias» son contratos de rapiña: Francia vende misiles a Arabia Saudita y llora por niños yemeníes; EE.UU. presta millones para reconstruir Gaza tras financiar su destrucción; Alemania envía tanques a Kiev mientras firma acuerdos gasísticos con Qatar. ¡Una orgía bendecida con incienso de Ginebra!

Pero el arma más letal, Hassan, no es el drone. Es el dólar: ese papel verde bendecido por la Reserva Federal que mata economías con un clic. Imponen sanciones, congelan reservas, estrangulan el SWIFT… y si la víctima respira aún, envían misiles. Venezuela, Irán, Rusia —todos aprendieron la lección: independencia monetaria es herejía castigada con fuego. Observa el ritual: primero, el Washington Post acusa a un país de «dictadura»; luego, el Tesoro congela sus activos; finalmente, Raytheon prueba bombas «quirúrgicas». El dólar vuela escoltado por misiles Tomahawk, como un ángel exterminador con corbata de Brooks Brothers.

Mientras doblaba esta carta cerca del Cuerno de Oro, Hassan, un vendedor kurdo —sus manos agrietadas como mapas del Éufrates— me susurró: «Quien roba pan va a la cárcel; quien roba países recibe el Nobel de la Paz». Occidente ya no tiene economía: tiene botín. Su PIB es humo de derivados financieros; su deuda, un agujero negro; su moral, mercancía de outlets.
Por eso invaden. Por eso saquean. Por eso llaman «reconstrucción» al expolio. Como escribió Al-Ghazali en La incoherencia de los déspotas: «El tirano que no siembra, arrasa. Y quien arrasa, será devorado por su hambre infinita».
Esta bestia moribunda se alimenta de sangre porque olvidó el sabor del trigo.

Sheij Naser al-Khorasani.

Carta XV: El dragón que guarda el Estrecho (y Washington le suplica): Cuando el Imperio de las Sanciones descubre que su víctima controla la sed del mundo

Querido Hassan:

Desde este café de Estambul, donde mercaderes sirios trazan rutas petroleras sobre manteles manchados de kaymak y té amargo, retornan a mí las palabras de Hafez: «El tigre que gruñe a la luna no entiende que la noche tiene otros guardianes». Jamás esta verdad retumbó —como bien apuntas— con tanta claridad mientras observaba al senador Marco Rubio, ese firangi floridano cuyo conocimiento de Asia cabe en la etiqueta de una botella de ron barato, suplicar a China que calmase a Irán. ¡Occidente ha reducido la geopolítica a un zoco donde hasta los enemigos venden misericordia a crédito!

Déjame pintarte la escena, hermano de mi alma: Washington tiembla ante el puro espectro de que el Estrecho de Ormuz —esa garganta por donde bebe la economía global— se cierre como un puño sobre su cuello. Entonces Trump, ese sheij del petróleo que confunde tanques con tuits, ordena a su bufón Rubio llamar a Pekín. ¿A quién? Un funcionario de tercer nivel, un mero kâtip entre miles. ¿El mensaje? «Por favor, Gran Dragón, convenzan a los persas de no estrangular el petróleo… y nosotros fingiremos no ver sus barcos cargados de crudo iraní».

La hipocresía desprende un hedor más acre que el azufre de Mosul. Durante años, Estados Unidos amenazó con «sanciones infernales» a quien osara comprar un solo barril persa. Ahora, cuando su economía se agita como un borracho en una hamaca tropical, ofrecen «permisos especiales» cual cambista que vende aire del desierto. ¡Hasta desempolvaron el cuento de ‘aliviar sanciones’… sobre un comercio que fluyó como el Éufrates bajo la luna! Bien dice el refrán beduino: «El mismo camello que escupes hoy será el que te lleve al oasis mañana».

Observa el teatro de las sanciones, Hassan: un nazr —promesa ritual— tan hueca como las tumbas de los Safávidas. China compró silenciosamente 1.5 millones de barriles diarios en 2023; Rusia e India pagaron en yuanes como quien arroja migajas a un estanque de lotos. ¿Castigos? Palabras para entretener audiencias domésticas, como esos magos de Isfahán que fingen tragar sables ante incautos.

Al ofrecer «no obstaculizar importaciones chinas», Washington no concedía un privilegio: tallaba en mármol su derrota. Hasta el sheij Trump admitió en su palacio digital: «El petróleo debe fluir… aunque sea iraní». Hipocresía de altos hornos, hermano. Como si un mullah prohibiese el vino pero ordenase a sus vecinos que le llenaran la copa en la sombra.

Y aquí reside la belleza del ajedrez celestial: Wang Yi ni siquiera atendió la llamada. Pekín se mantuvo impasible como esos minaretes de Herat que observan tormentas de arena sin inclinarse. ¿Por qué? Porque el Dragón ya tiene lo esencial: contratos petroleros de veinticinco años con Irán, puertos clavados como jambiyas en el Índico, y la Nueva Ruta de la Seda bebiendo del Golfo Pérsico. Porque comprenden que Occidente, cuando tiembla, cambia principios por barriles con la urgencia de un náufrago intercambiando oro por agua salada. Como escribió Sun Tzu: «La mejor victoria es la que se logra sin desenvainar la espada».

Mientras anudaba estas reflexiones, Hassan, un anciano turco de ojos agrietados como cerámica selyúcida me susurró: «Cuando el chacal pide ayuda al león, no es alianza: es la hora de cambiar de zoológico». Este episodio revela la verdad que Bagdad conoció en el siglo IX: Occidente impone reglas que solo obedecen los débiles.

China no «guardó» el Estrecho: dejó que Estados Unidos descubriera su propia irrelevancia. Y mientras Rubio buscaba un número de teléfono entre sus papeles, el Dragón recordó otro verso de Hafez: «Quien controla el agua no grita. Silba, y los sedientos vienen a él».
Hoy, el silbido resonó desde el Mar de la China hasta el Golfo. Y Washington corrió con la lengua seca.

— Sheij Naser al-Khorasani.


Las opiniones aquí expresadas pertenecen al personaje ficticio, no a sus autores reales ni al equipo editorial. La ironía es un puente, no un muro.

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