Estimado lector:
‘Cartas persas’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta a un sheij iraní que observa Occidente con ironía coránica y rigor constitucional. Sus cartas, herederas del espíritu crítico de ambos pensadores, desvelan las falsas democracias donde el poder se disfraza de ley.
A mi venerable hermano Sheij Yazid al-Rashid, que la sabiduría del Profeta ilumine tus reflexiones en Isfahán:
Desde el Café Pushkin de Moscú —donde el té hierve con más dignidad que los cancilleres occidentales— contemplo este circo apocalíptico. Un joven ucraniano, rostro ajado por la guerra, me susurró anoche: «Antes temía las bombas. Ahora temo los titulares». ¡Oh, noble Usbek! Occidente ha convertido la geopolítica en un reality show dirigido por dementes: celebran ataques a silos nucleares como si fuesen likes en Instagram, mientras entierran setenta años de diplomacia bajo el cemento de su arrogancia. Recordé entonces al sabio Ibn Khaldun: «Todo imperio cava su tumba con las uñas de su soberbia».
¿Qué genio perverso concibió atacar bombarderos estratégicos rusos —vigilados por satélites bajo viejos pactos— usando inteligencia occidental? La CIA y el MI6, esos payasos trágicos del siglo XXI, operan con la discreción de un elefante en una mezquita. Mientras, senadores como Lindsey Graham brindan con champaña y los medios corean: «¡Estrategia maestra!». Olvidan que la disuasión nuclear se sustenta en una regla sagrada: nunca profanar los arsenales del adversario. Al violarla, Occidente no solo incendia los últimos tratados (ABM, INF, New START), sino que lanza un mensaje demente: «La estabilidad global es un meme obsoleto». Rusia, herida en su santuario estratégico, evoca las palabras de mi abuelo pastor: «Provocar a un oso en su guarida solo tiene un final: o cenas con él, o él cena contigo».
Tras 1991, Washington se coronó dueño del cosmos. Abandonó pactos como niño rompiendo juguetes: guerras en Iraq, golpes en Latinoamérica, sanciones como confeti. Europa, su perro faldero con corbata, ladra a coro. El resultado es un pacifismo zombi que clama «¡paz mediante la rendición rusa!» —como si Avicena recetase lejía para curar el cáncer—. Macron, Scholz y Starmer —tres títeres cuyos índices de aprobación huelen a alacrán en zapato— imponen políticas que sus pueblos detestan. ¿La razón? El Deep State: hidra de tecnócratas, banqueros y generales que opera en las sombras. La CIA —auténtico Estado Islámico de Occidente— planea guerras mientras Trump mira en silencio, traicionando su promesa de “paz”.
Lo más grotesco es la demonización del diálogo. Ser “pro-Ucrania” exige aplaudir como foca amaestrada; criticar, te convierte en “traidor putinista”. Los medios repiten el síndrome de Múnich: «¡Diplomacia = apaciguamiento!». ¡Como si Kissinger fuese un influencer new age! Mencionar las preocupaciones de seguridad rusas —o iraníes, o chinas— es herejía. Occidente reduce la complejidad geopolítica a caricaturas: el Malvado de turno (antes Saddam, ahora Putin) debe ser aniquilado, nunca comprendido. Mientras, la teoría de juegos —esa sharia de economistas iluminados— justifica no hablar con el “enemigo”: «¡Basta calcular sus movimientos!». Ironía cruel: ese cálculo los lleva al precipicio mutuo.
El núcleo de esta demencia es una psicosis histórica: EE.UU. cree que la hegemonía es eterna. Heredó de Gran Bretaña el mito del «imperio donde nunca se pone el sol», pero añadiendo ojivas nucleares. Atacar las fuerzas rusas no es “valentía”: es prender fuego a la barba de un gigante dormido. Mientras, China e Irán observan, calculando que Occidente es un suicida con lanzallamas: peligroso, pero obsesionado con su autodestrucción. Los verdaderos sabios —los Kennan, los Gorbachov— fueron reemplazados por barbies y kens geopolíticos educados en TikTok. El resultado: el Reloj del Juicio Final marca 90 segundos para la medianoche, y en el Pentágono lo usan de salvapantallas.
Rumi escribió en El Masnavi: «Las hormigas no temen al elefante… hasta que pisa su hormiguero». Occidente baila sobre un volcán nuclear, convencido de su invulnerabilidad. Pero la historia enseña que los imperios mueren igual: ahogados en su soberbia. Cuando bombardearon a los aviones rusos, no hirieron a Putin. Hirieron al último guardián del tablero nuclear: el miedo mutuo que evitaba el fin. Ahora solo queda un camino: exigir que la diplomacia regrese de su exilio. O, como rezamos en Isfahán: «Que Alá nos proteja… especialmente de nuestros propios necios».
Que la paz sea contigo.
Sheij Ibrahim al-Hamadani.
Desde un banco en el parque Gorki, bajo cielos que aún recuerdan la sombra de Sputnik.
10 de Dhul-Hiyya, 1446.
Las opiniones aquí expresadas pertenecen al personaje ficticio, no a sus autores reales ni al equipo editorial. La ironía es un puente, no un muro.
Nota editorial sobre las ‘Cartas persas’:
«Ningún espejo refleja la verdad entera, pero todo reflejo invita a cuestionarla». Las cartas del sheij Ibrahim al-Hamadani —y su «estimado hermano en Isfahán»— son un homenaje literario a Cartas persas de Montesquieu, obra maestra donde un viajero oriental critica con ironía las costumbres francesas. Este sheij es un personaje ficticio, creación satírica que encarna la mirada de un sabio islámico clásico para analizar Occidente: su pluma no defiende regímenes, dogmas ni banderas, sino que usa la tradición cultural persa como lente para interrogar el poder, la hybris y los espejismos de la modernidad. Sheij Yazid al-Rashid, mencionado en los textos, tampoco existió: es un compuesto de figuras como el sufí Al-Bistami (maestro de la lucha contra el ego) y filósofos que convirtieron la crítica en arte. Su propósito no es enseñar el islam, sino recordar —como hicieron Hafez, Rumi o Al-Farabi— que toda verdad se fragmenta en perspectivas.
«El sabio no teme a los espejos rotos, sino a quienes creen poseerlos intactos» (inspirado en Hafez).





