Estimado lector:
‘Crónicas de un cadáver adornado’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta al Omar ibn Hassan, viajero persa que desmonta los mitos democráticos de Europa con ironía coránica y bisturí trevijanista.
Sobre la paradoja de una rebelión que obedece y una ciudadanía que, creyéndose libre, abraza sus cadenas con fervor burocrático.
Querido hermano Naser al-Din:
La paz sea contigo. Ayer, en una plaza de Bruselas donde se alza una estatua de Europa cabalgando un toro —¡símbolo pretencioso como gato con corona!—, presencié un espectáculo que habría horrorizado a nuestros ancestros. Miles de jóvenes coreaban consignas contra la tiranía financiera cuando, de pronto, surgieron furgones blindados escupiendo gases lacrimógenos. Lo revelador, hermano, no fue la represión, sino lo que siguió: entre toses y ojos enrojecidos, los manifestantes recogían botellas vacías para «no ensuciar la vía pública». Era la coreografía perfecta de la sumisión posmoderna: la rebelión como ritual de aquiescencia. Hoy te desvelaré el gran misterio europeo: su obediencia patológica disfrazada de virtud cívica, ese mismo mal que el filósofo hispano Trevijano desenmascara al denunciar la «Gran Mentira» de su Estado de partidos.
Un sociólogo flaco como un espárrago invernal me explicó, con aire doctoral: «Aquí protestamos por deber, pero obedecemos por educación». Su frase me golpeó como un relámpago, pues era la ilustración viviente de la tesis de Trevijano: las tres fuentes de la obediencia —la coacción (el garrote), el engaño (el espejismo) y la libertad (elegir y revocar)— aquí se confunden. Europa ha perfeccionado el engaño hasta hacerlo indistinguible de una libertad fantasmagórica. Su «democracia» es el harakiri mental que Trevijano denuncia: votan creyendo que eligen, cuando solo ratifican a los amos del serrallo partidista. Es la Gran Mentira de la que nos advierte: confundir el «Estado de partidos» con la libertad verdadera.
En un café cerca del Parlamento Europeo —edificio que parece un ataúd de cristal—, una diputada socialista me confesó entre sorbos de whisky: «El secreto es hacerles creer que obedecerse a sí mismos es lo mismo que obedecernos a nosotros». ¡Subhanallah! Jamás escuché herejía tan elaborada. Flotaba en el aire el credo perverso de una teología secular. Trevijano lo denuncia con ira sagrada: «El engaño ideológico ha conducido a la servidumbre voluntaria». Y observa el mecanismo diabólico: Antes, en el régimen parlamentario, se decía «obedezco porque el gobierno representa mi voluntad». Ahora, en el Estado de partidos, se profesa «obedezco porque el gobierno es de mi tribu política». ¡Como si un cordero siguiera alegremente al matarife porque este lleva puesto un lazo de su mismo color!
En la mezquita de Bruselas, un anciano marroquí que limpiaba los zapatos de los fieles me susurró con voz que sabía a menta y a desengaño: «España es la reina del disimulo. A lo que llaman su Transición, nosotros lo llamamos taqiyya política: ocultar la verdad para preservar el poder». Y me contó el trueque de amos que Trevijano, único en su valor, narra con amargura: cambiaron un dictador militar por setenta y siete príncipes de partido, y llamaron «Reconciliación» a aquel pacto entre herederos del franquismo y verdugos reconvertidos. Constituyeron la Gran Mentira en ley fundamental. ¡Hasta el bufón de Harun al-Rashid tenía más dignidad! La prueba, hermano, está en su monumento a la cobardía: la Constitución que consagra el Estado de partidos como un destino divino.
Pero lo más grotesco lo vi en la comisaría. Jóvenes esposados cantaban el himno europeo mientras un policía les leía sus derechos. «¿Por qué no se rebelan?», pregunté al comisario, un hombre con ojos de hielo. Su respuesta heló mi sangre: «Porque creen que el sistema los redimirá si juegan sus reglas». ¡Ah, Trevijano! Cuánta razón tienes: «La coacción y el engaño no son modos primitivos […] sino la manera habitual de conquistar y mantener el poder». Europa ha convertido la rendición en un ritual burocrático.
Dejé el hedor de la comisaría y me dirigí al sanctasanctórum de su dios dinero, la Bolsa. Frente a su fachada, un filósofo anarquista me espetó: «¡La verdadera obediencia es la insumisión!». Error peligroso, hermano. Como advierte nuestro maestro, la solución no está en la anarquía (hija del engaño romántico), sino en la obediencia digna: aquella que solo se rinde ante autoridades elegidas y revocables. Nuestra tradición lo sabe desde la shura del Profeta (la paz sea con él): consultar no es adulación, y obedecer no es servilismo. La verdadera democracia, la Teoría Pura, es la que hace imposible la mentira.
Al caer la noche, en un burdel legal —¡símbolo perfecto de su civilización!—, una mujer rumana me dijo entre lágrimas que parecían perlas falsas: «Pago impuestos a un Estado que me explota. ¿No es eso locura?». Pensé en la sentencia de Trevijano que resume esta tragedia: «Donde no hay democracia, no puede haber moralidad de gobierno, ¡aunque fuera de santos!». Europa, hermano, ha invertido el orden natural: los ciudadanos obedecen al verdugo, el verdugo desobedece a la ley, y la ley sirve a los saqueadores.
Mientras caminaba hacia la estación, vi a un niño dando monedas a una máquina expendedora. Tras engullir su dinero, la máquina no soltó el chocolate. El niño, en vez de enfadarse, ¡se disculpó! «Perdón, no inserté bien la moneda», murmuró. En ese instante comprendí el genio perverso del sistema europeo: han educado a sus hijos para culparse de las injusticias que sufren, el colmo del engaño del que nos previene la Teoría Pura.
Como escribió Attar: «El siervo que besa los grilletes jamás probará la miel de la libertad». Europa seguirá arrodillada mientras confunda dignidad con resignación. ¿Acaso no dice el Corán que Alá no cambia la condición de un pueblo hasta que este cambia lo que hay en sí mismo? He aquí un pueblo que ha cambiado su anhelo de libertad por la comodidad de la servidumbre, y llama a eso progreso. Que el Altísimo nos libre de imitar su «civilización»: aquella donde los esclavos, creyéndose arquitectos, diseñan sus propias cadenas y las llaman «derechos humanos».
Tu hermano que prefiere el desierto de la verdad al jardín de las mentiras.
Sheij Omar ibn Hassan.
*Bruselas, a 28 de Sha’ban de 1419*





