El sueño de la mentira y la inconstancia (detalle). Goya. 1796. Museo del Prado.

La crítica —la única crítica auténtica— es siempre destructiva. Quien aconseja construye; quien critica derriba. Y si algo necesita ser demolido con la razón política es el mito que sostiene que en España existe una constitución. No puede haber constitución donde no existe separación de poderes, sino únicamente división de funciones. Admitir que la constitución exige la separación de poderes, y simultáneamente sostener que la de 1978 lo es, resulta una contradicción que ya no se explica por ingenuidad, sino por ceguera interesada.

¿Qué constituye una constitución? La nación no, ya que la precede. Tampoco el Estado, que es sólo una forma de organización del poder.
Una constitución únicamente nace cuando la potencia estatal es transformada en poderes separados en origen, dotados de mecanismos recíprocos de control. Esa es la única garantía de la libertad política de los ciudadanos: que el poder no sea uno, sino varios; que estos poderes no emanen de una misma fuente; y que la representación no sea una ficción partidocrática, sino una expresión electiva de la voluntad colectiva. Y nada de esto existe en España.

Ya formalmente, la constitución actual no es tal porque jamás existieron Cortes Constituyentes. El primer acto constituyente de un pueblo libre es la reunión de Cortes Constituyentes. Todo lo demás es una reforma, una adaptación o, como en este caso, un pacto entre élites para conservar el poder cambiando las apariencias de la ley a la ley.

Y esto no es una interpretación sino un hecho. Las Cortes de 1977 no eran constituyentes. Fueron ordinarias, convocadas bajo la Ley para la Reforma Política, con la legalidad del propio franquismo. Pablo Lucas lo recoge como requisito esencial. Sánchez Agesta reconoce que «funcionaron como constituyentes», pero que no lo eran. Jorge de Esteban concede que lo fueron «de facto» , confesando involuntariamente que lo de jure nunca existieron.

De hecho, los trabajos constitucionales se realizaron en secreto, como relató Pedro Altares en Cuadernos para el Diálogo. Se dio así a la sociedad una obra ya terminada y cerrada, para ser votada en bloque, sin posibilidad de elección ni deliberación. Un texto producido en tales condiciones podrá ser Ley Fundamental, pero no constitución.

Pero además, materialmente, no separa los poderes del Estado. El artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano lo formula con meridiana claridad: «Una sociedad en la que la garantía de derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene constitución.»

En España los poderes políticos no están separados en origen. Están organizados dentro de un mismo engranaje partidista en el que el ejecutivo controla al legislativo desde el «banco azul». El parlamento no variaría su composición ni un ápice si solo se presentaran a los comicios los jefes de los partidos y después rellenaran las listas que determinan los escaños según la proporcionalidad obtenida.

Lo que existe no es separación de poderes, sino división técnica de funciones. Una burocracia constitucionalizada, no un sistema de libertad política en el que, si la Ley protege al colectivo frente al individuo, la constitución, en cambio, protege al individuo frente al colectivo y frente al Estado. En España, el texto de 1978 se comporta como ley suprema —es decir, como norma que organiza el poder— pero no como constitución, porque no establece garantías materiales de libertad frente a ese poder único que permanece indiviso.

La ruptura fue posible, pero no se quiso. Bastaba un solo acto de coraje: que el PCE no hubiera aceptado su legalización sin exigir un periodo de libertad constituyente. Sin su aceptación, el régimen hubiera carecido de legitimación democrática y habría sido obligado a abrir un proceso de ruptura. Pero prefirió ser tolerado, no constituyente. Aceptó entrar en el reparto antes que reclamar libertad colectiva.

Una constitución verdadera sólo puede nacer de un acto de libertad que permita decidir, mediante referéndum electivo y no plebiscitario, la forma de Estado y la forma de gobierno. Ese instante de libertad constituyente, previo a toda norma, es el momento fundacional donde el pueblo, sujeto constituyente, existe como tal. Nada parecido ocurrió en 1978.

Lo que nació entonces no fue una constitución, sino un régimen: el último servicio prestado por el franquismo a sus herederos políticos para perpetuar un poder indiviso bajo nuevas palabras. Y mientras no exista libertad política constituyente, España seguirá sin constitución. Sólo tendrá un texto que la finge.

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